Cada vez que mis hijos se van es como si se abrieran las ventanas a una libertad a la que apenas puedo asomarme cuando están. Cierto es que ya son grandes, pero siguen necesitando atención y dedicación, y absorben mi tiempo y mis energías más de lo que yo quisiera.
Aquel que nunca ha estado solo, y no me refiero a la soledad interior, que es otra cosa, no sabe las infinitas posibilidades que surgen cuando nadie depende de ti y vives nada más que para ti misma. Ni siquiera cuando aún no tenía a mis hijos me sentí nunca tan libre, pues siempre estuve acompañada. La clave es no tener a nadie alrededor de quien tengas que ocuparte o con quien tengas que ponerte de acuerdo. La independencia es una necesidad vital.
Hay hijos que apenas dan preocupaciones a sus padres y a los que éstos han sabido educar lo suficientemente bien como para haberlos adiestrado en las tareas cotidianas de una casa, en donde creo que es obligado echen una mano, pues todos vivimos bajo el mismo techo. No es mi caso: mi hijo es, por sus circunstancias, una fuente constante de inquietud y una esfinge a día de hoy a la hora de hablar de su futuro, pues siempre que le pregunto por tal extremo permanece sumido en el más absoluto silencio. Mi hija tiene sus altibajos, pues tan pronto saca unas notas excelentes como después cae en picado, tal y como le ha pasado ahora, amparándose en la excusa de que desde que lo ha dejado con su chico le cuesta mucho más de lo habitual concentrarse y ha perdido energía e ilusión. En cuanto a lo de ayudar en casa lo mínimo posible los dos.
Cómo conseguir que seamos una piña, que nos pongamos de acuerdo sin necesidad de organizarse como un ejército, con alguien que manda y los demás obedeciendo. Quizá les pido una responsabilidad y una madurez, por su edad, de la que aún no se sienten capaces. No quiero ser la que siempre está dando órdenes, me gustaría que ellos tuvieran un poco de iniciativa y consideración: si me ven cansada no tendría que hacer falta que les dijera que me ayudasen. No son malos, pero tienen poca voluntad. Les he hecho cómodos.
Por eso cuando no están mi liberación es total. Sigue el runrún en mi cabeza con las preocupaciones de siempre, pero parece que la distancia las mitiga. Entonces, en medio del silencio, el vaivén de mis pensamientos se posa en las cosas mundanas a las que normalmente apenas presto atención, se recrea en los detalles, en las ideas positivas y constructivas, se relajan mis músculos y mi cerebro: tengo paz. Salgo más sin pensar que dejo a nadie solo en casa, dejo pasar las horas muertas tomando el sol, mirando escaparates, o leyendo alguna revista sentada en un parque. Se me ocurren cosas para este blog, pienso en cómo las voy a decir, en cómo desarrollaré el curso de ese río de palabras que llegan unas detrás de otras, no muy atropelladamente.
Tengo tiempo para reflexionar, para tomar decisiones que he ido demorando. Acuden a mi memoria sucesos largo tiempo olvidados y que me son gratos. Es curioso la cantidad de cosas que almacena nuestra mente sin que lo sepamos. Es como desempolvar un baúl viejo perdido en algún desván. La calma, la tranquilidad, son un bálsamo para mí. Cada vez menos logro que mi vida cotidiana con mis hijos no logre alterarme y me haga infeliz. El sistema nervioso debe ser que tiene un límite, y cuando ha sido machacado durante largo tiempo ya no responde, no afronta las preocupaciones con dominio de la situación. Necesito ser capaz de tomar distancia sin volverme fría.
Pero pasan los días y, sobre todo en verano cuando mis hijos están fuera de casa mes y medio, empiezo a no querer tanta independencia, tanta despreocupación. Echo de menos sus ocurrencias, la corriente de afecto que nos une, su desorden que es como la señal de que están en el hogar. Por eso, cuando se marcharon hace unos días y ya no los esperaba hasta que acabara la Semana Santa, y aparecieron el domingo por la noche como si sólo hubieran ido a pasar el fin de semana, me sentí gratamente sorprendida, porque aunque este año se me acabó el descanso antes de tiempo su retorno es como el agua para las plantas que se hubieran resecado porque nadie las regó hace mucho. Me reconozco secretamente orgullosa al saber que están a gusto conmigo, aunque desee su independencia tanto como la mía: algún día habrán de volar, es ley natural. Mi hija ya ha vuelto a marcharse, pero sabe dónde va a tener siempre su hogar.
La soledad tiene sus ventajas e inconvenientes: por un lado te permite ser tú mismo más que nunca, hacer lo que te plazca; por otro lado la ausencia de afectos termina haciendo mella en el alma. Como el Papa Francisco cuando le preguntaron por qué no quería vivir donde lo habían hecho sus antecesores y respondió que vivir solo le hacía mal. Esa expresión me gusta, es de las que se usaban antiguamente y están en desuso.
La vida es así, unas veces se está acompañada y otras sola, pero lo importante es saber adaptarse a cada situación y sacarle partido. Hay que ver el lado bueno de las cosas, como decía la película aquella, y no quitar la vista de la libertad, y la independencia, esos preciados tesoros de los que nunca debemos prescindir.
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