jueves, 24 de abril de 2014

Velázquez visto por Antonio López


He querido transcribir esta entrevista que XL Semanal le hizo al pintor Antonio López, en una de sus frecuentes visitas a las salas que El Prado tiene dedicadas a Velázquez, porque me parece que ha sabido comprender a la perfección y expresar con palabras todas las sensaciones que este gran pintor nos transmite, especialmente en lo que al cuadro del Cristo crucificado se refiere, el que más me gusta y frente al cual dejo pasar el tiempo siempre que visito el museo.

"Mi cuadro favorito? No tengo. A mí, me gusta Velázquez. Cuando una persona te gusta de un modo tan profundo y cuentas con él para tantas cosas, y dialogas con él y es una referencia en tu vida, ya no se trata de un cuadro en sí. No, no es eso. Cuando pienso en Velázquez, nunca pienso en un cuadro, sino en una persona a la que quiero mucho".

Escuchándolo, no sorprende luego que Antonio López nos hable muchas veces de Velázquez en presente. Raramente en pasado. Velázquez para él es eso: presente continuo. Regalo inagotable. A sus 75 años se maravilla con él como si acabara de descubrirlo. Más que un pintor, es para él algo en lo que lleva inmerso toda su vida, un ser tan interiorizado que habla de Velázquez como de sí mismo. No es en absoluto pedantería. Es auténtica veneración, gratitud, profundo saber de saborear a un pintor con el que, como él mismo cuenta, ha pasado muchas horas, cuando era joven y estudiaba, poco después de llegar a Madrid desde Tomelloso, su pueblo natal, del que se marchó con 14 años. "Venía aquí, a la sala de Velázquez, todos los días, varias horas. He pasado realmente muchas horas ante estos cuadros". Antes de llegar a la sala de Las meninas, nos sorprende diciéndonos: "A mí, me costó mucho descubrir a Velázquez. Sí, tardé mucho en comprender su grandeza".

Durante los últimos 11 años de su vida, Velázquez, además de pintor de la corte de Felipe IV de Austria, era aposentador real y se ocupaba de la logística de los reyes. Al contrario de lo que algunos apuntan, Antonio López no cree que esa ocupación le robase tiempo para pintar. "Al revés: estar en la corte le facilita su trabajo. En España, en esa época, no se ha dado un caso igual al de Velázquez, a la comodidad con la que él desarrolla su pintura. Y pintó a muy buen ritmo. No creo que ningún pintor de nuestra época trabaje con más libertad que él. Al contrario: creo que con menos. Entre las galerías, los periódicos, las televisiones, las bienales, los críticos... Mira, estamos muy puteados... Ojo: voluntariamente. Es el precio que pagas. Y este hombre estaba realmente muy protegido. Y no abusó nunca de esa protección. Eso es fantástico. Y por eso llegó a estas maravillas que tenemos aquí y que a lo mejor no todo el mundo entendía en su época. Esa libertad de la que gozó contribuyó a que jamás pintase un solo cuadro de formulario...". Ese es, sin duda, uno de los inequívocos logros que nadie quitará jamás a Felipe IV: el cobijo y la protección que dio a Velázquez en la corte. Muchos conjeturan que, sin la amistad del rey, el genio sevillano no habría desarrollado quizá su arte como lo hizo. Siempre se alaba mucho la sensibilidad que Felipe IV tenía por la pintura en general y, a la vez, por su tiempo es quizá el monarca con mayor conocimiento de pintura que haya conocido la historia. Pero con Velázquez había, además, una cuestión generacional: "Tenían la misma edad, habían entrado a la corte casi en la misma época...", apunta Carlos Madrigal, también pintor y amigo personal de López, con el que don Antonio ha llegado acompañado al museo. Justamente ante uno de los últimos retratos que Velázquez realizó de Felipe IV estamos ahora con ellos.

"Había un par de monjas en la vida del rey" dice López "que tenían fama de santas, de videntes. Este hombre, creo yo, debía de ser muy religioso. Muy religioso y muy crápula... Se traía unos líos el pobre... Tenía unas idas y venidas con la carne..." (Felipe IV habría tenido hasta ocho hijos extramatrimoniales, además de los 11 que tuvo dentro de sus dos matrimonios). "Este retrato ya es de los últimos que Velázquez hizo de él. Es de 1653. Siete años antes de morir" [en la exposición habrá otros del rey, entre ellos, el que llega de la National Gallery, en Londres]. "Aquí su pincelada es ligera, casi abocetada. Qué sintético es. Pero mira el pelo del rey, cómo le cae. Es que puedes tocarlo. Sabes cómo es ese pelo".

XLSemanal. Corregía mucho, ¿no?

Antonio López. Cambiaba. Porque, claro, hoy el pintor trabaja mucho sobre fotografías, pero esta gente lo hacía directamente del natural. Entonces, el rey se pondría en una postura un día... pero otro día no exactamente igual... Y Velázquez, con una gran capacidad para aceptar e incorporar lo cambiante, no tenía ninguna dificultad ni pereza para mover las formas del cuadro, porque, claro, pintaba con mucho talento. Se han hecho radiografías de varios de sus cuadros que dejan ver qué es lo que hay debajo de lo finalmente pintado; y muestran cómo él cambia sin problemas las figuras. Eso es fascinante: su devoción por lo real, sin transformarlo, ni interpretarlo ni subrayarlo, solo acatándolo. Velázquez no deja de contar con lo real. Está siempre disponible. Como a él no le cuesta mover las formas, no le importa cambiar. Si ve que el retratado alza la cabeza o la mueve, él lo acepta. No intenta imponerse. Y, luego, qué majestuoso que es siempre, pero a la vez qué sencillo... Sobre todo, comparado con los pintores de la realeza de su tiempo: los franceses, los ingleses... El resultado es fuerte y veraz: ni hace la pelota ni tiene ningún tipo de agresividad hacia el personaje. Su mirada es libre y respetuosa porque es respetuosa con todo. Porque todo le parece 'el mundo'.

XL. Y pinta a los bufones con el mismo respeto que a los reyes. ¿Cómo lo consigue?

A.L. Pues sintiendo. Velázquez siente ese respeto por la realidad tal como se manifiesta y la acepta sin juzgarla ni querer intervenir. Esa es su grandeza.
Debajo de lo que ahora vemos estaba el rey Felipe IV. Lo muestra una radiografía. Exactamente sobre la cabeza, y Velázquez aprovechó todos los elementos. No le gustaría lo que había y reutilizó el lienzo. A mí, los colores de este cuadro, esos rosas, me fascinan. Es un poco como la pintura de Vermeer. Nunca habían aparecido esos colores en un cuadro hasta entonces. Velázquez era el único que se atrevía a ponerlos. Ese rojo al lado de ese negro; ese rosa tan rosa de la mano... Ese despojamiento de toda retórica. Él pinta solo la realidad. Y cuando no tiene las cosas delante de él, como bien se ve en el retrato de Enrique IV de cazador, no consigue el mismo resultado. Lo mismo que Morandi, Velázquez necesita el estímulo de las cosas reales para lograr ese hechizo mágico. Por supuesto que es un pintor de gran oficio, un todoterreno, y si tiene que pintar un caballo corriendo en un paisaje lo hace, pero no llega a la plenitud. En cambio, cuando te tiene a ti delante, entonces es un dios. Se nota que Velázquez ha pintado el pañuelo encima del negro. Cómo pesa... Cómo pesa sobre esa especie de gasas que lleva... Y esos colores del maquillaje son una cosa... Y, además, la mano: blanca por un lado, más blanca por aquel otro y luego rosa en los dedos. Es que todo es... Es increíble cómo agrupa y ordena las cosas... Cuando Manet vio este cuadro, dijo que ese pañuelo era como el universo, y entiendo lo que quiso decir. Manet se quedó hechizado al verlo, porque de pronto encontró a un hermano mayor. Todos sus sueños, tan contrarios a lo que entonces se pintaba en Francia, los vio aquí de pronto. Vino al Prado por las obras que había visto en el Louvre, pero contemplar junta toda la obra de Velázquez le confirmó que todo lo que él creía que podía ser la pintura estaba aquí. La diferencia con Manet es que en su obra se ve todo el ruido de la técnica. Aparece. Y aquí no se ve la técnica. Tienes que acercarte mucho para ver el movimiento del pincel. Cuando te alejas, solo ves la figura. En cada obra logra que la estructura no sea visible.

Cuando trajeron al Prado El entierro de Cristo, ese cuadro tan extraordinario de Caravaggio, vine a ver luego el Cristo de Velázquez. Si pusieras los dos juntos, el de Caravaggio aplastaría tal vez un poco al de Velázquez, pero solo los primeros cinco minutos... Ese es el misterio de este Cristo: algo que tiene que ver con lo espiritual, con la profundidad y la bondad. En el cristianismo se han hecho pocas imágenes como esta, tan liberadas de toda violencia, de toda amenaza al espectador. Pero tampoco te mueve a sentir pena por el personaje. Realmente desvela lo espiritual con una profundidad como muy pocas veces se ha hecho. Es un Cristo limpio de sangre... Recuerdo un día que estaba mirándolo y de repente sentí que ese hombre me estaba viendo, me estaba escuchando... No está muerto, un muerto flexiona las rodillas. Ese hombre está con la cabeza baja y sabe que estamos aquí. ¡Mira que se ha visto esta figura en recordatorios, en mil reproducciones, y no se gasta...! Es como La Gioconda. No se gasta. Aquí está la grandeza de lo religioso sin la parte corrompida de la religión. Corrompida, triste, estropeada. Estropeada por el hombre, por la mediocridad, por las malas pasiones. Aquí está limpia de todo eso y entonces aparece con una fuerza y con una hondura... Y es que el español siente las cosas serias de una manera muy seria. Eso no lo hace un alemán. Porque aquí no hay ninguna crueldad. No hay nada monstruoso. Solo el peso de lo doloroso. Del silencio. Hay pocas creaciones superiores a esta. Desde luego, en la pintura, ninguna. Ninguna.

Si uno mira con atención este cuadro, observa cómo la figura va cambiando constantemente; cómo Velázquez, una vez más, ha ido cambiando la pintura según trabaja y se relaciona con el modelo natural que tiene delante. El modelo está todo el tiempo moviéndose y Velázquez lo refleja. Y, claro, el tiempo también ha trabajado a su favor, porque las pinceladas anteriores dejan su huella y con los años aparecen. Y se incorporan al presente, y entonces la obra se muestra como si estuviera palpitando. [Se queda callado, admirándola]. Fíjate en la figura. ¿Cuántas sesiones pudo haber empleado para pintar este cuadro? Quién sabe... Velázquez puede engañarte. Te puede parecer que ha invertido pocas horas y haber empleado realmente muchas, o al revés. Porque aquí hay correcciones, la pintura se ha secado y él ha vuelto a pintar... ¿Cuánto ha tardado en pintarse esa pierna sobre la pierna anterior? ¿Ese brazo que está apoyado? Está todo bullendo, moviéndose. Está vivo. Velázquez afronta a su vez la solución de las formas reales no con desparpajo, pero sí con gran poderío. No le cuesta. Da la sensación de que no le cuesta. No es como Sorolla, que a veces abusa de su poder. Velázquez nunca abusa de su poder. Él siempre siente, se sitúa, reacciona a lo real de una manera amorosa, agradecida, sin imponerse nunca. Acepta la realidad. Para él lo importante es el hombre que está ahí delante, respirando, que está pensando, que se mueve, que se va a levantar y se va a ir, que parece que te está leyendo los pensamientos... Por eso, la pintura no aparece en exceso en las obras de Velázquez como pasa con Manet, para que ese hombre no deje de estar ahí, enigmático. Qué belleza. Velázquez siempre salva a las personas; siempre. Otros pintores, no. Velázquez siempre les echa una mano y las sube, aunque se trate de personas tristes.

(Entrevista de XL Semanal, 13/10/2013)

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