martes, 1 de abril de 2014

La ridícula idea de no volver a verte


Hace tiempo que quería hablar sobre el penúltimo libro que ha publicado Rosa Montero, La ridícula idea de no volver a verte, y entresacar de sus páginas algunos pensamientos y sensaciones que me han encantado. Escribe esta obra cuando aún no ha pasado mucho tiempo desde que falleciera su pareja, tomando como referencia un diario que escribió Marie Curie en el que reflejó todo lo que sintió cuando se quedó viuda, pues no sólo fue una insigne científica sino que también andaba a vueltas con las letras, pues en ellas encontró salida a las grandes pasiones, decepciones y alegrías que sacudieron su vida. Fue una idea de su editora y me pareció francamente genial.

Empieza la escritora hablando de sus propias vivencias, cuando murió el amor de su vida. “La característica esencial de lo que llamamos locura es la soledad, pero una soledad monumental. Una soledad tan grande que no cabe dentro de la palabra soledad y que uno no puede ni llegar a imaginar si no ha estado ahí. Es sentir que te has desconectado del mundo, que no te van a poder entender, que no tienes palabras para expresarte. Es como hablar un lenguaje que nadie más conoce. Es ser un astronauta flotando a la deriva en la vastedad negra y vacía del espacio exterior. De ese tamaño de soledad estoy hablando. Y resulta que en el verdadero dolor, en el dolor-alud, sucede algo semejante. Aunque la sensación de desconexión no sea tan extrema, tampoco puedes compartir ni explicar tu sufrimiento”.

La muerte se ha cernido sobre su existencia y parece dotarlo todo de una inexorabilidad devastadora. “¿Y qué demonios es siempre? Es un concepto inhumano”. Huye de los términos absolutos.

Me gusta la forma como habla de la inspiración. “Una de esas ideas a medio hacer que cabrillean en los bordes de la conciencia, como peces nerviosos y resbaladizos”.

Abomina de las costumbres sociales en lo que a luto se refiere. “En los primeros días dice la gente: “llora, llora, es muy bueno”, y es como si dijeran: “Ese abceso hay que rajarlo y apretarlo para que salga el pus”. Y precisamente en los primeros momentos es cuando menos ganas tienes de llorar, porque estás en el shock, extenuada y fuera del mundo. Pero después, enseguida, muy pronto, justo cuando tú estás empezando a encontrar el caudal aparentemente inagotable de tu llanto, el entorno se pone a reclamarte un esfuerzo de vitalidad y de optimismo, de esperanza hacia el futuro, de recuperación de tu pena. Porque se dice precisamente así: Fulano aún no se ha recuperado de la muerte de Mengana. Como si se tratara de una hepatitis (pero no te recuperas nunca, ése es el error: uno no se recupera, uno se reinventa).

El duelo y la vida no tienen nada que ver con eso. De hecho, la vida es tan tenaz, tan bella, tan poderosa, que incluso desde los primeros momentos de la pena te permite gozar de instantes de alegría”.

Rosa Montero reconoce el poder curativo de la palabra escrita. “Probablemente Marie Curie se salvó de la aniquilación gracias a redactar estas páginas. Que son de una sinceridad, de un desgarro y de una desnudez impactantes. Es un diario íntimo”.

Cree que hay una mayor fuente de inspiración en el dolor que en la alegría. “En el origen de la creatividad está el sufrimiento, el propio y el ajeno”.
Escribir y recrearse en la belleza de lo que nos rodea es un bálsamo para el espíritu. “Todos necesitamos la belleza para que la vida nos sea soportable. Lo expresó muy bien Fernando Pessoa: “La literatura, como el arte en general, es la demostración de que la vida no basta”.

Rosa Montero no quiere ser como las personas que describe la también escritora Carmen Laforet. “(…) habla de las amigas de su tía, que antaño fueron unas jóvenes felices y ahora eran mujeres atormentadas y marchitas, y dice: “Eran como pájaros envejecidos y oscuros, con las pechugas palpitantes de haber volado mucho en un trozo de cielo muy pequeño”.

Hay un pensamiento que me encanta, y que es muy cierto y muy bello. “La infancia es un lugar al que no se puede regresar pero del que en realidad nunca se sale.

La infancia, toda esa fragilidad, esa indefensión, esa intensidad en las emociones; además de la imaginación febril, el tiempo eterno y una necesidad de cariño tan desesperada (…) En la infancia siempre estamos a punto de morir, metafóricamente hablando. O, al menos, de que mueran o resulten mutiladas algunas de nuestras ramas. Crecemos como bonsáis, torturados y podados y empequeñecidos por las circunstancias”.

“Muchas mujeres temen que sus necesidades emocionales puedan restarles independencia. Cuando tu independencia te ha costado tantísimo, tiendes a convertirte en una gallina clueca que, sentada sobre el pequeño huevo de su libertad, arrea picotazos a cuantos se acercan”.
Es una afirmación con la que estoy totalmente de acuerdo.

Se mete en la piel de Marie Curie. “Esa polaca dura y austera que llevó sobre los hombros la injusticia del mundo e hizo lo debido, de repente intentó aprender la Ligereza, maravillosa virtud existencial que consiste en saber vivir el presente con plenitud serena”.

Aunque Rosa Montero no ha sido madre, no le es difícil imaginar cómo se siente una, y lo relaciona con la forma como trata al hombre. “Tal vez sea cosa del instinto maternal, que es una pulsión sin duda poderosa, pero el caso es que a menudo mimamos a los hombres como si fueran niños (…) Hace años publiqué un microrrelato sobre el tema. Se titulaba “Un pequeño error de cálculo”:

“Regresa el Cazador de su jornada de caza, magullado y exhausto, y arroja el cadáver del tigre a los pies de la Recolectora, que está sentada en la boca de la caverna separando las bayas comestibles de las venenosas. La mujer contempla cómo el hombre muestra su trofeo con ufanía pero sin perder esa vaga actitud de respeto con que siempre la trata; frente al poder de la muerte del Cazador, la Recolectora posee un poder de la vida que a él le sobrecoge. El rostro del Cazador está atirantado por la fatiga y orlado por una espuma de sangre seca; mirándole, la Recolectora recuerda al hijo que parió en la pasada luna, acaricia los ásperos cabellos del hombre y decide hacerle un pequeño regalo: durante el resto del día, piensa ella, y hasta que el sol se oculte por los montes, le dejaré creer que es el amo del mundo”.

Marie Curie en su luna de miel
La escritora describe un affaire amoroso que Marie Curie tuvo cuando se quedó viuda. Se volvió a enamorar de otro científico, y deja volar su imaginación intentando sentir lo que ellos sentían cuando estaban juntos, sobre todo en los encuentros con otros colegas de profesión. “¡Guau! No entiendo nada, pero ¡cómo suena! Imagínate decir y debatir todo eso mientras tienes al lado el codo de Langevin. Hablar de la rigidez de los gases diatómicos, y no atreverte a mirar a sus ojos como carbones (…); mencionar las desviaciones provocadas por los demonios e intentar no pensar y no sentir el calor que irradia el cuerpo de tu amante, tres sillas más allá. Sí, tuvo que haber cantidad de desviaciones y muchísimos demonios en ese primer Solvay”. Nadie hubiera imaginado que bajo ese aire austero y sufriente de la científica latía todo un mundo de ardientes pasiones, pues quien acomete sus quehaceres profesionales con tanto empuje y denuedo suele extender esa vehemencia a otras facetas de su vida.

Cuando Marie Curie fue tan criticada por esta nueva relación, tuvo el apoyo inesperado de personas que nunca hubiera sospechado que se preocuparían por ella. “Recibió una afectuosa carta de Einstein: “Siento la necesidad de decirle lo mucho que admiro su espíritu, su energía y su honradez. Me considero afortunado por haberla podido conocer personalmente en Bruselas. Siempre agradeceré que tangamos entre nosotros a gente como usted y Langevin, genuinos seres humanos, de cuya compañía uno puede congratularse. Si la chusma sigue ocupándose de usted, deje sencillamente de leer esas tonterías. Que se queden para las víboras para las que han sido fabricadas”.

La escritora no rechaza el dolor de su viudedad, antes al contrario prefiere sufrirlo y pasar por ello antes de que se convierta en un trauma. “La pena es pura y es sagrada, le dijo una nonagenaria al escritor Paul Theroux”.

Rosa Montero reproduce en su libro pasajes sobrecogedores del diario de la científica. “El funeral de la niña fue lo que los que trabajamos en las funerarias llamamos un buen funeral. Sirvió a los vivos cuidando de los muertos”, escribió Thomas Lynch en su obra “El enterrador”, acerca de una pequeña que fue asesinada por un desequilibrado, y el encargado de la funeraria la preparó para que pudiera estar visible, después de las lesiones que sufrió, y así su madre no sufriera tanto. Según la escritora hay “una belleza trémula, como una vieja mariposa batiendo lentamente unas alas que se deshacen”.

Reivindica una muerte digna que parece no ser posible aún hoy en día. “En un estudio a pacientes con demencia avanzada en un hospital de agudos en EE.UU., el 55% de ellos murieron con los tubos de alimentación forzada todavía puestos. Según Ricks: En EE.UU. hoy es casi imposible morir con dignidad a menos que se trate de una persona pobre”.

La escritora piensa en la vejez. “En las biografías hay poco escrito cuando se alcanza la vejez, se diría que lo que les sucede en esa etapa de la vida interesa muy poco.

A veces me pregunto si yo ya habré alcanzado ese punto en que la existencia se convierte en un tobogán vertiginoso”.

Sin embargo hay muchos ejemplos de que la vida no deja de ser interesante cuando se hace uno mayor. “Minna Keal la mayor parte de su vida trabajó en diversos y aburridos empleos administrativos; a los 60 años se jubiló, y decidió retomar las clases de música. Su 1ª sinfonía fue estrenada en 1989. Fue un clamoroso éxito. Minna tenía 80 años. “Creí que estaba llegando al final de mi vida, pero ahora siento como si estuviera empezando.

Marie Curie, ya cumplidos los 50, aprendió a patinar, a esquiar, a nadar. Se compró una casa en la costa de Bretaña y los meses de veraneo que pasó allí durante su última década fueron, según Eve, tiempos felices, con Marie nadando mañana y tarde en el mar a pesar de todos sus achaques.

Durante la 1ª G.M. aprendió a conducir”.

Rosa Montero piensa en el envoltorio carnal como algo ajeno, una carga para el espíritu. “Qué difícil es siempre la relación con nuestro organismo. Somos nuestro cuerpo, pero no podemos evitar la sensación de ajenidad, de extrañeza, de rehenes de la carne”.

Sorprende los pocos medios materiales con los que contaron los esposos Curie. “Por entonces, existía entre los científicos la extendida creencia de que no era honorable lucrarse con los descubrimientos; Röntgen, el padre de los rayos X, donó el dinero de su premio Nobel a sociedades benéficas y murió casi en la indigencia.

Pierre Curie explicó lúcidamente ese dilema entre la pureza y el acomodo con su formidable y limpia lógica: “Debemos ganarnos la vida y esto nos obliga a convertirnos en un engranaje de la máquina. Lo más doloroso son las concesiones que nos vemos forzados a hacer a los prejuicios de la sociedad en la que vivimos (…)”.

En sus escritos biográficos habla de la época en que Pierre y ella trabajaban febrilmente en el galpón que les servía de laboratorio: “En aquel miserable hangar pasamos los años más felices de nuestra vida, consagrados por completo al trabajo. A menudo tenía que improvisar una comida en aquel laboratorio para no interrumpir alguna operación (…). Sumida en la quietud de la atmósfera de investigación sentía una dicha infinita, y me exaltaba con los progresos que permitían abrigar la esperanza de lograr mejores resultados aún (…). Recuerdo la felicidad de los ratos dedicados a discutir sobre el trabajo mientras recorríamos el hangar de un extremo a otro”.

Escribía Marie a su hija Irène y a Frédéric, el marido de ésta: “Os deseo un año de salud, de satisfacciones, de buen trabajo, un año durante el cual tengáis cada día el gusto de vivir, sin esperar que los días hayan tenido que pasar para encontrar su satisfacción y sin tener necesidad de poner esperanzas de felicidad en los días que hayan de venir. Cuanto más se envejece, más se siente que saber gozar del presente es un don precioso, comparable a un estado de gracia”.

Rosa Montero encuentra similitudes entre su viudedad y la de científica. Ella también amaba profundamente a su marido, ambos estaban entregados a una causa común con igual pasión, y cuando faltó Pierre también echó en falta su presencia en la cama junto a ella, verlo sentado en su sillón preferido y miles de detalles en los que antes no había reparado, mientras vivió. Tardó mucho tiempo en deshacerse de sus objetos personales. Ni la escritora ni la científica dejaron, cuando pasó la desolación, de sentirse vivas y de seguir disfrutando del mundo.

Sin embargo, hay algo en lo que no estoy de acuerdo con Rosa Montero, y es su afirmación de que es peor el divorcio que la viudedad, por el desamor que conlleva. Para mí es infinitamente más penoso perder al ser querido, pues es una separación no deseada, asociada a la enfermedad y el dolor del que se va. No hay nada que se pueda hacer ante la muerte, sólo plegarse a sus designios, y eso lleva consigo una impotencia que arrasa el alma.

Por lo demás me ha encantado reencontrarme con esta escritora y periodista, a la que leí hace muchos años sin que me llegara a gustar, y a la que hallo ahora enriquecida con la experiencia acumulada, y además prolífica, pues acaba de sacar otro libro no habiendo pasado mucho tiempo desde que publicara el que ahora nos ocupa. Recuerdo con arrobo sus entrevistas para la revista dominical de El País, que leía con fruición cuando estaba en la universidad. Eran magníficas.

Recomiendo la lectura de este libro especialmente, que viene acompañado de fotos de la vida de los Curie poco conocidas. Una delicia.

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