Seré yo que me estoy volviendo paranoica, pero juraría que no caigo bien a la gente. Ya me pasaba en mi época de estudiante, cuando hasta la profesora de inglés en el colegio se reía de cómo pronunciaba las palabras terminadas en “ation” y el director me puso a parir porque sí el último día de clase del último curso, o en el instituto, donde el primer curso pertenecí al reducido grupo de los “raros”, integrado por un mariquita no confeso, la hija de uno de los golpistas del 23 F y unos cuantos seres más tan inclasificables y desubicados como yo.
Hay vecinos que se cruzan de acera en medio del tráfico con peligro de su vida con tal de no tener que hablar conmigo, las pocas veces que coincidimos en la calle, y en Facebook la mayoría de los que se comunican conmigo son los que no me conocen personalmente, casi siempre extranjeros que viven en lugares lejanos.
He tenido compañeras de trabajo que han puesto en juego su propia reputación con tal de que la mía sucumbiera en los abismos de la defenestración, y mi única hermana me llamó gilipollas el día de Año Nuevo, como salutación de buenos deseos con los que empezar este 2014 que avanza a velocidad de crucero.
Sólo he desayunado acompañada en mis horas laborales en una corta época de mi vida, y aquellas amigas eran ñoñas frustradas, niñas grandes y gordas con traumas de infancia y grandes carencias afectivas, que no llegué a considerar de ninguna de estas maneras hasta que me di cuenta, cuando ya no las trataba, de que yo pertenecía, muy a mi pesar, a su mismo club.
Mi ex familia política y mi ex marido se acostumbraron los años que duró mi matrimonio al sano deporte, cada fin de semana y vacaciones, de usarme como saco de boxeo de sus envidias y frustraciones, como un clan siciliano que te la tuviera jurada por algún agravio imperdonable y que no ceja en su empeño hasta conseguir tu eliminación.
Mi mejor amiga no deja de mirar el reloj cuando estamos juntas, y las teleoperadoras se enfadan conmigo cuando rechazo con mucha educación los móviles gratuitos que pretenden ofrecerme (¡cómo no querer algo que es gratis, será que he perdido el juicio!).
Los hombres a los que más gusto es a los casados, cansados diría yo, de sus rutinas conyugales y cercanos ya a la andropausia, época en que empiezan a añorar placeres imaginados y nunca disfrutados, como si una divorciada o una chica soltera joven, sus principales víctimas, fuesen meretrices que a buen seguro conozcan todo tipo de proezas sexuales. Los solteros me prefieren para hacerles compañía y como posible chica para todo (¡todo!) que les solucione la existencia, y ha habido alguno que prefirió inventarse que tenía novia para evitar que yo le echase los tejos, aún habiendo sido él el interesado en un principio.
Pero haciendo una 2ª reflexión, diría que aquella profesora de inglés del colegio era un cardo solterón que no pronunciaba bien la erre doble, por lo que era la rechifla de clase cuando en vez de decir perro decía pedo (su inglés sufría de un rotacismo que le hacía parecer un idioma extraño), y al director se encargó la vida de ponerle en su sitio, pues murió solo, como les pasa a todos los tiranos. Del pequeño grupo del instituto el primer año guardo un recuerdo afectuoso, aunque algo borroso.
También tengo vecinos que me quieren mucho, no todos se cruzan de acera temerariamente, y en Facebook mantengo comunicación con unos cuantos que sí me conocen personalmente, no todos van a ser maleducados y antipáticos.
Las compañeras de trabajo que me han puesto a parir a lo largo de mi vida tenían ya lo suyo, pues no es normal tanta inquina cuando uno se siente bien consigo mismo. A esas les decía qué guapas estaban y cosas por el estilo, lo que las dejaba descolocadas. De las que desayunaban conmigo mantengo amistad con una de ellas, porque al final las afinidades suelen darse con personas contadas.
Mi hermana se explayó conmigo de la forma antes mencionada en un momento de nerviosismo, pues estábamos con mi madre en el hospital, y luego me pidió disculpas, por el móvil y después de haberse fumado varios cigarrillos.
A mi ex marido lo trato lo justo y a su familia nada en absoluto, por lo que agua pasada no mueve molinos.
La impaciencia de mi mejor amiga se debe más bien a una insatisfacción vital que no logra superar. En realidad me quiere mucho, pues soy de las pocas personas que le aportan estabilidad, mi afecto y mi comprensión la han ayudado y la ayudan en momentos difíciles, lo mismo que ella conmigo. Tenemos aún el resto de nuestra vida por delante para disfrutar de nuestra amistad y hacer más cosas juntas de las que hacemos. Vamos superando al unísono etapas vitales y compaginamos nuestras circunstancias de cada momento con nuestras aficiones y proyectos. Formamos un pequeño equipo en el que sabemos que siempre podemos contar la una con la otra.
En cuanto a las teleoperadoras, comprendo que el suyo es un trabajo ingrato, pero las empresas deberían, por su bien, hacer una mejor selección de personal.
Los hombres merecen capítulo a parte, que no sé si llegaré a escribir nunca, la verdad. De momento prefiero citarlos de lejos, como a los toros en la plaza.
De todas formas, no sé, seré yo que me estoy volviendo paranoica pero juraría que, por alguna razón, no caigo bien a la gente. Por qué podrá ser.
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