miércoles, 12 de marzo de 2014

A propósito de El club de los poetas muertos


Viendo una vez más El club de los poetas muertos, film del que ya hablé hace tiempo en este blog, no puedo dejar de sentirme de nuevo sobrecogida. Cautiva la magnífica historia de un grupo de chicos con padres adinerados que estudian en un internado de élite, y que tienen la fortuna de conocer a un nuevo profesor, antiguo alumno del centro, que revoluciona la manera de enseñar y que les abrirá las puertas no sólo del conocimiento sino también de la vida. Pero tras ese elitismo que promete un futuro exitoso se esconde un puñado de chavales con una ilusión enorme y unos progenitores demasiado ocupados para hacerles caso y aceptar otra cosa que no sea un expediente académico ejemplar y mucha disciplina. El nuevo docente estimulará sus otras cualidades, aquellas que no tienen sólo un fin utilitario: no todo consiste en ganar mucho dinero, hay que cuidar también el cuerpo y el espíritu. Sus propuestas, sobre todo a causa de una tragedia de la que se le hace culpable, no prosperarán durante mucho tiempo, aunque la semilla de la renovación vital prenderá en esas almas púberes y darán sus frutos.

Nunca ha sido tan fuerte como ahora mi deseo de que la educación y el profesorado que tenemos en nuestro país puedan tener alguna semejanza con lo que en esta película se refleja. No creo que sean aspiraciones propias de la ficción, sino que pueden ser reales. Y no porque se trate de un colegio privado, pues aquí no son muchas veces garantía de un nivel excelente. He conocido chicos que iban a un internado carísimo, con instalaciones de lujo, y luego tenían lagunas de conocimiento que eran como océanos. Comparar lo que en la película aparece con la cruda realidad que padecemos me produce verdadera aflicción.

Desear una enseñanza y un personal docente adecuados no es un ideal novelesco. Tendría que cambiar el sistema educativo de arriba abajo para que nos pudiéramos parecer aunque sea un poco a los que existen en algunos países de Europa, donde se imparten varios idiomas, que los niños terminan hablando con fluidez porque lo que se aprende en la infancia se asimila increiblemente bien, y donde también es obligado tocar un instrumento, pues la música es considerada parte muy importante del cultivo del espíritu. Además de que el profesorado pasa por unos exámenes muy difíciles y restringidos que sólo superan los que tengan un alto nivel.

Hace poco me decía mi hija que habían tenido un conflicto en clase con su tutora. Esta señora no paró de decir, en la reunión de padres a principio de curso, las buenas notas que ella había sacado durante la carrera, para que nos hiciésemos una idea de lo buena profesora que era, y las pocas satisfacciones que esperaba recibir de la clase de nuestros hijos, a los que en realidad no le había dado tiempo a conocer ni saber sus nombres por el poco tiempo que llevaba con ellos, pero a los que se había apresurado a juzgar negativamente, por comparación con otra clase en la que, según ella, todos los alumnos eran excelentes.

El problema venía porque todo esto no lo ha dejado de repetir a sus alumnos desde entonces, machaconamente, un aburrido mantra, y además ha resultado que su competencia deja mucho que desear por ser una de las docentes más vagas que hayan podido pasar por ese instituto. Cualquier cosa le viene bien para no dar clase, y hasta algunos exámenes les dice a sus alumnos que se los corrijan ellos. Como se ve que le gusta llamar la atención y sembrar la discordia, aprovechó que ya había confusión suficiente para preguntar, haciéndose de nuevas, qué queja tenían los chicos, a los que veía descontentos. Por supuesto a mi hija le faltó tiempo para levantar la mano, erigiéndose en portavoz de la clase (qué distinta a mí, menos mal). Ella dijo que no podía ser que les estuviera insultando todos los días: que si son unas acelgas, que si son tontos, que si no trabajan (para ejemplo el suyo), que qué incordio ellos y qué gusto los de la otra clase, que no se molestaran en matricularse en ese centro el próximo curso, y otras lindezas por el estilo. La tutora se justificó diciendo que era una forma de acicatear la moral de los estudiantes, que de esta manera supone que harán lo posible por mejorar y merecer su reconocimiento.

Esta absurda teoría, que yo creía ya obsoleta por lo antigua y lo irracional, la mantenía el director del colegio en el que yo estudié, que también era profesor, para nuestra desgracia. En aquellos tiempos no cuestionaba casi nada por raro que me pareciera, no en vano se trataba de un adulto y por tanto se le suponía sabiduría y experiencia. Por supuesto no era así, una vez meditado sobre el asunto con el correr de los años. Lo que nunca hubiera imaginado es que me habría de encontrar con el mismo perogrullo casi 7 lustros después.

El ejemplo propuesto en El club de los poetas muertos es la antítesis de todo esto: el profesor no sólo respetaba a todos los niveles a sus alumnos, puesto que esperaba que hicieran lo mismo con él, sino que creía a pies juntillas en sus posibilidades, y los conocía perfectamente a todos y cada uno de ellos, haciéndoles ver además que eran capaces de cosas que ni ellos mismos sabían. Bastaba un pequeño estímulo para hacerlas salir a la luz. Los chavales, agradecidos por su confianza ciega y el trabajo que se tomaba en hacer diferente y mejor su labor, respondían al unísono con ganas e ilusión. Alguien así jamás podrá ser olvidado, y todo lo que experimentaran con él quedaría guardado en su corazón para siempre.

Cometí la torpeza, mientras veía la película, de comentarle a mi hijo que me habría encantado que él hubiera podido recibir una educación semejante en un centro así, lamentándome de que tenga que alternar con compañeros de muy bajo nivel en todos los sentidos, ya que por sus circunstancias él está en cursos alternativos y no en los que sigue la mayoría de la gente. Nunca pensé que le sentara tan mal que dijera semejante cosa, pues aunque no tiene amistad con nadie de su clase fuera del instituto, toma como algo personal cualquier cosa que se diga en su contra. Aunque sean porreros o chorizos no son mala gente, estoy llena de prejuicios, venía a ser la lectura hecha por él. Me disculpé, pues ciertamente tiene razón, no tengo por qué juzgar a nadie y más sin conocerlo, influída sólo por estereotipos. Pero en el fondo de mi corazón mantengo esa idea del colegio excelente con excelente ambiente.

Mi hija quiere ser profesora, y aunque en su caso diga que es por considerar Magisterio una carrera poco complicada, yo sé que ella manifestó una incipiente vocación ya desde niña, cuando me ponía frente a su pizarra y me obligaba a repetir todo el tiempo las mismas cosas, que era lo que la profesora interina suplente que tenía en esa época hacía con ella, una mujer con pocos talentos. Qué petardo, pensaba yo, pero ya el germen de sus preferencias se estaba formando. Le gusta dar clase a los niños que empiezan a leer y escribir. Cuando por fin se pueda dedicar a ello, me encantaría poder verla para ver cómo lo hace: seguro que será una magnífica profesora. Ojalá se pareciera a John Keating, el profesor de El club de los poetas muertos, maravillosamente interpretado por Robin Williams. Carpe diem, como él decía, vive el momento.


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