Cerca de donde estoy escribiendo estas líneas están expuestos los restos mortales de Adolfo Suárez, un hombre que ha marcado un hito en la historia de este país. Durante el día de hoy todo el que quiera puede ir a verlo, y aunque en un principio pensé en hacerlo yo también, luego cambié de opinión, pues prefiero recordarlo cuando estaba vivo, y si no le conocí personalmente cuando así era, no me apetece verlo muerto.
Porque ¿qué sentimientos despierta este hombre en todos los que vivimos con él los mismos acontecimientos cruciales?, hechos que están grabados a fuego en nuestras memorias. No todos los países cambian de régimen político sin que haya infinidad de problemas y un baño de sangre. Fue un asunto complicado como pocos, pero de la mano de Adolfo Suárez todo resultó mucho más sencillo. Cuán afortunados fuimos en aquel momento por tenerle a él, puesto que si alguien debía dar ese paso nadie más preparado ni mejor que el que fue nuestro primer presidente en democracia. No creo que en aquel entonces lo supiéramos calibrar como ahora, con la distancia que impone el paso del tiempo.
Con Suárez tuvieron lugar hechos extraordinarios en el devenir de España a todos los niveles, político, social y económico. No sólo fue redactar una Constitución, con la colaboración de otros políticos insignes, sino también establecer unas instituciones que antes no existían, unos derechos y obligaciones que nos conformaron, no sólo como ciudadanos y miembros de una nación sino también como seres humanos.
El trabajo fue ingente y, gracias a su ecuanimidad, consiguió aunar posturas, allanar el camino erizado de espinas, poner de acuerdo a facciones opuestas, y todo con delicada firmeza y una sonrisa. Porque esas fueron las señas de identidad de Adolfo Suárez, la profundidad de sus convicciones sin caer en radicalismos, y la simpatía personal, porque todo se puede decir si de hace de buena manera. Su educación exquisita limó asperezas y le hizo contemporizar con toda clase de actitudes, a algunas de las cuales seguramente no le habría importado replicar de la forma contundente que merecían, pero sus principios y sus modales se lo impidieron, por el bien de todos.
Inteligencia, sensibilidad, una mente praeclara y abierta, una profunda religiosidad, una capacidad de trabajo infinita, dieron como resultado un hombre capaz de muchas cosas, y que vivió un momento de plenitud profesional y personal como pocos. De niño prefería las fiestas y los deportes antes que estudiar, y nunca se llevó bien con su padre, jugador y mujeriego. De su madre, a la que adoraba, heredó su espiritualidad. Ya por entonces se reveló como un líder nato.
Supo dimitir cuando vio que le faltaban los apoyos necesarios y que ya poco podía hacer en esas condiciones por nuestro país. Mantuvo su dignidad también cuando el intento de golpe de Estado. Todos recordamos que fue el único que no se agachó en su escaño para eludir los disparos de los asaltantes, y que tan sólo se levantó para auxiliar a Gutiérrez Mellado cuando fue zarandeado por estos. Su caballerosidad no tenía límites.
Adolfo Suárez reunía en sí mismo todas las cualidades que un hombre de bien requiere, y más si ha de gobernar los destinos de una nación: integridad, valor, constancia, bondad. Para mi gusto estuvo poco tiempo en el gobierno, fueron algo más de cuatro años que me parecieron un suspiro. Luego se ha visto que ninguno de los que le precedieron ha estado a su altura en ningún sentido.
Decían los hombres que las mujeres le votaban porque era guapo. Le hacían flaco favor a él, al infravalorar sus cualidades, y a nosotras, al creernos incapaces de tomar decisiones serias. La envidia es así, difama a unos y otros, destruyendo reputaciones sin inmutarse, nuestro sempiterno pecado nacional. Yo sólo veía en él a un hombre bueno. También decían que carecía de poso cultural, pero si esto era así fue lo bastante hábil como para saberse rodear de colaboradores muy capaces que suplieran lo que a él le faltaba. Muchos se reían de aquella frase que tanto repitió en sus discursos, “puedo prometer y prometo”, pero era un tic más de los muchos que tienen los que se dedican a esto de la política.
Cuánto lamenté saber que estaba enfermo. No sería extraño que ese horrible mal que es el Alzhéimer le hubiera llegado como consecuencia de las tragedias que sacudieron a su familia: la muerte de su mujer, a la que adoraba, a consecuencia de un cáncer de mama, y la de su primogénita, no mucho tiempo después por la misma causa. Ahí fue cuando su mente se extravió en la espesa niebla del olvido, era como si prefiriera perder la memoria y el sentido de la realidad antes que tener que afrontar tanto dolor. Sus otras dos hijas también han padecido la misma enfermedad, aunque han conseguido superarla. Cuántas dolencias hay que afectan a una generación tras otra de una misma familia.
Uno de sus hijos, el que lleva su nombre, que ha heredado un cierto parecido físico con él, su mismo timbre de voz y su manera de hacer discursos, declaraba estos días que esperaban su fin inminente, y que por un lado sentían tristeza pero por otro lado una gran alegría. Sin muchas explicaciones daba a entender que convivían en su familia emociones encontradas, la lógica pena por la separación y el gozo de verlo marchar con Dios, acabados por fin los padecimientos que soportaba. Cariñoso como fue, murió rodeado del cariño de sus seres queridos.
Tras su fallecimiento llegan condolencias de todas partes del mundo, todos le estimaron, el mismo respeto que él tuvo con los demás le ha sido devuelto con creces en estas horas luctuosas. He leído que una vez dijo “Yo el día que me muera, la verdad, no quiero que me pongan por las nubes los mismos que en vida me pusieron a parir”. Pues parece que sus deseos, al menos estos, no van a poder cumplirse. La hipocresía social es así.
Qué pensaría, si hubiera podido hacerlo, de las convulsiones que agitan a nuestra sociedad actualmente, después de tantos años. A él también le tocó bregar con dificultades parecidas. Parece que no vamos a cambiar nunca. Se nos ha ido en medio de una crisis que ya dura demasiado, que tiene como sonido de fondo las algaradas callejeras. Y ahí está en el Congreso, expuesta su capilla ardiente, el mismo lugar en el que tantos años trabajó y tantas cosas vivió, inimaginables para él hasta entonces. Ahora es el lugar que le acoge en su muerte, que no será definitiva, pues se suele decir que nunca se va del todo aquel que es recordado por los demás. A él nunca le vamos a olvidar.
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