martes, 4 de marzo de 2014

La gala de los Oscar 2014


Por vez 1ª en mi vida he sacado un sabor de boca no precisamente dulce después de ver una gala de los Oscar. Nunca me había parecido tan aburrida, tan sosa y tan poco lucida como ahora. Alguien afirmaba hace poco que la industria de Hollywood, tal como la conocíamos, prácticamente ha desparecido, y debe ser cierto, porque se percibía un tono tristón en el ambiente: menos aplausos, menos entusiasmo, menos risas. Es la piratería de Internet la causante de todo al parecer.

En realidad es la pescadilla que se muerde la cola: el cine tiene cada vez menos calidad porque cada vez va menos gente a verlo, con las descargas ilegales, y ya no es un negocio fructífero. Lo que no impide el absurdo hecho de que el precio de la entrada vaya en aumento. Antes teníamos más calidad por menos dinero. Por el contrario verlo gratis en tu casa te ahorra un dinero malgastado en auténticos bodrios, como me pasó con Gravity, la tuve que dejar al cuarto de hora totalmente hastiada: tedioso el vuelo interminable en el espacio de una astronauta que no para de dar vueltas en todas direcciones, con quejidos monocordes. Y no es que dude de la dificultad de los actores al tener que rodar metidos en trajes espaciales, algo que limita considerablemente las posibilidades de expresión interpretativa. Sandra Bullock, que ya se veía con el preciado galardón por el éxito inesperado de la película, tuvo que contemplar en el último momento, con los ojos empañados, cómo se le escapaba. Tanto ella como George Clooney tienen mucho tirón, pero a veces hace falta algo más.

Sin embargo la cinta ha acaparado un montón de estatuillas, aunque tampoco había mucho por lo que decantarse. Por descarte quedaba el tema de la esclavitud, que tanto juego ha dado siempre tanto en la gran pantalla como en series de televisión. Resulta ya muy reiterativo, pero en fin, se llevó unos cuantos galardones, Brad Pitt incluído como productor, que a falta de películas interesantes que protagonizar o del vigor físico necesario para interpretarlas, en retroceso con el paso de los años, se dedica a poner dinero para los trabajos de los demás. En el grupo que salió al escenario con los agradecimientos había negros y blancos. Es reconfortante comprobar que una historia como esta es algo del pasado allí, aunque el racismo se perpetúe en otros muchos sitios del mundo.

Se esperaba que dos de las películas más sonadas y polémicas que se han presentado este año se llevaran los principales galardones, pero no ha sido así. El lobo de Wall Street y La gran estafa americana han sufrido un fiasco importante. Querían escandalizar y lo que han conseguido es repugnar.

El inefable Leonardo di Caprio se entregó al máximo, como es habitual en él, encarnando a un personaje real que se dejó llevar por todo tipo de excesos, y más estando a las órdenes de su director favorito, Scorsese, al que calificó de “visionario” en la gala de los Globos de Oro. Yo no he visto el film, pero he oído y leído las críticas, y todos coinciden en afirmar que estomaga la recreación de los vicios del protagonista, a lo largo de un metraje excesivo. Leonardo, sin embargo, sale indemne una vez más, es un actor que parece estar por encima del bien y del mal, planeando airoso sobre cualquier temática por deleznable que ésta sea.

La gran estafa americana contaba sobre todo con la baza de sus intérpretes, todos muy conocidos y con mucho gancho comercial. Se esperaba algún galardón para Jennifer Lawrence, que lleva una racha increíble de premios, pero es evidente que la chabacanería no funciona bien por mucho tiempo. Puedes caer bien en un momento dado, ser resultona y mona, pero son estas cualidades que no se prolongan mucho más si no las secundan otras de más fuste. En su presentación del Oscar al mejor actor exhibió su descaro habitual e hizo gracias sin gracia. Una macarra.

Los Oscar a los mejores intérpretes van dirigidos últimamente a papeles de enfermos. Que hayan dado la estatuilla a Matthew McConaughey (hablando de macarras), por muchos esfuerzos que le supusiera el personaje, da una idea de hacia dónde van los derroteros de Hollywood, copado por gente con mucha cara y ninguna clase. Nunca antes un actor necesitó hacer esos alardes para demostrar su valía, no hace falta autodestruirse ante las cámaras para impresionar al espectador. El talento es otra cosa, y a falta de él es cuando se recurre a subterfugios y fuegos de artificio.

Cate Blanchett, buena actriz aunque no especialmente en esta ocasión, olvidó mencionar a Woody Allen en los agradecimientos, no sin intención. Y es que el director no suele gustar a los actores, que deben ceñirse al guión sin posibilidad creativa para ellos, impidiéndoles además repetir tomas aunque crean ellos que es necesario.

La presentadora de la gala, Ellen DeGeneres, se vistió de hombre con un traje, 1º blanco y luego negro, haciendo honor a su condición homosexual, con cómodas zapatillas tipo Victoria. Estuvo muy cómoda toda ella en todo momento, parecía que iba a una presentación informal en lugar de a un importante certamen. Fue parca en palabras con sus introducciones, careció de brillo y contenidos, aunque se mostró muy segura, eso sí, con esa seguridad que da la desfachatez. Ella también contribuyó a restarle glamour a la ocasión queriendo ser original al repartir pizzas entre los asistentes de las primeras filas, que parecía ser los únicos a los que se dirigía. Brad Pitt, muy divertido con la ocurrencia, la ayudó con los platos de plástico. Además la presentadora recaudó dinero entre ellos para pagarla, con lo que la invitación no fue tal.

El colmo fue cuando se quiso hacer un selfie con Meryl Streep y terminó sumándose un nutrido grupo de actores que estaban a su alrededor, sosteniendo el móvil que les inmortalizaría Bradley Cooper, que era el que tenía el brazo más largo. Por lo visto ha sido la imagen más retuiteada en la historia, que era lo que pretendía la presentadora, según comentó ella misma.

Intentar adaptar la gala de los Oscar a los tiempos que corren pasa no sólo por restarle encanto al evento sino por evidenciar una crisis que afecta ya a todos los sectores. Las intervenciones musicales fueron pobres y mediocres, y la puesta en escena fue casi inexistente. Y es que un montaje como éste resulta costosísimo. Por si fuera poco los miembros de la Academia pidieron que no hubiera aplausos cuando aparecieran los rostros de todos los que habían fallecido en el último año, homenaje que siempre hace Hollywood a sus muertos, con lo que el aire de funeral fue in crescendo.

Me conmovió profundamente ver a Sidney Poitier tan anciano, del brazo de Angelina Jolie al presentar una de las categorías, caminando con gran dificultad, totalmente consumido por los años. Sin embargo eso no le impidió animar a todos con gran determinación a seguir luchando por una industria que, según él, es maravillosa. Otras figuras legendarias como Kim Novak o Liza Minnelli lucieron también muy deterioradas por los estragos de la cirugía estética.

No querrá ver Poitier que el star system va en picado. He visto hace unos días Lincoln por televisión y puedo decir que, un año después de su estreno y habiendo sido tan galardonada, me pareció una castaña aún más grande que Gravity. El siempre asombroso trabajo de Daniel Day Lewis y el prestigio de un director como Spielberg no salvaron una cinta que puede que interese sólo a los americanos, tan aficionados a su breve Historia, pero que a mí me pareció interminable, llena de discursos tediosos y carente de vida. Bien habrían hecho en darle el Oscar ese año a Hugh Jackman, que estuvo increíble con Los miserables, un talento el suyo nunca reconocido. Cualquier año en que Day Lewis esté nominado ya saben los demás actores que nada tienen que hacer, pues el genio de aquel parece merecer casi obligadamente el preciado Oscar.

Echando la vista atrás, algo casi inevitable, añoramos el talento, la creatividad y la calidad que había antes, cuando era tan difícil decidir a qué película y actores había que galardonar, tanto y tan bueno como era todo lo que se hacía. Aunque ha habido quienes rechazaron el certamen y sus premios. Famosas son las frases lapidarias que algunos intérpretes le han dedicado a lo largo del tiempo, como cuando Dustin Hoffman rechazó un Oscar, antes de los 2 que ganó después, diciendo que era un concurso de belleza, entre otras cosas mucho más fuertes, o como Woody Allen, que siempre se negó a recogerlo aludiendo despectivo al poco nivel de la gente que lo suele recibir. Katharine Hepburn jamás fue a recoger ninguno de los 4 Oscar que le concedieron, alegando en alguna ocasión estar de vacaciones, y tan sólo se dignó a ir una vez para entregarle el galardón a un amigo suyo, vistiendo de manera sencilla y no con el boato acostumbrado. George Scott afirmó que era un “desfile de carne y ostentación”. La espantá de Marlon Brando también fue sonada en su momento, cuando envió a una nativa cheyenne a recogerlo en su lugar, amenazando con que la próxima vez que se lo quisieran dar enviaría a un taxista. La lista sería interminable.

En fin, es posible que la última gala inolvidable, tal y como estábamos acostumbrados a presenciar, haya sido la del año pasado. No me pasó desapercibido las caras de Robert de Niro y Bill Murray que, en los compases de espera, perdían su vista con tristeza y conmiseración por el techo, no sé si por la gloria de tiempos pasados que ya no volverán o por el deterioro de una industria que ha sido su vida. A los que no sean cinéfilos les podrá parecer una exageración, pero siento en el alma que esa fábrica de sueños que ha sido siempre Hollywood pueda llegar a desaparecer, es algo que me parece inimaginable. Seguiríamos dejando volar nuestra imaginación, pero ya no sería lo mismo, nos faltaría algo.

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