miércoles, 23 de abril de 2014

Volviendo a Conrack


Volvía a ver Conrack, la maravillosa película sobre la que ya escribí en septiembre de hace dos años, una de las obras maestras que interpretó Jon Voight en su juventud, cuando aún estaba inspirado por las 9 Musas a la vez. En cada ocasión extraigo de este film una nueva reflexión, una nueva enseñanza, un nuevo motivo de goce. Un profesor blanco que es destinado a una escuela de niños negros en una isla perdida en el Sur de EE.UU. da pie a una historia preciosa que fue real y que marcó la vida de sus protagonistas para siempre.

Contemplar a un buen docente en acción constituye todo un espectáculo en sí mismo. Cómo instruye a sus alumnos en las cosas básicas y esenciales de la vida que no están en los libros y que nadie se había molestado en mostrarles, por ser negros y pobres. Cómo aprende a conocerlos a todos y cada uno de ellos, sus necesidades, sus gustos, cómo llega a quererlos. Les enseña a leer, a escribir y a contar. Sus clases a veces son en el bosque, donde nombra a las plantas y estudian a los animales, o donde desde la rama de un árbol al que ha trepado les dice lo que es la ley de la gravedad dejando caer manzanas sobre ellos, que luego comerán con avidez. También en la playa, donde les enseña a nadar, pues muchos pierden la vida en el río por esa causa. O junto a una fuente, donde les dice cómo deben lavarse los dientes.

Les pone música clásica, despertando su interés con asociaciones que a ellos les llaman la atención: Rimsky-Korsakov y su vuelo del moscardón, la muerte en la 5ª sinfonía de Beethoven, el sueño con Brahms y su canción de cuna. Les hace sesiones de cine con palomitas, aprovechando un viejo proyector abandonado. Les recita pequeños poemas y frases elegíacas para familiarizarlos con los grandes escritores. Cuelga un cuadro de Picasso donde se muestra una vagina para sus clases de anatomía. Hay muchas referencias culturales en esta película, algunas desconocidas para mí, como cuando se menciona a Havelock Ellis, escritor y sexólogo.

Les enseña rugby (el honor y el valor, el juego limpio dentro y fuera del deporte), les hace descalzarse y jugar con los pies en el aire cuando una chica dijo que le daba vergüenza ir a la escuela porque no tenía zapatos, les lleva en el transbordador al pueblo cercano para que pasen la noche y celebren Halloween, fiesta de la que ni habían oído hablar (el primer viaje de su vida). Les imparte normas morales para dignificar su vida, grandes pensamientos que les hacen sentir bien consigo mismos, les hace apreciar su propio valor como personas y les indica qué camino seguir para hacer el bien. A la chica sin zapatos le aconseja que nunca se entregue a un hombre por razones económicas, sino sólo cuando él le demuestre el honor que le supone que le haya aceptado y poder compartir su vida con ella. Se ha propuesto que todo aquel que llegue a esa escuela no vuelva a encontrar nunca más “estupidez y miseria”, según sus propias palabras.

La directora se opondrá a sus métodos, víctima de los prejuicios raciales de los que ella misma ha sido siempre objeto por ser negra también. “No estamos en una plantación”, le dijo Conrack en vano. El inspector será el que termine prescindiendo de él, pretextando que quiere acabar con el viejo sistema, con las ideas tradicionales americanas. Es graciosa la anécdota en la que este hombre ve sorprendido a su propio hijo en televisión, un hippy más durante una protesta.

Conrack se despide de sus alumnos en el muelle. Mientras suena la música de Beethoven que él les había enseñado, se aleja en el transbordador compungido. “Sólo sé que encuentro mucha belleza con ellos”, le comenta a alguien, “les lanzamos a un sistema que les ha fallado”.

Tantos años transcurridos desde aquellos turbulentos 60-70, me pregunto si realmente desaparecieron aquellas viejas ideas que el profesor preconizaba que terminarían extinguiéndose y siendo superadas por las nuevas. Pienso que no fue sólo el desquite del momento por no haber sido apreciados sus métodos, sino una certeza absoluta que estaba convencido que tendría lugar. Cuántos ideales, cuántas buenas intenciones se quedaron por el camino. Pero tenemos a Conrack y su espíritu de lucha, su forma de ver la vida, su sentido del humor, su generosidad. Todo puede ser aún posible.

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