jueves, 14 de agosto de 2008

Algunos hombres buenos


Tengo la fortuna de contar entre las personas más allegadas a mí a uno de los hombres más buenos que he conocido nunca: mi cuñado Ángel.
Él lleva media vida formando parte de mi entorno. Hace 22 años, cuando lo conoció mi hermana, era un chico guapo, moreno, de grandes ojos oscuros, sonrisa dulce y mirada aterciopelada. Yo tenía miedo por ella, pues acababa de salir de una relación anterior breve y muy lamentable, y creía que se estaba precipitando. Pero, afortunadamente, me equivoqué.
Entre ellos hubo enseguida un total entendimiento en todos los terrenos de la vida. Al conocer a mi hermana, que por entonces estaba en la Universidad, decidió terminar sus estudios, movido por un afán de superación que ya no le ha abandonado nunca.
Durante varios años se pluriempleó para poder ahorrar y casarse. Hubo una época en que casi no le dejaba horas al sueño. Por entonces era muy joven y estaba lleno de energía.
Cuando hace cinco años y medio le diagnosticaron su enfermedad, Crohn, que él ya presentía por varios antecedentes familiares suyos, se negó a aceptarlo. Además en el hospital cometieron varios errores con él que casi le llevan al otro mundo. Cuánto dolor ví en su cara, cuánto sufrimiento silencioso y finalmente resignado. Las pruebas que le hicieron eran sumamente desagradables, aunque le consolaron diciendo que el suyo no era uno de los casos más graves.
Hace dos años él y mi hermana se casaron, junto al mar, en el lugar donde solemos pasar las vacaciones. Mis padres y mi hermana se fueron al hotel donde se celebraría el banquete para que ella se vistiera, y mis hijos, mi ex marido y yo nos quedamos con él en el apartamento para prepararnos. Ángel parecía muy tranquilo, se vistió despacio con un traje claro y una corbata preciosa que contrastaba con el moreno de su piel. Sin duda saboreaba ese momento largamente esperado, después de muchos años de noviazgo. Su familia, que siempre fue muy despegada, no estuvo con él en esa ocasión tan puntual, y prefirieron quedarse donde se alojaban, por lo que contó con nosotros para darle nuestra opinión sobre su aspecto: estaba imponente.
La ceremonia, breve y sencilla, con mis hijos llevando arras y anillos y vestidos como dos angelitos caídos del cielo (todos se quedaron prendados con ellos, y el vestido que llevó Ana es uno de los más bonitos que he visto nunca para una niña), fue muy especial, y cerraba para ellos toda una etapa llena de buenos y malos momentos, como en cualquier relación de pareja cuando dura mucho tiempo. Viéndolos a los dos tan guapos, mi hermana con un vestido que escogió para la ocasión con un gusto exquisito, me embargó la emoción, y tuve la íntima convicción de que aquel sería un matrimonio para siempre, arrastrando yo como arrastraba los restos del mío, que naufragaba definitivamente por entonces, con un marido que no compartió mi alegría como no compartió realmente nada conmigo, sentado lejos de mí y de nuestros hijos tanto en la iglesia como en el banquete.
Desde que cayó enfermo la primera vez, Ángel tiene todos los años dos épocas malas, lo que ha ido haciendo mella en su cuerpo: ahora está más delgado que nunca (siempre lo ha sido), y parece como si en poco tiempo le hubieran caído muchos años encima.
Este verano en la playa, y no encontrándose bien, sentí una tristeza enorme cuando ví que una ola tan sólo un poco más fuerte de lo habitual casi le tira al suelo estando en la orilla. Le fallan las fuerzas, parece a veces tan frágil. No así su espíritu, sólo quebrantado de vez en cuando por la lógica desesperación.
Aunque la falta de salud suele agriar el carácter de la gente, él, salvo por una cierta melancolía que asoma a sus ojos, no se ha dejado vencer y no ha hecho sino crecer como ser humano a lo largo del tiempo, es cada vez más bueno y paciente. Una persona que no quería tomar una pastilla ni para un dolor de cabeza, tiene que tomar a diario un verdadero arsenal de medicamentos, muy a su pesar.
Ángel, mi cuñado, es para mí mi hermano, ese hermano un poco mayor que nunca llegué a tener. “Mi padre secreto”, le llamaba mi hijo hace algún tiempo.
Si consigue ser padre, como es la intención que tienen últimamente mi hermana y él, será el mejor padre del mundo: paciente, tierno, juguetón, un niño más. Como esposo no se queda atrás: aprendió a cocinar porque quiso y se ocupa de su casa y de todo lo que lleva consigo al 50% con mi hermana.
En el trabajo es serio y muy diligente. Ahora le han hecho encargado de todo un departamento, aunque él protesta porque dice que eso luego no se traduce en el sueldo. Tiene una compañera a la que le falta poco para jubilarse, que como lo ve tan delgado cree que se tiene que alimentar más y siempre le está trayendo comida de su casa. Lo trata como si fuera un hijo.
Por ser como es, y por aguantar tantos años a mi familia, que también tiene lo suyo, y de la que por supuesto formará parte ya para siempre, es por lo que merece mi admiración, mi cariño y mi respeto. Él sabe que yo lo quiero mucho, y yo sé que él a mí también.
Ángel está incluido en ese reducido grupo de “algunos hombres buenos” de los que cada vez quedan menos. Uno de los hombres más buenos de todos cuantos he conocido.

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