martes, 26 de agosto de 2008

Extraños compañeros de viaje


Me ha llamado mucho la atención una foto que he visto en una revista que captaba el momento en que el féretro de un soldado estadounidense, cubierto con la bandera norteamericana, era sacado por unos compañeros a través de la puerta abierta de las bodegas de un avión de pasajeros, mientras éstos contemplaban curiosos la escena desde arriba por las ventanillas.
No sabía que muertos y vivos compartieran así transporte, de modo que en el vientre del avión equipajes y ataúdes se distribuyen por igual almacenados para el viaje. Es como si las personas, cuando se nos va la vida, dejáramos de ser tales para convertirnos en objetos. Y en realidad es así, aunque nos cueste admitirlo.
Lo cual hace que me venga a la memoria unas escenas de mi última película favorita, “El pianista”, en las que un grupo de judíos es conducido y obligado a subir a los vagones del tren que los llevará a los campos de concentración. De repente, un montón de maletas y enseres personales quedan tirados por todo el andén, abandonados casi a la fuerza por las prisas y la violencia. Como ignoraban a dónde los transportaban, procuraban llevar consigo todo aquello que creían les iba a hacer falta en su nueva vida. Pero todos esos objetos carecían de utilidad en su nuevo destino, y ahora asemejaban despojos, como los restos que quedan esparcidos por todas partes después de un desastre. Qué manía lo de perseguir al pueblo judío, si siempre ha sido el pueblo elegido por Dios.
Pero más impresión me causó, si cabe, unas escenas de una película que ví hace muchos años, en blanco y negro, y cuyo título no recuerdo ya. Al principio del film se vé cómo una mujer judía vestida de novia es raptada a las puertas mismas de la iglesia donde acababa de casarse. Luego pasa el tiempo, y se ve a esa misma mujer sentada muy rígida en uno de esos vagones de tren de pasajeros que tienen sillones corridos adosados a la pared uno en frente del otro. Tiene la mirada fija en el vacío y las manos cruzadas sobre su falda. Hay un niño que durante el viaje, como está aburrido, no cesa de dar patadas a la puerta de madera y cristal que hay en lugar de la habitual ventanilla, al mismo tiempo que acciona el picaporte una y otra vez. En un momento dado, la puerta se abre y el niño cae al vacío cuando el tren marcha a toda velocidad. Todos los allí presentes saltan de sus asientos profiriendo gritos de horror y asomándose por el sitio donde ha desaparecido el infortunado muchacho. Todos, menos esa mujer. Uno de los viajeros, extrañado y sin haber salido aún de su estupor por lo sucedido, se fija en ella y, al mirarla más detenidamente, ve que en sus brazos, puestos al descubierto por las mangas de una rebeca ligeramente levantadas, están marcados los números que les graban los nazis a los judíos en los campos de concentración. Ella sigue sentada, como sin vida, rígida, la mirada perdida, el gesto sin expresión. No ve, no oye, no siente nada. El espectador, ante una de estas imágenes que valen más que mil palabras, comprende sobrecogido que esa persona ha tenido que ser testigo de cosas terribles que la han terminado insensibilizando por completo. La mente ignora la desgracia como reacción de supervivencia ante tanto sufrimiento. Superviviente, pero a qué precio.
Aquella película, que ví siendo casi una niña, me causó una honda impresión. Me empezaba a asomar en aquel momento a una parte de los horrores que afligen a la Humanidad.
Desde entonces, la sordidez que existe en el mundo no ha dejado de clavarme su espina un poco más cada vez en el alma. Pareciera que quisiera dejarme como a esa mujer, sin sensaciones, sin sentimientos.
Todos ellos son, el soldado muerto en la bodega del avión, los judíos viajando en el tren hacia la muerte, la mujer del vagón que parece importarle muy poco ya nada, todos ellos son, pues, extraños compañeros de viaje, seres que nos inspiran lástima pero también temor, porque ya no son de este mundo.

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