Una vez más se celebran los Juegos Olímpicos y acaparan la atención mundial con una sucesiva colección de imágenes que parecen repetirse con cada nueva edición, y que sin embargo nos sigue produciendo la misma emoción da igual el tiempo que pase.
Este año, con tanta tecnología visual, parece que eres tú también quien está corriendo cuando las cámaras siguen la trayectoria de las carreras a la misma altura del participante y a su velocidad. No se escapa detalle ninguno: la musculatura de muslos y piernas, la tensión de todo el cuerpo, el sufrimiento de los rostros por el descomunal esfuerzo realizado... Podría decirse que se asemejan a los felinos que en la sabana africana ponen al límite su capacidad para correr a la máxima velocidad y así alcanzar su presa.
Cada deporte desarrolla una parte del cuerpo. Me causa admiración contemplar los físicos fibrosos, sin un solo gramo de grasa.
Muchas atletas, cuando enfocan su cara en los primeros planos, se les puede ver los ojos un poco lacrimosos, por la emoción del momento. Otras muestran tensión y preocupación.
Contrasta en la línea de salida tantas razas diferentes juntas, cada una con sus rasgos físicos característicos.
Me ha llamado la atención una atleta árabe, que llevaba una especie de tela elástica blanca que le cubría cabeza, cuello, hombros y escote, además de vestir unas mallas en lugar del habitual pantalón corto.
He visto a Usain Bolt en la carrera de 200 m. masculina, batiendo el récord mundial. Lo celebraba tumbándose boca arriba en el suelo con los brazos extendidos en señal de victoria. “Este hombre no es de este planeta”, dijo el comentarista de televisión entusiasmado después de celebrarlo con un prolongado grito. Los atletas jamaicanos superan con diferencia al resto de competidores.
Me impresionó la caída de la atleta española en la carrera de obstáculos, cuando no debía quedarle mucho para llegar a la meta. No sé cómo no se partió el cuello. Luego casi no podía levantarse, y cuando lo hizo se tambaleaba y tuvieron que sujetarla, mientras se apreciaba la extenuación en su rostro. Dicen que no es bueno interrumpir bruscamente un esfuerzo físico prolongado.
Magnífica la actuación del atleta chino que ha sido oro en los ejercicios de suelo, siendo plata España con Gervasio Deferr. La destreza, la velocidad con que los ejecutó, hace que parezcan muy sencillos, cuando en realidad requieren un entrenamiento y un dominio del cuerpo que muy pocos logran conseguir.
La resistencia de los corredores de fondo africanos se repite invariablemente en todas las olimpiadas, no tienen rival. Cómo procuran mantener un ritmo constante, reservando sus fuerzas para el sprint final.
Y el esfuerzo descomunal que hay que hacer en el salto de pértiga, cuando con un enorme impulso hay que proyectar todo el cuerpo hacia arriba y quedar cabeza abajo en el aire para volar por encima del obstáculo.
Lo que más me molesta es la manía de los locutores de televisión de entrevistar a los deportistas cuando acaban de realizar una prueba, sudando a chorros como están y casi sin aliento. No les dan tregua, no tienen consideración.
De las olimpiadas de hace años recuerdo a Florence Griffith, que puso de moda las ropas deportivas de colores chillones y diseños originales, así como el maquillaje y los abalorios llamativos, en un intento por parecer atractiva y no renunciar a su feminidad, rompiendo así con la costumbre general de las deportistas de mostrar una imagen sobria, sólo centradas en su trabajo. Al fin y al cabo se trata de un espectáculo y todos quieren dar lo mejor de sí mismos en todos los aspectos. Hoy en día son muchos los que prestan su poderoso físico para el mundo de la publicidad.
La suerte de Florence Griffith años después no fue buena, pues no hace mucho que murió siendo aún joven, dicen que por las secuelas que el doping dejó en su corazón, y de lo que en su momento no se habló.
De todas formas es raro el deportista al que no le quedan lesiones, después de muchos años poniendo al límite esa máquina en absoluto perfecta que es nuestro cuerpo.
La filosofía de unas Olimpiadas y la que deberían tener los deportistas en cada intervención que llevan a cabo es, no tanto superar al contrincante como superarse a sí mismos. El ser humano no quiere reconocer límites a su resistencia física, y yo creo que sí los hay. Los que pretenden rebasarlos usando sustancias artificiales se engañan a sí mismos. Se trata de demostrar y demostrarse la propia valía.
En eso debe consistir la deportividad, el deportista que respeta las reglas, que realiza un juego sano, limpio. Es como si se invistieran de nobleza, de fuerza de espíritu además de fortaleza física. Hoy en día, cuando lo que impera es la competitividad llevada a su máximo extremo, el “lo importante es participar” parece que no tiene mucho eco entre los olímpicos.
Poco tienen que ver las Olimpiadas actuales con las primigenias en Atenas, en las que los atletas participaban desnudos y el premio consistía en una corona de laurel colocada sobre sus cabezas. Decimos ahora de lo duro de los entrenamientos, pero los espartanos en su momento fueron famosos por el excesivo rigor e incluso crueldad con que los llevaban a cabo, y por lo estricto y austero de su vida en general.
Aún recuerdo con horror una maratón de 5 kms. que corrí en el último año del colegio, sin entrenamiento ninguno. Qué mal lo pasé, creí que echaba el corazón por la boca. Sin embargo, en el tercer año del instituto el profesor de gimnasia nos llevaba a hacer footing a un parque cercano y llegué a pasar la hora de clase sin acusar el cansancio, siendo capaz de hablar con el compañero que tuviera al lado y correr al mismo tiempo sin faltarme el aliento.
Al ver a los participantes que son premiados en estas Olimpiadas de Pekín, la emoción del pódium y las medallas, la recompensa final a años de denonado trabajo y sacrificio, me viene a la memoria cuando de niña tenía pegados en la parte interior de las puertas del armario de mi habitación unos cromos adhesivos con momentos culminantes de las olimpiadas. Llena de orgullo y satisfacción la contemplación del éxito ajeno, la belleza de esas ocasiones en las que otras personas dan lo mejor de sí mismas y, echando los restos, logran alcanzar la cima de la gloria. Pareciera que nosotros estamos con ellos, que podemos ser capaces de un triunfo semejante y llegar también a ese éxtasis, al delirio, algo que tiene que acompañar para el resto de la vida como un tesoro de valor incalculable. Es como si sólo por llegar a ese punto hubiera merecido la pena vivir.
Mi más absoluta admiración para los atletas paralímpicos.
Este año, con tanta tecnología visual, parece que eres tú también quien está corriendo cuando las cámaras siguen la trayectoria de las carreras a la misma altura del participante y a su velocidad. No se escapa detalle ninguno: la musculatura de muslos y piernas, la tensión de todo el cuerpo, el sufrimiento de los rostros por el descomunal esfuerzo realizado... Podría decirse que se asemejan a los felinos que en la sabana africana ponen al límite su capacidad para correr a la máxima velocidad y así alcanzar su presa.
Cada deporte desarrolla una parte del cuerpo. Me causa admiración contemplar los físicos fibrosos, sin un solo gramo de grasa.
Muchas atletas, cuando enfocan su cara en los primeros planos, se les puede ver los ojos un poco lacrimosos, por la emoción del momento. Otras muestran tensión y preocupación.
Contrasta en la línea de salida tantas razas diferentes juntas, cada una con sus rasgos físicos característicos.
Me ha llamado la atención una atleta árabe, que llevaba una especie de tela elástica blanca que le cubría cabeza, cuello, hombros y escote, además de vestir unas mallas en lugar del habitual pantalón corto.
He visto a Usain Bolt en la carrera de 200 m. masculina, batiendo el récord mundial. Lo celebraba tumbándose boca arriba en el suelo con los brazos extendidos en señal de victoria. “Este hombre no es de este planeta”, dijo el comentarista de televisión entusiasmado después de celebrarlo con un prolongado grito. Los atletas jamaicanos superan con diferencia al resto de competidores.
Me impresionó la caída de la atleta española en la carrera de obstáculos, cuando no debía quedarle mucho para llegar a la meta. No sé cómo no se partió el cuello. Luego casi no podía levantarse, y cuando lo hizo se tambaleaba y tuvieron que sujetarla, mientras se apreciaba la extenuación en su rostro. Dicen que no es bueno interrumpir bruscamente un esfuerzo físico prolongado.
Magnífica la actuación del atleta chino que ha sido oro en los ejercicios de suelo, siendo plata España con Gervasio Deferr. La destreza, la velocidad con que los ejecutó, hace que parezcan muy sencillos, cuando en realidad requieren un entrenamiento y un dominio del cuerpo que muy pocos logran conseguir.
La resistencia de los corredores de fondo africanos se repite invariablemente en todas las olimpiadas, no tienen rival. Cómo procuran mantener un ritmo constante, reservando sus fuerzas para el sprint final.
Y el esfuerzo descomunal que hay que hacer en el salto de pértiga, cuando con un enorme impulso hay que proyectar todo el cuerpo hacia arriba y quedar cabeza abajo en el aire para volar por encima del obstáculo.
Lo que más me molesta es la manía de los locutores de televisión de entrevistar a los deportistas cuando acaban de realizar una prueba, sudando a chorros como están y casi sin aliento. No les dan tregua, no tienen consideración.
De las olimpiadas de hace años recuerdo a Florence Griffith, que puso de moda las ropas deportivas de colores chillones y diseños originales, así como el maquillaje y los abalorios llamativos, en un intento por parecer atractiva y no renunciar a su feminidad, rompiendo así con la costumbre general de las deportistas de mostrar una imagen sobria, sólo centradas en su trabajo. Al fin y al cabo se trata de un espectáculo y todos quieren dar lo mejor de sí mismos en todos los aspectos. Hoy en día son muchos los que prestan su poderoso físico para el mundo de la publicidad.
La suerte de Florence Griffith años después no fue buena, pues no hace mucho que murió siendo aún joven, dicen que por las secuelas que el doping dejó en su corazón, y de lo que en su momento no se habló.
De todas formas es raro el deportista al que no le quedan lesiones, después de muchos años poniendo al límite esa máquina en absoluto perfecta que es nuestro cuerpo.
La filosofía de unas Olimpiadas y la que deberían tener los deportistas en cada intervención que llevan a cabo es, no tanto superar al contrincante como superarse a sí mismos. El ser humano no quiere reconocer límites a su resistencia física, y yo creo que sí los hay. Los que pretenden rebasarlos usando sustancias artificiales se engañan a sí mismos. Se trata de demostrar y demostrarse la propia valía.
En eso debe consistir la deportividad, el deportista que respeta las reglas, que realiza un juego sano, limpio. Es como si se invistieran de nobleza, de fuerza de espíritu además de fortaleza física. Hoy en día, cuando lo que impera es la competitividad llevada a su máximo extremo, el “lo importante es participar” parece que no tiene mucho eco entre los olímpicos.
Poco tienen que ver las Olimpiadas actuales con las primigenias en Atenas, en las que los atletas participaban desnudos y el premio consistía en una corona de laurel colocada sobre sus cabezas. Decimos ahora de lo duro de los entrenamientos, pero los espartanos en su momento fueron famosos por el excesivo rigor e incluso crueldad con que los llevaban a cabo, y por lo estricto y austero de su vida en general.
Aún recuerdo con horror una maratón de 5 kms. que corrí en el último año del colegio, sin entrenamiento ninguno. Qué mal lo pasé, creí que echaba el corazón por la boca. Sin embargo, en el tercer año del instituto el profesor de gimnasia nos llevaba a hacer footing a un parque cercano y llegué a pasar la hora de clase sin acusar el cansancio, siendo capaz de hablar con el compañero que tuviera al lado y correr al mismo tiempo sin faltarme el aliento.
Al ver a los participantes que son premiados en estas Olimpiadas de Pekín, la emoción del pódium y las medallas, la recompensa final a años de denonado trabajo y sacrificio, me viene a la memoria cuando de niña tenía pegados en la parte interior de las puertas del armario de mi habitación unos cromos adhesivos con momentos culminantes de las olimpiadas. Llena de orgullo y satisfacción la contemplación del éxito ajeno, la belleza de esas ocasiones en las que otras personas dan lo mejor de sí mismas y, echando los restos, logran alcanzar la cima de la gloria. Pareciera que nosotros estamos con ellos, que podemos ser capaces de un triunfo semejante y llegar también a ese éxtasis, al delirio, algo que tiene que acompañar para el resto de la vida como un tesoro de valor incalculable. Es como si sólo por llegar a ese punto hubiera merecido la pena vivir.
Mi más absoluta admiración para los atletas paralímpicos.
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