lunes, 11 de agosto de 2008

Iruña


Iruña es el restaurante al que solía ir con mi familia cada vez que había que celebrar algo, hasta que ahora en verano ha tenido que cerrar por unas obras de rehabilitación en el edificio donde está situado.
Durante los casi 20 años que hace que lo conozco, ha permanecido prácticamente inalterable: la misma decoración en tonos verde claro envejecido, los sillones adosados a las paredes con respaldos altos y telas acolchadas de color vino tinto, un piano en un rincón adornado con un gran centro de flores frescas, la tarima crujiente del suelo, la barra del bar tan larga y elegante a la entrada.... Algún cuadro y muchas fotografías que el dueño se ha ido haciendo con personajes famosos a lo largo de los años y dedicadas por ellos, adornan las paredes aquí y allá. En los servicios siempre un gran jarrón con flores preciosas, y al fondo un reservado al que va a dar también la cocina. Solía haber una música suave de fondo.
El maitre era el encargado de llevar el negocio, y su mujer, cuyas manos para preparar comida Dios tenga siempre en su gloria, era la cocinera.
El restaurante tenía un aire un poco decadente que me encantaba. Podías encontrar en su carta todo tipo de platos, preparados con absoluta exquisitez: las bechameles tan suaves que cubrían los canelones, la carne sabrosísima, la crema de cangrejo deliciosa, los volovanes rellenos de champiñón crujientes y en su punto.... Nosotros solíamos pedir paella, y debía ser la especialidad de la casa porque solía haber un ir y venir de paelleras, que colocaban a parte en una mesita supletoria, desde donde iban sirviendo los platos.
Mis hijos tuvieron predilección durante una época por lo que allí llamaban “plato navarro”, que no era otra cosa que queso y embutidos variados, todos de 1ª calidad. A mi hijo, que nunca quiere comer jamón serrano, sólo consentía comerlo cuando íbamos allí, y por muy bueno que fuera el que yo compraba para casa nunca lo quiso.
Últimamente mi hija tenía verdadera afición por el entrecotte, del que no le importaba repetir. Los helados eran el postre preferido de ellos, y la verdad es que parecían pura crema de leche.
Muchas cosas dejé de probar porque solíamos pedir el menú del día, y era un poco limitado, pero todo lo que allí se degustaba era una celebración para los sentidos.
El maitre tuvo siempre el mismo aspecto a lo largo del mucho tiempo que lo conocí: extremadamente delgado, la cara angulosa, el pelo un rubio ceniza y muy fino peinado un poco anticuadamente con la raya a un lado. Era sumamente serio y ceremonioso, caminaba con la espalda un poco cargada y solía hacer muchas reverencias. Siempre pareció mucho mayor de lo que era. A mí me ponía nerviosa porque le temblaban mucho las manos cuando llegaba o se marchaba con los platos, y parecía que de un momento a otro se le iban a caer con gran estruendo. Trabajaba como el que más, aunque tenía contratados varios camareros. Su frente estaba siempre perlada por unas pequeñas gotitas de sudor, no tanto por el esfuerzo que realizaba como también por lo nervioso que era. Solía hablar poco, siempre enfrascado en su trabajo, pero atendía aquí y allá pequeñas conversaciones de los clientes habituales en las que escuchaba con una leve sonrisa y la mirada baja, y asentía más que hablaba, a modo de confidente. Me parecía a mí que en la antigua corte de algún rey bien podría haber sido un perfecto asesor, un hombre de mucha confianza en el que depositar no sólo los asuntos de Estado sino también asuntos privados. Mi ex marido lo tenía en gran estima, y era una de las pocas personas con las que le gustaba charlar largamente. Cuando al separarnos dejó de verlo, nunca me preguntó al respecto, haciendo gala de una gran discreción.
La última vez que hablé con él, a raíz de una comida a la que nos invitó un compañero de trabajo que celebraba su cumpleaños y que también era asiduo del local, se lamentaba de lo que suponía el cierre del restaurante, no sólo a nivel personal sino para la clientela, un lugar donde se comía y podías asistir a pequeños conciertos de piano por la noche, y donde también había tertulias en las que participaban destacadas personalidades del mundo de la cultura y la política.
Ahora nos afanamos por encontrar otro sitio en el que celebrar nuestras cosas, pero va a ser difícil dar con un restaurante en donde la comida y el ambiente sean tan exquisitos, y los precios tan asequibles. Andamos perdidos sin tener nada lo bastante delicioso que yantar, aunque como se suele decir el Señor proveerá.

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