Es curioso cómo hay cosas en la vida que uno cree perdidas y casi olvidadas, y sin embargo permanecen ahí, un poco ocultas, esperando el momento adecuado para surgir otra vez, cuando las necesitas.
Una de estas cosas es la fe, mi fe dormida, desesperanzada a veces.
Dicen que sólo nos acordamos de Santa Bárbara cuando truena. Es cierto que los católicos somos muy dados a volver a nuestras creencias primigenias cuando las cosas se ponen difíciles, en lugar de tenerlas siempre presente. Supongo que en realidad nunca las terminamos de perder del todo, sino que forman parte de nosotros mismos sin que casi nos demos cuenta, porque están arraigadas en nosotros desde lo más remoto de nuestra infancia, como grabadas a fuego en el corazón y en el cerebro, y ya nunca nos podemos desprender de ellas.
En mi niñez me aburría ir a Misa con mis padres, lo que a su vez me provocaba una sensación de fastidio porque sólo pensarlo suponía yo que constituía en sí mismo un pecado: es un precepto, no algo que uno haga a capricho. Creía que mi fe era muy pobre cuando ni siquiera participaba con gusto de una obligación que me exigía únicamente pasar un rato en un determinado lugar una vez por semana.
La Misa era una rutina más de las muchas que por entonces tenía, aunque quizá sea también que siempre me han molestado las imposiciones, vengan de donde vengan, y más si son repetitivas.
Sin embargo, algunas veces sí conseguía disfrutar de ese momento cuando abría mis oídos y mi alma a la homilía que el padre Ignacio nos decía en nuestra parroquia. Él me administró la Primera Comunión, la confirmación y el matrimonio. Hace poco más de un año que murió ya muy mayor debido a varias dolencias, aunque nunca aparentó los años que tenía ni tampoco una salud precaria. Era un hombre de mucho carácter y firmes convicciones.
Él disfrutaba con el sermón, inteligente y contundente, adaptado al momento que se tratara. Era algo exaltado, tendía a levantar la voz muchas veces, y en una ocasión hasta se le quebró la voz y lloró brevemente a propósito de alguna noticia de actualidad en la que hubiera basado su prédica, y que le provocaba angustia e indignación, rehaciéndose luego a duras penas.
Se lo tomaba todo muy a pecho. Sus intervenciones no solían durar mucho para no alargar demasiado la Misa. El resto de la liturgia transcurría deprisa, pues esa rutina le debía cansar incluso a él mismo, por lo que decía sus frases muy rápido y como si se quedara sin aliento, y casi no esperaba a que su auditorio terminara de contestar cuando ya empezaba con la siguiente frase.
Ahora he retomado la costumbre de ir a Misa, ya que cuando están mis hijos no quieren venir conmigo porque dicen que se aburren, no he conseguido desgraciadamente inculcarles un poco de fe, una mínimas creencias. A Miguel Ángel le parece absurda la liturgia, el repetir siempre lo mismo, y el conjunto de símbolos y ritos que la acompañan. No se da cuenta que la vida está llena de rituales, y que precisamente los sagrados son los que contribuyen a dar otra dimensión a nuestra existencia. Ana sin embargo sí tiene algún sentimiento religioso, y guarda en su habitación alguna estampa, medallita o figura de la Virgen de la Antigüa, la patrona del pueblo de su padre, y que le dio su abuela paterna cuando vivía. Aunque en su caso se trate seguramente de un talismán, objetos que procuran protección contra males y demonios latentes e imprevisibles.
Mucha gente, sobre todo las personas mayores, basa sus creencias y la práctica de nuestra religión en imágenes y reliquias. No es muy distinto de las confesiones politeístas, que fundamentaban el culto a muchos dioses usando elementos de la Naturaleza como representaciones palpables de sus deidades.
Pero nada más lejos de la verdadera fe, según creo yo: las creencias religiosas van con frecuencia aparejadas a lo iconoclasta, pero no son inherentes a ellas. Sería pura idolatría, o fetichismo.
Últimamente acudo a una iglesia que, para estar tan cerca de donde vivo, casi no he visitado nunca. Es antigua y pequeña, aunque tiene elementos que la hacen parecer moderna, como el hecho de que en lugar de altar haya una gran mesa cubierta con un precioso mantel blanco de hilo, y varios cirios encendidos, que conmemoran el lugar en el que Jesús celebró la Última Cena, y que el sacerdote se acerca a besar antes de comenzar la Misa. Parece un hombre que habla con sensatez y mucha tranquilidad, y la repetición de las frases que acompañan a la liturgia, lejos de producirme tedio como antaño, me reconfortan. Será como en las religiones budistas, que consiguen alcanzar la esencia del verdadero yo y la paz anímica recitando una y otra vez los mantras. Los cantos que entonan con voces muy bonitas las mujeres mayores son un placer para el oído y el espíritu.
La Misa tiene para mí ahora un nuevo significado, visto con los ojos de alguien que ya ha vivido unos años y que ha acumulado experiencias lo bastante negativas a veces como para necesitar un lugar donde hallar sosiego y si cabe un poco de redención. Dios sabe lo mucho que me he alejado de Él en los últimos años, aunque nunca le perdí de vista, ni Él a mí tampoco. Sabe también que las cosas que pude hacer en el pasado que no fueron buenas no las hice con mala intención, sino sólo buscando ser feliz y sentirme viva. Yo no podía aguantar una vida vacía, triste y sin sentido como la que llevaba. No me siento como el cordero que está dispuesto para el sacrificio, no soy como Él.
Nuestra religión nos impide a los católicos dar solución a problemas graves que suceden en la vida, sus sacramentos, una vez que se toman, son demoledores, aplastantes, no permiten rectificar para emprender un nuevo camino. Cuántos infiernos innecesarios, para qué.
Ponía Eduardo Mendoza en boca de un ciudadano romano en el último libro que ha publicado, una visión muy curiosa y humorística de los cristianos que no tiene desperdicio: “Cada vez que la suerte les es contraria, o sea siempre, los judíos aducen que es Yahvé el que les ha castigado, bien por su impiedad, bien por haber infringido las leyes que él les dio. Estas leyes, en su origen, eran pocas y consuetudinarias [....]. En la actualidad el cuerpo jurídico constituye un galimatías tan inextricable y minucioso que es imposible no incurrir en falta continuamente. Debido a esto, los judíos andan siempre arrepintiéndose por lo que han hecho y por lo que harán, sin que esta actitud los haga menos irreflexivos a la hora de actuar, ni más honrados, ni menos contradictorios que el resto de los mortales”.
Yo quiero seguir formando parte de la comunidad cristiana, pese a las circunstancias, lo necesito, es parte de mí, siempre lo ha sido. No deseo verme nunca excluída. Me hace muy feliz saber que esto puede ser así.
Mi fe no es inconmovible ni ciega, pero ahí está.
Señor, con una palabra tuya bastará para sanarme. Acéptame como soy, Tú ya sabías cómo era yo antes que yo misma.
Una palabra tuya.
Una de estas cosas es la fe, mi fe dormida, desesperanzada a veces.
Dicen que sólo nos acordamos de Santa Bárbara cuando truena. Es cierto que los católicos somos muy dados a volver a nuestras creencias primigenias cuando las cosas se ponen difíciles, en lugar de tenerlas siempre presente. Supongo que en realidad nunca las terminamos de perder del todo, sino que forman parte de nosotros mismos sin que casi nos demos cuenta, porque están arraigadas en nosotros desde lo más remoto de nuestra infancia, como grabadas a fuego en el corazón y en el cerebro, y ya nunca nos podemos desprender de ellas.
En mi niñez me aburría ir a Misa con mis padres, lo que a su vez me provocaba una sensación de fastidio porque sólo pensarlo suponía yo que constituía en sí mismo un pecado: es un precepto, no algo que uno haga a capricho. Creía que mi fe era muy pobre cuando ni siquiera participaba con gusto de una obligación que me exigía únicamente pasar un rato en un determinado lugar una vez por semana.
La Misa era una rutina más de las muchas que por entonces tenía, aunque quizá sea también que siempre me han molestado las imposiciones, vengan de donde vengan, y más si son repetitivas.
Sin embargo, algunas veces sí conseguía disfrutar de ese momento cuando abría mis oídos y mi alma a la homilía que el padre Ignacio nos decía en nuestra parroquia. Él me administró la Primera Comunión, la confirmación y el matrimonio. Hace poco más de un año que murió ya muy mayor debido a varias dolencias, aunque nunca aparentó los años que tenía ni tampoco una salud precaria. Era un hombre de mucho carácter y firmes convicciones.
Él disfrutaba con el sermón, inteligente y contundente, adaptado al momento que se tratara. Era algo exaltado, tendía a levantar la voz muchas veces, y en una ocasión hasta se le quebró la voz y lloró brevemente a propósito de alguna noticia de actualidad en la que hubiera basado su prédica, y que le provocaba angustia e indignación, rehaciéndose luego a duras penas.
Se lo tomaba todo muy a pecho. Sus intervenciones no solían durar mucho para no alargar demasiado la Misa. El resto de la liturgia transcurría deprisa, pues esa rutina le debía cansar incluso a él mismo, por lo que decía sus frases muy rápido y como si se quedara sin aliento, y casi no esperaba a que su auditorio terminara de contestar cuando ya empezaba con la siguiente frase.
Ahora he retomado la costumbre de ir a Misa, ya que cuando están mis hijos no quieren venir conmigo porque dicen que se aburren, no he conseguido desgraciadamente inculcarles un poco de fe, una mínimas creencias. A Miguel Ángel le parece absurda la liturgia, el repetir siempre lo mismo, y el conjunto de símbolos y ritos que la acompañan. No se da cuenta que la vida está llena de rituales, y que precisamente los sagrados son los que contribuyen a dar otra dimensión a nuestra existencia. Ana sin embargo sí tiene algún sentimiento religioso, y guarda en su habitación alguna estampa, medallita o figura de la Virgen de la Antigüa, la patrona del pueblo de su padre, y que le dio su abuela paterna cuando vivía. Aunque en su caso se trate seguramente de un talismán, objetos que procuran protección contra males y demonios latentes e imprevisibles.
Mucha gente, sobre todo las personas mayores, basa sus creencias y la práctica de nuestra religión en imágenes y reliquias. No es muy distinto de las confesiones politeístas, que fundamentaban el culto a muchos dioses usando elementos de la Naturaleza como representaciones palpables de sus deidades.
Pero nada más lejos de la verdadera fe, según creo yo: las creencias religiosas van con frecuencia aparejadas a lo iconoclasta, pero no son inherentes a ellas. Sería pura idolatría, o fetichismo.
Últimamente acudo a una iglesia que, para estar tan cerca de donde vivo, casi no he visitado nunca. Es antigua y pequeña, aunque tiene elementos que la hacen parecer moderna, como el hecho de que en lugar de altar haya una gran mesa cubierta con un precioso mantel blanco de hilo, y varios cirios encendidos, que conmemoran el lugar en el que Jesús celebró la Última Cena, y que el sacerdote se acerca a besar antes de comenzar la Misa. Parece un hombre que habla con sensatez y mucha tranquilidad, y la repetición de las frases que acompañan a la liturgia, lejos de producirme tedio como antaño, me reconfortan. Será como en las religiones budistas, que consiguen alcanzar la esencia del verdadero yo y la paz anímica recitando una y otra vez los mantras. Los cantos que entonan con voces muy bonitas las mujeres mayores son un placer para el oído y el espíritu.
La Misa tiene para mí ahora un nuevo significado, visto con los ojos de alguien que ya ha vivido unos años y que ha acumulado experiencias lo bastante negativas a veces como para necesitar un lugar donde hallar sosiego y si cabe un poco de redención. Dios sabe lo mucho que me he alejado de Él en los últimos años, aunque nunca le perdí de vista, ni Él a mí tampoco. Sabe también que las cosas que pude hacer en el pasado que no fueron buenas no las hice con mala intención, sino sólo buscando ser feliz y sentirme viva. Yo no podía aguantar una vida vacía, triste y sin sentido como la que llevaba. No me siento como el cordero que está dispuesto para el sacrificio, no soy como Él.
Nuestra religión nos impide a los católicos dar solución a problemas graves que suceden en la vida, sus sacramentos, una vez que se toman, son demoledores, aplastantes, no permiten rectificar para emprender un nuevo camino. Cuántos infiernos innecesarios, para qué.
Ponía Eduardo Mendoza en boca de un ciudadano romano en el último libro que ha publicado, una visión muy curiosa y humorística de los cristianos que no tiene desperdicio: “Cada vez que la suerte les es contraria, o sea siempre, los judíos aducen que es Yahvé el que les ha castigado, bien por su impiedad, bien por haber infringido las leyes que él les dio. Estas leyes, en su origen, eran pocas y consuetudinarias [....]. En la actualidad el cuerpo jurídico constituye un galimatías tan inextricable y minucioso que es imposible no incurrir en falta continuamente. Debido a esto, los judíos andan siempre arrepintiéndose por lo que han hecho y por lo que harán, sin que esta actitud los haga menos irreflexivos a la hora de actuar, ni más honrados, ni menos contradictorios que el resto de los mortales”.
Yo quiero seguir formando parte de la comunidad cristiana, pese a las circunstancias, lo necesito, es parte de mí, siempre lo ha sido. No deseo verme nunca excluída. Me hace muy feliz saber que esto puede ser así.
Mi fe no es inconmovible ni ciega, pero ahí está.
Señor, con una palabra tuya bastará para sanarme. Acéptame como soy, Tú ya sabías cómo era yo antes que yo misma.
Una palabra tuya.
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