viernes, 8 de agosto de 2008

Patch Adams


Patch Adams sintió que el mundo de la Medicina podría ser su mundo cuando, a raíz de ser ingresado en un centro psiquiátrico con una profunda depresión y un intento de suicidio, descubre que su propia mejoría como paciente se debe a la ayuda que él empieza a prestarle a los demás enfermos, que pese a su aparente locura le transmiten en ocasiones una forma de ver la vida muy particular y no exenta de autenticidad. “Si miras fijamente a un punto verás que no tarda en desenfocarse la imagen. A veces no es lo que ves sino cómo lo ves”, le dijo uno de ellos.
A su compañero de habitación le ayudó a superar alguna de sus crisis cuando, presa del pánico, se atrincheraba detrás de su cama diciendo que un montón de bichos habían aparecido y se acercaban a él para hacerle daño. Patch simuló una batalla en la que los dos disparaban bazokas y metralletas e iban acabando uno a uno con todos los intrusos, momento que aprovechó el compañero para salir corriendo al servicio, que era en realidad lo único que quería hacer.
Ya en la facultad se distinguió del resto por su locuacidad, su forma distinta de ver las cosas y su peculiar sentido del humor. Se saltaba todas las normas: a los alumnos no se les permitía ver pacientes hasta el tercer curso, pero él desde el primer año se colaba en los grupos de ese nivel que iban con el médico y escuchaba todo lo que decían, intentando comprender la forma de curar de la Medicina convencional.
Pronto convirtió el hospital en su campo de experimentación personal: a cualquier hora se presentaba allí con alguna de sus disparatadas ideas que hicieran sorprender a los enfermos. A veces se oían risas en mitad de la noche procedentes de alguna de las habitaciones. En una ocasión se metió en la sala de niños con cáncer y se disfrazó de payaso colocándose en la nariz una perita de las usadas como lavativa. Luego se puso en los pies unas cuñas como si fueran grandes zapatos y en la cabeza un orinal. Los niños, atónitos al principio, comenzaron a reirse por los gestos y las ocurrencias que tenía, hasta que al cabo de un rato entró una enfermera a poner orden y tuvo que marcharse, pero a los niños les había cambiado el semblante, y ya siempre le esperaban para poder disfrutar de su humorística locura.
Otro caso que se le planteó fue el de una señora mayor que se negaba a comer. El compañero de habitación de Patch, un aventajado estudiante que se oponía a sus métodos, terminó por recurrir a él desesperado viendo que ningún medicamento había solucionado el problema de aquella mujer. Patch le preguntó qué era lo que siempre había deseado y nunca había podido conseguir. Ella le dijo que a veces soñaba que se bañaba en una inmensa cazuela de arroz con leche, un postre que le solía preparar su madre cuando era niña y que le entusiasmaba. Al día siguiente cogió en brazos a la paciente, la sacó fuera del hospital y se metió con ella en una inmensa cazuela de arroz con leche que había hecho montar sobre el césped, para sorpresa y regocijo general. A partir de entonces ella comenzó a comer.
Con un enfermo terminal que aterrorizaba con sus gritos al personal sanitario y echaba de su habitación a todo el que quisiera entrar, incluido al propio Patch la 1ª vez que le vió, empleó un sentido del humor sarcástico que le hizo conectar con él, venciendo su hostilidad y su amargura, y haciéndole más agradable sus últimos meses de vida.
Uno de los médicos con los que hacía las prácticas en el hospital siguió su ejemplo empezando a llamar a los pacientes por su nombre, en lugar de referirse a ellos sólo por el nº de su cama o de su habitación.
En el hospital los enfermos mejoraron su calidad de vida, se quejaban menos y tomaban menos medicinas. Patch solía decir que cuando se divierten, los enfermos dejan de pensar en el dolor, ni siquiera lo sienten. “Al tratarlos a ellos”, afirmaba, “por primera vez en mi vida olvidé mis propios problemas”.

El director del hospital, que era también el decano de la facultad, le perseguía con sus normas y todo su afán era expulsarlo. No comprendía cómo un alumno que aparentemente apenas dedicaba tiempo al estudio era sin embargo el que tenía el expediente académico más brillante de su clase. Por este motivo tuvo que encargarle la preparación de una visita que un grupo de eminentes ginecólogos iba a hacer al hospital. No se le ocurrió otra cosa que hacer colocar unas gigantescas piernas de mujer abiertas a los lados de la entrada principal, y un cartel en medio que decía: “Bienvenidos ginecólogos a vuestra cervix”. Cuando llegaron los recibió en la puerta, que asemejaba una vagina, y les dijo: “Acérquense señores. Tengan cuidado que por aquí está algo resbaladizo. Si hace calor ahí fuera, dentro ya verán....”. Cuando el director, encolerizado, le llamó a su despacho le dijo: “Admiro sus esfuerzos creativos para que los ginecólogos se sientan como en su casa, pero se trataba de reconocidos profesionales y se han sentido ridiculizados”.
Patch fue sometido a juicio por un tribunal médico, en el cual él mismo se hizo cargo de su defensa. “No pueden impedir que estudie, no pueden impedir que aprenda, aunque no me den el título. Sentid reverencia por esa gloriosa máquina que es el ser humano, no se trata sólo de sacar buenas notas. No permitid que os anestesien”, dijo dirigiéndose a los estudiantes. En medio del clamor de toda la sala, en la que se agolpaban pacientes, compañeros de carrera y personal sanitario, y que no cesaban de apoyarle, el tribunal deseó “que con su comportamiento anárquico esa llama que tiene se propague entre el resto de la profesión médica como un incendio en el bosque”.
Muchas fueron las innovaciones que Patch Adams introdujo en la Medicina moderna en relación al trato con los enfermos: tener en cuenta a la persona antes que a su dolencia, escucharlos, distraerlos, cultivar la amistad, la humanidad, compartir la risa y el llanto, combatir las enfermedades con amor y con humor, no temer a la muerte pues forma parte de la vida, no consiste en retrasarla sino de mejorar las condiciones del paciente, y tratar a los moribundos con humanidad, dignidad y decencia. La peor enfermedad es la indiferencia. Él pensaba que todo ser humano tiene un impacto en su relación con otro ser humano. Quería que no hubiera jerarquías en la relación entre los médicos y el resto del personal sanitario, sólo colaboración. Deseaba crear un hospital diferente, con formas asimétricas, con laberintos, pasadizos, zonas de juego, con una fachada que tuviera una gigantesca nariz de payaso, erradicar la idea de que los hospitales son lugares en los que te puedes curar pero pasando por un calvario de sufrimiento y de muerte.
Antes de terminar sus estudios, habilitó una gran casa para que vivieran los enfermos y poder tratarlos en un ambiente alejado de la frialdad y la asepsia de un hospital. Estaba en medio de un paraje incomparable, una gran pradera verde rodeada de montañas, con un gran jardín en el que organizaba barbacoas.
Pese a los esfuerzos del decano de la facultad, que incluso había llegado a anotar en el expediente de Patch que tenía una “excesiva felicidad”, consiguió graduarse, y a la ceremonia acudió vestido sólo con la toga, a la que le había hecho un corte por atrás para ir enseñando el trasero.
Patch Adams abrió una consulta a la que acudieron al menos quince mil personas sin cobrarles nada durante doce años. Tiene una lista de espera de más de mil médicos que desean abandonar sus centros de trabajo para unirse a su causa.
“Por tu bien procura pasar desapercibido”, solía decirle uno de sus mejores amigos en la facultad. No pudo ser, era superior a sus fuerzas.
Patch se trata sin duda de la clase de persona que hace que el mundo sea un lugar mejor donde vivir.

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