miércoles, 6 de agosto de 2008

Pequeño saltamontes


Ahora que estoy viendo la serie aquella de “Kung-Fu”, qué buenos recuerdos me trae de cuando la pasaron por televisión por primera vez siendo yo una niña.
La imagen de un hombre con rasgos medios orientales, caminando sin descanso, subiendo y bajando por las dunas del desierto, atravesando bosques, descalzo, con su sempiterno sombrero, una zamarra, un zurrón y una manta enrollada colgados en bandolera, comiendo raíces cuando no hay otra cosa, el modelo de senderista ejemplar al que algunos aspiramos. Un monje Shaolin medio blanco, medio chino, entrenado en las artes marciales y en la sabiduría milenaria de la cultura oriental.
Lo que más popular hizo aquella serie, además de sus escenas de kung-fu, era la constante regresión al pasado que hace el protagonista, pues con cada nuevo acontecimiento que le sucede, inevitablemente su memoria le trae imágenes de cuando llegó siendo un niño al templo, y de todas las cosas que allí vió y escuchó hasta que siendo ya un hombre lo abandonó para buscar su propio camino.
Cuántas preguntas hacía el “pequeño saltamontes”, como le llamaba uno de sus maestros, y cuántas siguió haciendo cuando fue adolescente y luego siendo ya un hombre. Parecía querer tener todas las respuestas y así sentirse más seguro y aliviar todas sus zozobras, lo que queremos todos por lo general. Es muy ejemplarizante ver con qué respeto se tratan maestro y alumno, la consideración a las personas mayores que hoy en día parece tan olvidada, porque aportan una experiencia y una sabiduría acumulada a lo largo de toda una vida.
La acción transcurre en unas tierras inhóspitas en las que impera la ley del que primero dispara y luego pregunta (cosa que, por cierto, los americanos llevan haciendo toda la vida), y donde sobresale la codicia por la fiebre del oro, que convierte aquel territorio en pasto del más acérrimo capitalismo (algo que también los americanos llevan poniendo en práctica desde siempre).
El protagonista va por esos caminos defendiendo la justicia y el bien, empleando la fuerza sólo cuando es absolutamente necesario, es decir, constantemente. Y mientras es víctima de todo tipo de tropelías y su vida puesta en peligro en innumerables ocasiones, aunque él sale con elegancia de las situaciones más difíciles, siempre conciliador, pacificador de personas y animales. Contrasta la delicadeza de sus maneras y su sensibilidad al hablar con el poder físico y mental que demuestra cuando tiene que defenderse. Las escenas de lucha, tomadas a cámara lenta, ponen al descubierto la capacidad de los chinos para controlar su cuerpo, sacando a relucir una fuerza enorme utilizando una gran concentración y el menor esfuerzo físico posible. Los movimientos de kung-fu bien podrían ser la versión oriental de la caporeia, tan de moda hoy en día.
Es curioso cuando extrae de su bolsa un saquito de cuero del que saca siempre unos polvos rojizos que lo mismo esparce en la bebida como por encima de las muchas tumbas que tiene que cavar a lo largo de su accidentado periplo.
En su viaje siempre se encuentra con compatriotas chinos, y es que la emigración oriental no es cosa de ahora, sino que viene produciéndose desde hace más de un siglo, y la xenofobia desde tiempo inmemorial. Los blancos quedamos a su lado como necios, sucios, salvajes, viciosos y borrachos, con pocas excepciones. Por no hablar de los indios.
A veces dan ganas de darle dos tortas por el estoicismo que exhibe ante ciertas injusticias. Pero siempre terminan tocándole las narices más de la cuenta y teniendo que luchar, que es lo que todos estábamos deseando.
Al final se repite la misma obviedad que tan poco tiene que ver con el mundo real: los malos reciben su merecido y los buenos su recompensa.
Muchas enseñanzas se extraen de sus recuerdos y sus palabras: lo poco que se necesita, por ejemplo, para ser feliz, pues un mundo interior rico es fuente inagotable de satisfacciones, y que en las cosas más sencillas se pueden hallar los más grandes placeres. Es bien cierto que es más dichoso no el que más tiene sino el que menos necesita. O también que escuchar es aprender, escuchar a todo el mundo porque aunque a veces no lo parezca todo el mundo tiene algo nuevo que aportar.
Todos querríamos vencer los obstáculos que nos surgen en la vida haciendo sólo uso de la fuerza de nuestro espíritu, si bien unas cuantas clases de kung-fu no vendrían mal para estar a la altura de las circunstancias. Es evidente que sólo desarrollamos una pequeña parte de las capacidades que tenemos: la destreza de poder caminar sin ser oído, poder escuchar los sonidos de la Naturaleza con los ojos cerrados y aún así distinguirlos.
Comprensión de las debilidades humanas, meditación, búsqueda del propio yo, encontrar dentro de nosotros mismos todas las riquezas que tenemos, muchas de las cuales ni siquiera conocemos, riquezas que no tienen comparación con las de orden material, que son superficiales y efímeras.
Es curioso el temor que despierta, ya que para ser un hombre tan bueno y pacífico no deja de repartir leña a diestro y siniestro.
Sin embargo la humildad y sencillez que muestra en todo momento es gratificante, y más hoy en día que vivimos en un mundo de creciente artificialidad.
De todas las cosas que se escuchan en esta historia, la más significativa para mí es la que se refiere a la inocencia, en cuanto representa de todo lo que podemos llegar a perder a lo largo de la vida la única que no se recupera ya nunca, y que el amor a la verdad es un firme valor que fundamenta a todos los demás.
Porque si por pequeño saltamontes se puede entender todos los que están aprendiendo y se encuentran aún indefensos ante las cosas de la vida, entonces todos no dejaremos de ser siempre un poco pequeños saltamontes.

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