viernes, 29 de agosto de 2008

Valmont


Siempre me llamó la atención el vizconde de Valmont, el protagonista de “Las amistades peligrosas”, hace ya un montón de años, cuando estrenaron la película.
Un hombre de la alta sociedad en la Francia del s. XVIII que no tiene otra cosa que hacer para ocupar su tiempo que conquistar a todas las mujeres que se le ponen por delante, a veces varias a la vez, y hacer apuestas con una amiga a ver si es capaz de llevarse a la cama a tal o cual fémina en particular, cuanto más difícil pudiera parecer el reto más interés ponían en el juego.
Todas caían en sus redes, manejaba a la perfección las técnicas de la seducción, y disfrutaba con ello. Ninguna se le resistía, y a todas terminaba abandonando en cuanto se cansaba de ellas, lo cual no tardaba en suceder, dejándolas maltrechas y vacías.
Pero la apuesta que más emoción causó al vizconde de Valmont y a su extraña amiga fue la que se refirió a madame de Tourvel. Valmont estaba acostumbrado a conquistar a todo tipo de mujeres: solteras, casadas, viudas, su situación no importaba. Ninguna se comportó de forma muy diferente, pensaba que ya no había misterios para él en cuanto al alma femenina. Hasta que conoció a madame de Tourvel.
Pronto se dio cuenta de que no era como el resto de las mujeres con las que había tratado: su ingenuidad, su inocencia, su fragilidad y su temor despertaron aún más su ya exacerbado apetito sexual. Procuraba encontrarse a solas con ella, se dejaba caer por los lugares donde sabía que ella paseaba, hizo todo lo posible para hacerse imprescindible en su vida, para meterse en su cabeza y en su corazón y que ya no pudiera dejar de pensar en él y le necesitase. La seducía con delicadeza e insistencia, regalándole palabras que la halagaban, seductoras y tiernas. La hizo creer que la felicidad de él sólo podía ser cierta si ella accedía a sus deseos.
No entraba en los cálculos del vizconde de Valmont el hecho de que durante todo aquel proceso una parte de él, desconocida hasta entonces, afloraría para no desaparecer ya más: la ternura, la compasión, el amor con toda su fuerza porque era la primera vez que se enamoraba. Pero no se podía permitir el lujo de llevar algo así dentro de él.
Cuando consumó su unión con ella, ya estaba perdido sin remedio, porque nunca antes había experimentado algo así, y cuando la amiga con la que hacía sus macabras apuestas se dio cuenta y se rió de él, decidió llegar hasta el final, abandonándola como había hecho con las otras.
Durante todo ese tiempo, y mientras no estaba con ella, siguió acostándose con otras mujeres. Yo me preguntaba hace años cuando ví la película por primera vez, cómo era posible sentir un amor aparentemente tan grande por una mujer y sin embargo tener relaciones carnales con otras a la vez. Pensaba que en realidad era porque no la quería, porque se había montado su historia mental y él mismo se la creía, pero que en realidad sería siempre un egoísta que sólo buscaba satisfacer sus caprichos, sin importarle los sentimientos de los demás. ¿Cómo se podía amar a una mujer y acostarse con otras?. ¿Cómo es posible querer a alguien y disfrutar haciéndolo sufrir?. Y lo más sorprendente de todo: ¿cómo podía corresponderle ella tratándola así?, ¿cómo era capaz de amarlo de aquella manera tan limpia y pura, con una ternura y un deseo tan profundos?.
Con el tiempo he sabido que todas estas cosas son posibles. Hay hombres que se complacen atormentando a las mujeres, y a su vez se atormentan ellos mismos al hacerlo. El vizconde de Valmont improvisaba las torturas sobre la marcha, la hacía creer a ella que le había visitado en mal momento porque estaba esperando a otra mujer. Y cuando ella se desesperaba y lloraba sin consuelo, se apiadaba y se arrepentía, conmovido, como si sólo hubiera querido apretar las tuercas lo justo para que no reventaran, y entonces le descubría el engaño como si sólo se hubiera tratado de una broma. Una broma de mal gusto, desde luego.
Cuando después de abandonarla ella enfermó, a él no le importó dejarse matar en un duelo en el que tuvo que batirse debido a una de las muchas felonías que había cometido mientras vivió. Y cuando le contaron a ella, postrada en la cama, lo que había sucedido y las últimas palabras de amor que pronunció dedicadas a ella, dijo que ya era suficiente, y también se dejó morir.
Podría pensarse que este tipo de relación, más que de amor, se tratase más bien de una enfermedad. Y sin embargo, qué paradójico puede llegar a ser el corazón humano, que pudiendo ser felices nos mueve a comportarnos a veces de forma tortuosa y extraña, y a no conseguir así realizarnos plenamente. Cuántas lágrimas innecesarias, cuánto sufrimiento que no tenía por qué haber sido tal.
El vizconde de Valmont resultó ser finalmente un hombre extremo, capaz de odiar y de amar intensamente, sin término medio. Parecía un auténtico misógino, aunque quizá sólo tratase de crearse una coraza que le impidiera sentir más de la cuenta. Tomarse el amor como un simple juego siempre es mucho más divertido que dejarse invadir por él y encontrarse quizá desvalido, indefenso. Es mejor hacer daño antes de que se lo puedan hacer a él. Usaba a las mujeres, no las trataba como a seres humanos: a cada una le asignaba una función, cada una le servía para una cosa.
A mí antes este personaje me producía cierta fascinación. Ahora me parece un ser inquietante y sombrío. Qué pretendería demostrar a los demás y a sí mismo. A cierta clase de personas que tienen grandes complejos les da por creer que son dueños de las situaciones usando el mal, porque la consideran un arma poderosa y piensan que son más fuertes así, cuando es todo lo contrario. Al final sólo consiguen dar una imagen patética y ridícula de sí mismos. Se montan una mentira tras otras, y toda su vida se basa en ficciones, no hay nada auténtico en ellos.
Es evidente que una persona con una mente sana es capaz de dar y recibir amor de forma fluida y natural. Lo demás son perversiones.
Pienso que pasar por una experiencia como ésta no necesariamente tiene que acabar en tragedia, pero sí resulta complicado sobrevivir a ella sin que se le quiten a uno bastante las ganas de seguir existiendo.
Porque ahora sé que vizcondes de Valmont hay muchos, pero hombres de verdad muy pocos.

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