domingo, 9 de agosto de 2009

Madrid me mata



Madrid es una ciudad que, en ocasiones, no acoge muy hospitalariamente ni siquiera a los que la habitamos y regresamos a ella después de unas vacaciones.
Y así fue que cuando me encontraba en un taxi con mi hija en mitad de la Glorieta de Atocha, parada en un semáforo, recién salida de la estación de tren, de noche, con el maletero lleno de equipaje y ganas de llegar a casa, apareció por nuestra derecha una muchedumbre de ciclistas y patinadores que venían de Recoletos, sin vigilancia policial y cortando el tráfico allí por donde pasaban.
El taxista creyó que cuando se cerrara el semáforo de donde venían pararían y podríamos continuar nuestro camino. Craso error: la estampida de búfalos era ya imparable, gente joven con vestimentas hippies, rastas y todo ese rollo underground que se suelen gastar.
Parecían pacíficos, pese al trastorno que estaban causando, pero no era así. Una chica, muy mal encarada, se puso delante del taxi, y mientras el conductor protestaba se le fue un poco el freno, y ella comenzó a gritar como una loca que la había atropellado, cuando casi ni la rozó. Por la pinta y su forma de comportarse me recordó a una de esas terroristas cuya imagen aparece de vez en cuando en algún cartel de se busca. A sus voces acudieron otros manifestantes que rodearon el taxi. Empezaron a dar golpes por todos lados y a increparle, mientras uno, que debía estar más drogado que los demás y que por su edad debería haber estado más bien en una manifestación de carrozas desheredados de la vida y no allí, metió el brazo por la ventanilla del copiloto, justo frente a mí que iba detrás, y le quiso echar mano al pobre taxista, que se zafó como pudo, arrancándole un colgante que llevaba al cuello.
Luego empezaron a zarandear el taxi. Me acordé de otra manifestación, hace muchos años, que también me dejó atrapada en aquel mismo lugar solo que encima de un puente alto que cruzaba antes Atocha. En aquella ocasión los que protestaban eran mensajeros en sus motos, pero eran igualmente violentos.
Yo, cuando dejé de mirarlos a ellos, pendiente de todas las caras que nos rodeaban y que venían de todas partes, miré a mi hija, que se estaba comiendo las uñas y tenía ojos temerosos. Lo de las uñas es algo que en realidad hace con demasiada frecuencia. La tranquilicé, y ella me dijo: “Cierra tu ventanilla mamá”. Yo no tenía miedo, sólo me estaba empezando a cabrear, no ya tanto por los malos modos que gastaba aquella gentuza como porque el taxímetro seguía corriendo. Le contesté a la pobre que no la iba a cerrar, que hacía mucho calor como para andar cerrando ventanillas.
Abrieron la puerta del lado del taxista y la del copiloto, detrás del cual me sentaba. La mía también. La de mi hija fue la única que no tocaron, en un resto no sé si de humanidad o de sentido común que debieron tener.
“¿No veis que llevo clientes?”, les decía el taxista. A esa gente, que lo único que quería era camorra, les importaba bien poco que aquel hombre se estuviera ganando la vida. Con los puñetazos y patadas le abollaron la carrocería por el lado del copiloto, y uno se le medio subió con la bicicleta por encima del capó. “¡Que se bajen los clientes!”, dijeron. Yo no estaba dispuesta a quedarme en medio de una carretera por la que venían coches de todas las direcciones y sin ninguna acera próxima, con mi hija y con las maletas. No hice ni caso, seguí callada y expectante, a ver lo que pasaba.
El taxista dejó de quejarse y defenderse, porque vio que aquella multitud de descerebrados no hacía caso de nada y estaban deseando que la más mínima cosa les diera motivos para descargar sus frustraciones. Las masas son capaces de las mayores insensateces, hacen cosas que no se les ocurriría a los que las integran si no estuvieran en grupo. La Sociología es una carrera que siempre me quedé con ganas de estudiar porque siempre me ha interesado mucho el comportamiento de las masas precisamente. Me lo tomé como una experiencia, como vivir un experimento sociológico en mis propias carnes. Cuando se juega un partido al lado de mi casa ocurre algo parecido, por lo que estoy más o menos acostumbrada.
Mientras nos ocurría esto, tuve tiempo de mirar a otros ciclistas que se había subido a la fuente que hay en la glorieta y estaban haciendo piruetas con la bici. Por la pinta que tenían parecían más bien haber salido de algún gueto o incluso de la cárcel.
“Queremos un carril bicicleta”, nos dijeron antes de irse, cuando ya se habían cansado de jugar con nosotros. No sabía que para pedir semejante cosa hubiera que pegar o matar. Hay uno en mi barrio, que es bastante largo, y apenas lo transita nadie. En otros países de Europa sí que los utilizan.
El taxista, un chico joven, iba preocupado porque creía que le habían machacado los faros, pero yo no había oído ruido de cristales rotos y, efectivamente, cuando llegamos a nuestro destino y se bajó para mirar, vio que seguían en su sitio.
“Madrid nos da la bienvenida a nuestro regreso, como has podido ver Ana”, le dije a mi hija. Y como viene siendo habitual en nuestra capital, de forma chusca y de mala manera. Es algo que termina hartando a cualquiera.
Y es que parece el Bronx últimamente, más que una ciudad avanzada y cosmopolita. Accidentada vuelta al hogar, dulce hogar.
Madrid me mata.

2 comentarios:

Perséfone dijo...

Vergonzoso.

La verdad es que no sé si yo hubera sido capaz de actuar con tanta tranquilidad como lo hiciste tú.

Hay que ver lo tontos que nos volvemos cuando actuamos en rebaño, bajo la fuerza que nos da el anonimato.

Un saludo.

pilarrubio dijo...

Yo no tuve miedo porque soy una inconsciente, mi hija es más sesuda que yo. Gracias Perséfone

 
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