Hace poco veía un reportaje muy interesante sobre James Dean en el que se contaban cosas poco conocidas de su vida, sus comienzos como actor, sus aficiones, sus amigos… Le recordamos sobre todo por las tres únicas películas que nos dejó tras su temprana muerte, pero había participado en bastantes series de televisión y en unas cuantas obras teatrales, de manera que cuando pudo protagonizar su primer film para la gran pantalla tenía la experiencia suficiente para ofrecernos un estilo interpretativo muy personal, inconfundible, que abordaba abiertamente temas tabúes para la época, y que caló de forma inmediata entre el público.
Hoy en día seguramente se diría que sobreactuaba y que tenía muchos tics, pero en su momento causó sensación por muchos motivos, y sin duda habría evolucionado en el tiempo si hubiera podido vivir más.
Entre sus aficiones desconocía que hiciera ballet clásico y que le gustara la fotografía y escribir poesía. Algunos de sus mejores amigos eran fotógrafos, y él fue un magnífico modelo, la cámara lo quería, no sólo la cinematográfica. Sabía posar muy bien, un encanto especial emanaba de su persona, tenía un estilo desenfadado y viril en su look, un gusto extraordinario para la ropa y los complementos (a nadie le quedaban las gafas como a él, gran miope).
Lo que más me sorprendió era que le gustaran los toros. Pasaba horas ensayando con un capote, por puro gusto. Le debía impresionar el espectáculo, la relación de fuerza y valor, la postura del torero.
Era un hombre dulce, tierno y muy afectuoso, con una gran habilidad para hacer amigos. Con ellos solía reunirse en un café cerca de su casa y lo compartía todo.
Ya sabía de su frustrada relación con Pier Angeli, pero a él se le veía muy independiente. Le gustaba vivir solo y dedicarse a sus muchas aficiones en sus ratos de ocio. Era un espíritu libre.
En el reportaje aparece junto a un niño rubito de unos 10 años que era primo suyo y al que visitaba siempre que podía, pues tenía una relación muy estrecha y especial con él.
Se recrea el momento en que tuvo el accidente que le costó la vida. Era un experto conductor, había participado en varias carreras y en alguna había salido vencedor. Disfrutaba mucho con su deportivo, que era muy bonito por cierto. Disfrutaba mucho con su vida en general, en realidad. Estaba en la plenitud de su existencia, un futuro prometedor se abría ante él. Pero su experiencia no fue suficiente para poder esquivar al coche que, pegando un volantazo, le abordó de frente a gran velocidad y se le echó encima.
La voz del narrador decía al final, y es cierto, que él, que en el fondo había sido siempre un chico solitario, nunca hubiera pensado que se convertiría en un icono cultural imperecedero, modelo que han imitado los hombres de generaciones posteriores, imagen adorada por millones de mujeres por su belleza.
Hubo en aquellos años, los 50-60, unos cuantos artistas que se trascendieron a sí mismos de una forma que ni ellos mismos hubieran sospechado. Con sus éxitos, con sus zozobras, con su insoportable levedad del ser. Quizá eran tan arrolladores que no pudieron evitar su rápida ascensión y desaparición, incapaces de parar el tren de su vida que, con frenética velocidad, termina descarrilando.
Pero mientras estuvieron con nosotros nos proporcionaron un gran placer, un gozo abismal casi, y un gran dolor con su desaparición. Aunque James Dean ya había muerto cuando yo nací, forma parte de mi bagaje cultural lo mismo que si hubiéramos sido coetáneos. Quién sabe la de cosas de las que habría sido capaz si no nos hubiera dejado tan pronto.
Nunca terminamos de conocer a nuestros mitos, por muchos años que pasen.
2 comentarios:
Qué entrada más sensible sobre James Dean, ¡felicitaciones! Me ha encantado leerla
Me alegra mucho que te haya gustado, y espero que te interesen también las demás cosas que escribo. ¡Gracias!.
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