lunes, 14 de noviembre de 2011

En la encrucijada


Leía un artículo de Carmen Posadas que habla sobre esas situaciones por las que a veces pasamos en la vida que nos ponen en el disparadero, y la verdad es que me ha dado mucho qué pensar.

En él se decía que, cuando hay que tomar decisiones importantes, de esas que pueden cambiar el rumbo que tome tu futuro, la mayoría de la gente se decantaba por hacerle caso a la cabeza o al corazón, y unos pocos, los más capaces quizá, a ambos a la vez. Pero a ella le dijo una vez un novio que tuvo hace mucho tiempo algo que se le quedó grabado en la memoria: tienes que saber, cuando elijas el camino que sea, si va a ser posible que vivas con ello el resto de tu existencia.

La escritora afirmaba que esto es sólo posible, no usando el cerebro o el corazón, sino el estómago, esa víscera que no es tan fashion como las otras dos pero que es determinante en determinadas circunstancias. Por eso se dan situaciones aparentemente contradictorias, como estar muy enamorado de alguien y sin embargo decidir no seguir adelante con ese amor porque es imposible, o todo lo contrario, haber dejado de querer a tu cónyuge y de todas formas continuar con tu matrimonio aunque parezca que ya no tiene sentido.

Hay razones poderosas que ni nuestro intelecto ni nuestras emociones son capaces de procesar, y que tiran de nosotros de una forma aparentemente inexplicable, contra toda lógica. Es como una voz interior o un instinto que nos avisa sin que apenas lo percibamos, y que se termina imponiendo a nuestra circunstancia del momento.

Es en el terreno del amor donde se dan las mayores encrucijadas. A mí me resulta imposible emprender una relación en la que no haya un sentimiento compartido a partes iguales y una mutua confianza. Cuando uno u otro vacila y nunca se termina de decidir si tirarnos o no a la piscina, se produce una situación intolerable en la que ambos sufrimos sin llegar a ninguna parte. El conflicto entre la cabeza y el corazón genera una tensión emocional insostenible, pues la mayoría de las veces no se ponen de acuerdo. Y es entonces, como decía Carmen Posadas, cuando entre en juego el estómago, pues las cosas no sólo hay que pensarlas o sentirlas, sino sobre todo digerirlas.

Si hay algo que no puedo soportar es ver sufrir a alguien por algo que no termina de definirse, porque seguramente no tiene que ser. Ese sufrimiento del otro es capaz de acabar conmigo y, como el instinto de supervivencia sigue estando ahí a pesar de todo, siempre opto por la finalización del conflicto y por batirme en retirada. No quiero ser motivo de sufrimiento para nadie, antes al contrario, sólo de felicidad. Y por supuesto, tampoco quiero sufrir yo. Hay batallas que están perdidas incluso antes de que tengan lugar. Y después de todo hay que vivir. Al final, si no pensamos en nosotros mismos quién lo va a hacer. Como me dijo un tío hace años, a este mundo, aunque a veces pueda parecer lo contrario, hemos venido a pasarlo bien.

Dolor al tomar ciertas decisiones, y pesar ante las posibilidades que ya nunca van a verse realizadas. Porque tener estómago no significa no tener escrúpulos. Sigues sintiendo y pensando lo mismo que sentías y pensabas, pero la decisión está tomada. La vida está hecha así, de momentos que nos parecen maravillosos y otros que nos resultan miserables. La realidad es una, pero la percepción que de ella tengamos admite infinitas posibilidades, y así la forma como nos tomemos las cosas depende de nuestra forma de ser y del estado de ánimo que tengamos en cada ocasión.

Y aquí llegamos a la serenidad que, como decía Carmen Posadas en su artículo, no es tan llamativa como la felicidad pero es mucho menos efímera y mucho más consistente.

Quizá no deberíamos demorarnos tanto en tomar ciertas decisiones. Lo hacemos cuando las situaciones nos sobrepasan, cuando ya no podemos más, y a veces es como una olla a presión que estalla estrepitosamente. No hace falta llegar a esos extremos, habría que ser capaz de dirigirnos en una u otra dirección cuando aún la cabeza está fría y el corazón no demasiado palpitante. Pero no, cuando ya sentimos que nos vamos hundiendo cada vez más en el frío, oscuro y profundo océano, que nos estamos ahogando, de repente empezamos a dar brazadas desesperadas para llegar lo antes posible a la superficie y poder respirar.
Y sí, volvemos a respirar, una vez más.

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