domingo, 20 de noviembre de 2011

Rafael


Se murió hace dos días Rafael, el padre de mi cuñado Ángel. A todos nos cogió un poco por sorpresa, porque aunque había estado muy malito tras su 2ª intervención, parecía que ya se encontraba mejor. Fue la mejoría de la muerte, como se suele decir.

Estuvimos acompañando a su viuda en el tanatorio, que está cerca de mi casa. Por ahí pasaremos todos, si seguimos viviendo en el barrio y alrededores para entonces. Yo había ido antes en un par de ocasiones. Lo construyeron hace unos pocos años, junto a un parque al que iba de niña, y la verdad es que está montado a todo trapo: grandes salones de paredes azules y techos de escayola blanca, cortinas y tapizado de las sillas a juego, una mesa redonda cerca de la ventana y confortables sillones al fondo junto a una mesa baja y otra de rincón con lámpara, cuadros elegantes y un tapiz. El personal de mantenimiento se ocupaba de que no faltaran termos con leche caliente, café o agua para las infusiones, además de agua mineral y bocadillos cuando ya empezó a hacerse de noche. Unas pastas metidas en su cajita estaban sobre la mesa baja.

Angelita estaba destrozada. Hundida en uno de los sillones, ella que es tan blanca y tan rubia, su piel había enrojecido con el sofocón, y tenía una dolorosa opresión en el pecho. Cuando llegué con mi hermana, se abrazó a ella llorando desesperada. Todos lloramos con ella. Rafael era un hombre bueno, jovial y dulce, un buen esposo y padre, un abuelo abnegado cuando sus nietos eran pequeños, pues a pesar de sus muchos achaques los llevaba y traía del colegio y hasta daba de comer si era preciso. Todos los días hacía el largo recorrido que hay desde su casa a la de los niños para cuidar de ellos. Allí estaban en el velatorio, hechos un hombre y una mujer. Son un poco mayores que mis hijos. Sé que le hubiera gustado ver a los nietos de su hijo más pequeño, mi cuñado Ángel, pero no ha podido ser. Más adelante es posible que los vea, desde allá donde se encuentre.

Se sucedieron los parientes y amigos, y algunos compañeros de trabajo de mi cuñado. Todos accedían a la sala contigua para ver a Rafael, que yacía en su féretro tras una cristalera. Ni su viuda, ni una hermana ni yo pudimos verlo. No tengo resistencia emocional para semejante cosa, es algo superior a mí. Sé que si veo a una persona querida de esa manera ya no voy a poder quitarme esa imagen de la cabeza nunca más, y se sobrepondría a las que tengo de cuando estaba vivo. Admiro a las personas que pueden hacerlo, tienen una entereza de la que yo carezco por completo. Quizá en el mundo occidental nos tomamos la idea de la muerte de una forma muy trágica, muy tremenda. En otros lugares se organiza hasta una fiesta cada vez que hay un difunto, se come, se bebe, suena la música. La muerte no se considera un hecho luctuoso, sino un tránsito a una vida mejor, a la que tarde o temprano pasaremos todos, donde todos nos volveremos a encontrar de nuevo. La falta de esa certeza es seguramente el origen de tanto dolor como sentimos en esta parte del mundo, porque si lo consideramos una despedida, una separación definitiva, entonces todo se nos viene encima.

Mi cuñado Ángel iba de un lado a otro atendiendo a los que llegaban, yendo a ver a su padre de vez en cuando, intentando asimilar su muerte. En un momento dado, con los ojos húmedos, se agachó tierno y solícito junto a su madre, que parecía estar un poco más tranquila, y juntaron sus cabezas mientras mantenían una breve conversación. Ángel, que quería profundamente a su padre y con el que guardaba un gran parecido en todos los sentidos, aguantó a duras penas las lágrimas todo el tiempo, mostrando una presencia de ánimo que ya quisiéramos muchos para nosotros. Rafael tenía 79 años, que hoy en día no es edad para dejar este mundo, pero las cosas vienen dadas a veces como nunca hubiéramos pensado, y si lo único que hacía era ya sufrir, la naturaleza es sabia y ha dejado de funcionar cuando más conveniente era.

Rafael y Angelita iban a hacer 52 años de casados el próximo mes. No logro imaginar cómo se puede soportar la ausencia de alguien a quien has querido mucho, con el que tantas cosas has compartido y que te ha acompañado durante prácticamente toda tu vida.  Debe ser como si te amputaran una parte de tu cuerpo y además a lo vivo, sin anestesia. Todo fue tan rápido en el caso de Rafael que a su viuda e hijos no les ha dado tiempo a hacerse a la idea. Ha sido un shock para todos.

Ayer, en La Almudena, en un día gris y lluvioso como hoy, hubo unas breves oraciones antes de la incineración. Había estado allí hace unos pocos años, cuando falleció una tía mía. Siempre me ha parecido muy teatral y muy patético eso de ver el féretro desapareciendo tras unas cortinillas que se cierran al final. Es como cuando se cierra el telón y se acaba la función. El adios definitivo. No se encuentra el momento de marcharse de allí, de alejarse del ser querido. Qué solos se quedan los muertos, que decía Bécquer, aunque en realidad ellos ya no se enteran de nada. Los que sí se quedan solos son los que aún están vivos y ya no pueden estar más con él.

Recuerdo a Rafael y a su mujer tan contentos el día que se casaron mi hermana y Ángel. Aquel verano junto al mar, en una terraza al aire libre celebrando el banquete, compartimos todos un acontecimiento precioso e irrepetible. No tuve ocasión de tratarlo mucho, cuánto me hubiera gustado que fuera de otra manera, pero de todas las veces que le vi voy a tener presente aquella imagen en la que, sentados en la mesa de los novios, junto con mis padres, Rafael y Angelita disfrutaron de un momento mágico que ya se ha quedado grabado en mi memoria para siempre.

 

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