Viendo las noticias del telediario estas vacaciones, me sorprendió una que contaba el robo a una óptica en una céntrica calle de Madrid, usando la técnica del alunizaje, por dos veces seguidas. Un encargado de la tienda manifestaba desolado que daba igual la protección que se pusiera en la tienda para impedirlo, pues sabía que en otros sitios habían puesto bolardos delante del escaparate, y habían hecho el alunizaje con camiones en lugar de con coches. La herramienta empleada iba en proporción al nivel de seguridad que existiera. La brutalidad no tenía fin.
La vigilancia policial por las calles no debía ser mucha tampoco, aunque si pusieran toda la que hace falta parecería seguramente que vivimos en estado de sitio.
Hace unos días me quitaron el monedero en el autobús. Un señor bajito y bien vestido no dejaba de arrimarse de forma exagerada, aprovechando que íbamos hasta los topes, y pensé lo de siempre: que quería pasar un buen rato, que me quería robar, o ambas cosas a la vez. Toqué mi bolso y noté que la cremallera seguía en su sitio. No fue hasta mucho después cuando me di cuenta del hecho. Por suerte aún no había sacado dinero del cajero y sólo se llevó unos céntimos. Me asombré de la capacidad de estos individuos para apropiarse de lo ajeno y encima dejarlo todo como si no hubiera pasado nada. Lo de volver a cerrar la cremallera es un detalle que nunca olvidaré.
Vivir en una ciudad como Madrid hace que casi todo el mundo tenga un largo historial de hurtos. La 1ª vez que yo recuerde fue cuando unas gitanas en la Gran Vía aprovecharon un descuido de unos segundos, en que levanté la mano con la que sujetaba el bolso y me quité el pelo que me molestaba en la cara, para sacarme el monedero, y aunque las seguí hasta una bocacalle para reclamar que me devolvieran por lo menos el DNI, se lo fueron pasando unas a otras disimuladamente y escondiéndoselo bajo esos faldones que llevan, haciendo caso omiso de mis súplicas. Una incluso se agachó cerca del bordillo de la acera simulando hacer sus necesidades para escondérselo mejor. Sólo una de ellas, la más joven, pareció apiadarse por un momento de mí. Las otras, maleadas por los años y los malos hábitos, permanecían indiferentes.
En otra ocasión un niño gitano en la Puerta del Sol me estaba metiendo la mano en el bolso cuando me quedé mirándolo y él, sorprendido y un poco asustado porque no sabía lo que iba a hacer, desistió del empeño. A estas pobres criaturas les enseñan a ser delincuentes desde bien pequeños.
Una vez dos chicos jóvenes me dieron un tirón desde su coche estando yo esperando en una parada de autobús de mi barrio. Como la correa cedió enseguida, se quedó medio colgando de mi hombro y no se salieron con la suya. Aunque no iban a mucha velocidad, me hicieron tambalear.
Hace unos pocos años fue un hombre enorme con una gabardina y un sombrero (la versión gigante del inspector Gadget), el que se me acercó durante una cabalgata de Reyes en la calle Mayor, estando con mis hijos. Menos mal que tenía un metrobus guardado en otra parte porque si no habríamos tenido que volver a casa andando.
La penúltima vez fue el año pasado una semana antes de Navidad. Subía con mi hija por una calle de mi barrio que no suele estar muy transitada ni iluminada cuando cae la tarde en invierno. Yo llevaba un bolsito de Berska, que son de chichinabo. Se acercó por atrás un chico muy joven, apartó un poco a mi hija y me dio el tirón. Salió corriendo calle abajo como una exhalación, cruzando a la otra acera y perdiéndose por una bocacalle. Iba encogido, con la cabeza metida entre los hombros, como si estuviera acostumbrado a que le dieran de palos. Ocurrió todo muy deprisa y no pude verle la cara, pero sí me pareció muy moreno, con el pelo y la piel oscura, no muy alto, un chiquillo. Debía ser extranjero. En esta ocasión se lo llevó todo: las llaves de casa, el móvil, la tarjeta de crédito, el DNI, el abono transportes, unas gafas muy caras que me acababa de hacer y dinero poco, unos 10 €. Menos mal que mi familia vive al lado y me dieron la copia de mis llaves que ellos tenían, porque sino no podría ni haber entrado en mi casa.
Luego poner la denuncia en comisaría, que nunca había tenido que hacerlo antes. No sé si sería casualidad pero todos los agentes que había allí eran andaluces. Comentaban con una compañera policía, mientras tecleaban mi declaración en una máquina del año pum, que estaba habiendo muchos robos de espejos retrovisores y antenas de coche por los alrededores. Cada vez se pone de moda robar una cosa diferente, por ridícula que pueda parecer. La comisaría tenía unas oficinas destartaladas, lo único un poco fashion era la sala de espera, una especie de pecera circular con mullidos asientos iluminada por halógenos.
Todo el mundo me decía que siempre se recuperaba algo tras la denuncia, pero yo ya sabía que eso no es así. Mi hija y yo estuvimos inspeccionando la calle por la que huyó el ladrón y no vimos nada tirado por el suelo ni sobre los coches, papeleras o contenedores.
Curiosamente lo que más me dolió fue que se llevaran el móvil, porque era un modelo muy coqueto que ya no se fabrica, y tenía fotos de mis hijos y tres grabaciones que Miguel Ángel se hizo a sí mismo cuando tenía 12 años y que eran muy divertidas, durante una Navidad en casa, simulando que estaba en una guerra. Hacía con la boca sonidos de bombas, ametralladoras, aviones en vuelo rasante y voces de soldados en situación apurada, todo con su voz de niño de entonces. Parecía de verdad, siempre se le ha dado muy bien imitar todo tipo de sonidos. Tenía mucha imaginación. Aunque sé que mi familia tiene copia en sus móviles porque de vez en cuando las sacan a relucir, para fastidio de Miguel Ángel.
Madrid es una selva. Hay que andar con mil ojos y desconfiar tanto de las aglomeraciones como de los desiertos. Antes había ciertas zonas que tenían mala fama. Ahora ya no se libra ninguna. Con que cuidado, que el que menos te esperes puede ser un ladrón.
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