Me vienen conmovedores y cada vez más frecuentes correos relacionados con la mendicidad y, junto con la inevitable compasión que despiertan sus historias, siento al mismo tiempo una cierta repulsión. Es verdad que va en aumento el número de seres humanos que pasan necesidad y que los momentos que nos están tocando vivir son difíciles, pero se percibe un trasfondo de enorme injusticia en todo esto de la pobreza. Injusto es el desigual reparto de la riqueza, injusta la impunidad con la que cometen sus delitos los poderosos para acaparar bienes y hacerse con una fortuna personal, injusto es que no todo el mundo pueda tener acceso a una instrucción, a un adiestramiento en ciertos aspectos de la vida con el que posiblemente no se llegaría a esa pobreza. Y es que la pobreza mental suele venir asociada a la material.
Cuando entras en una cafetería a tomarte un simple café todo tipo de seres en situación precaria aprovechan que te has detenido, siquiera momentáneamente, para caer sobre ti como águilas al acecho: alcohólicos violentos, drogadictos medio zombis, africanos que te quieren vender sí o sí algún objeto exótico, gitanas rumanas. A ninguno le doy nada, no sólo porque no me sobra precisamente el dinero sino porque los que tienen adicciones gastarán lo que se les de en el mismo mal que los aqueja, y los emigrantes deberían saber ya a qué países ir si quieren ganarse el sustento. España me parece que no es el más adecuado últimamente.
Pero fue el caso de una gitana rumana que se me acercó hace poco el que más me conturbó. Embarazada de al menos 8 meses, esquivó las mesas de las emigrantes sudamericanas y se vino directamente hacia mí. Tras mucho insistir sin yo contestarle nada (qué violenta me sentí), me preguntó si le daría comida. Le dije que sí. Y como estábamos en un Pans and Company, allí me vi comprándole un bocadillo. Casi 5 euros de bocata. Mientras pedía sacó un papel de los que dan en las urgencias de los hospitales y me dijo que tenía una niña de 3 años enferma y que no tenía Seguridad Social para poder pedir recetas. La miré y pensé “¿Para qué tienes hijos?. Y encima otro que viene en camino. No creo que un preservativo valga mucho más que esa ropa que llevas puesta”. Pero no se lo dije, como tampoco le dije que hasta yo necesito recetas si quiero comprarle medicinas a mis hijos. ¿Cómo le voy a dar a ella lo que ni yo misma puedo permitirme?.
Como no iba a contarle mi vida para que comprendiera ni para justificarme, hice de tripas corazón y musité una breve despedida mientras le preparaban el bocadillo, que parecía importarle poco. La dejé, ella sumida en su desesperación, y yo en la desolación.
Por eso hablo de una instrucción adecuada en el adiestramiento sobre ciertos aspectos de la vida para evitar llegar a extremos así. Control de natalidad, cuidado de los niños, adaptación al lugar donde estés. La gitana rumana bien podría quitarse el pañuelo de la cabeza y los faldones largos para tener un aspecto más acorde con lo que se lleva aquí y así conseguir un trabajo. Trabajo hay, aunque no sea el que uno deseara: siempre hace falta gente para limpiar escaleras o fregar váteres. Lo que haga falta para no tener que depender de la caridad ajena y vivir en la miseria. No se trata de darles dinero o comida, que son soluciones provisionales a un problema enorme, sino un medio de subsistencia.
No veo a los que vienen de China mendigando por las calles. Cuál es su secreto. No esperan a que los demás les den un empleo, ellos mismos montan sus negocios y trabajan más que nadie. Ya sé que cuando emigran lo hacen sobre seguro, usando los contactos que ciertas organizaciones formadas por gente de su país les proporcionan, llamémosles mafias o lo que sea, pero por lo menos no tienen que estar luego mendigando.
Como decía un amigo, vienen de un lugar pobre a otro que se está empobreciendo. Y los que ya somos pobres tenemos que empobrecernos más aún si ejercemos la caridad como desearíamos con ellos. Y siento un gran vacío al pensar que todo esto pueda ser posible en un mundo civilizado y en un siglo como el nuestro.
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