miércoles, 22 de febrero de 2012

Pretty woman


Vivian es una chica fácil, según sus propias palabras, que se ríe a carcajadas con los programas de humor de la televisión mientras toma las fresas y un champán carísimo que Edward, su improvisado “benefactor” le ha ofrecido en la habitación del hotel.

“Lo hago todo menos besar en la boca”. En su mano aparecen de repente un montón de condones de todos los colores. El más llamativo es uno grande, redondo y dorado, la estrella del condón según ella.

En realidad, una chica que esconde su hilo dental, despertando las sospechas de Edward, que cree que son drogas, no puede ser mala.

Al día siguiente ella luce suelta su larga, rizada y pelirroja melena, libre de la peluca rubio platino con la que pretende parecer más atractiva. Se quita sus larguísimas botas acharoladas bajando poco a poco la cremallera. Vivian tiene las piernas más interminables que nadie haya visto nunca.

Cuando Edward le propone pasar juntos una semana entera, ella se sumerge feliz en la bañera llena de espuma. “Es un pervertido?. ¿Es feo?. ¿Pues dónde está el fallo?”, le pregunta su amiga y compañera de piso cuando hablan por teléfono.

“Oiga, tengo pasta larga para gastar”, le dice a las dependientas de la tienda de lujo en la que ha entrado a comprarse ropa con el dinero que le ha dado Edward. De vuelta al hotel, saca un montón de billetes arrugados del bolsillo de su chaqueta cuando le explica a Barnie, el director, que no le han querido vender ropa. “Te mando una cliente muy especial”, le dice a la encargada de la boutique del hotel. Brigette, que la trata con simpatía, sabe enseguida cuál es su talla con sólo mirarla.

Esa noche Edward va a llevarla a una cena de trabajo. Tenedor de pescado, de ensalada, de carne. Barnie le enseña, a petición suya, el protocolo de una mesa. “Una joven fascinante la señorita Vivian”, le dice Barnie a Edward cuando éste llega al hotel después del trabajo.

Ya en la cena, Vivian parece un poco desconcertada. “¿Dónde está la ensalada?”. “La ensalada se sirve al final de la cena”, le dice Edward. “Pues es el único tenedor que conocía". Cada vez que sirven un plato se fija en cómo lo empiezan a comer los demás. El comensal más mayor se lo indica. Edward está complacido por este gesto. Pero el otro comensal, nieto del 1º, está enojado: Edward se dedica a comprar empresas con problemas económicos para revenderlas a un precio mayor, y eso es lo que pretende hacer con la suya.

“Pasemos toda la noche viendo viejas películas, los dos plantados frente a la tele”, le dice Vivian ya de nuevo en la habitación. Pero él prefiere bajar al bar a relajarse tocando un poco el piano. Ella baja también al cabo de un rato, pero lo hace en ropa interior con un albornoz encima. Él le pide a los camareros que están recogiendo que les dejen solos.

“Fueron malas conmigo”, le dice a Edward al día siguiente cuando le cuenta que no quisieron atenderla en Rodeo Drive al ir a comprar ropa. “Vamos a gastar una cantidad indecente de dinero”, le dice Edward al dependiente de la 1ª tienda de lujo en la que entran. “Quiero que nos hagan la pelota… A mí no, a ella”. “Estuve ayer aquí y no quiso atenderme. ¿Trabaja a comisión verdad?. Pues metió la pata hasta el fondo, no sabe cómo”, le dice Vivian a la vendedora de la tienda en la que no quisieron atenderla. Cuando él vuelve del trabajo, ella le recibe con una corbata que le ha comprado como único atuendo.

Esa noche Edward se pone confidencial y le habla de la mala relación que tenía con su padre. “La empresa de mi padre es la 3ª empresa que compré. La vendí por partes”.

“¿Son estos tus amigos?. Pues no me extraña que vinieras a buscarme”, le dice Vivian en el hipódromo. El abogado de Edward se pone desagradable con ella aprovechando un momento en que él no está cerca. Cuando regresan al hotel ella está muy enfadada. “Quiero mi dinero y quiero irme de aquí”, le dice a él. Pero ella no coge el dinero. La sigue hasta el ascensor. “Lo siento, he sido estúpido y cruel. No estaba preparado para contestar preguntas sobre nosotros”. “Me has hecho daño. No vuelvas a hacerlo”, le dice Vivian.

“La gente te rebaja tanto que acabas creyéndoles”, le dice a Edward esa noche, cuando le habla de cómo empezó a ejercer la prostitución.

Todos los empleados del hotel se quedan admirados cuando la ven pasar con un espectacular vestido rojo de noche en compañía de Edward. Van a coger un avión privado para ir a la ópera. Ya en el palco, ella no sabe cómo usar los anteojos. No comprende lo que dicen los cantantes, pero sí el sentimiento que transmiten. Vivian llora en silencio. “¿Le ha gustado la ópera querida?”, le pregunta una señora mayor del palco vecino cuando termina la representación. “Por poco me meo de gusto en las bragas”, le dice a su estupefacta interlocutora.

Mientras él duerme ella le besa en los labios, contradiciendo sus propias normas. Él se despierta sorprendido y la corresponde. “Te quiero”, le dice después, pero él no contesta.

“Oh no, conozco esa mirada llorosa en tu cara. Te has enamorado de él. ¿Le has besado en la boca?”, le dice su amiga, sorprendida y enfadada, cuando la va a visitar al hotel.

“Me encuentro en un terreno desconocido. Quiero ayudar”, le dice Edward al dueño de la empresa que pretendía desmantelar, cuando se quedan a solas. En lugar de eso, se asocia con él. Pero esto enfurece a su abogado, que va al hotel para discutir con Edward y, al no encontrarlo, descarga su furia en Vivian, golpeándola, después de que ella se niegue a mantener relaciones sexuales con él. Edward aparece en el momento justo y le golpea a su vez.

Llega el momento de las despedidas. Ella creía que él iba a ser, pese a todo, su valiente caballero de brillante armadura, aquel que la rescataría de la torre en la que está encerrada como la princesa del cuento. “Mi especialidad son las relaciones imposibles. Cuando necesites algo, hilo dental, lo que sea, llámame”, le dice a Vivian.

Barnie, el director del hotel le besa la mano al marcharse. “Que siga tan guay”, le dice ella.

Vivian hace el equipaje para ir a San Francisco a buscar trabajo y terminar sus estudios. Le regala alguno de sus objetos más preciados a su compañera de piso y amiga, que lo recibe llorosa y emocionada.

“Debe resultar difícil separarse de algo tan bello”, le dice Barnie a Edward con doble sentido cuando éste le da el collar que ella lució en la ópera, para que lo devuelva a la joyería, pues sólo era un préstamo. Barnie se toma la libertad de indicarle que el chófer que lo llevará al aeropuerto es el mismo que condujo a Vivian a su casa. 

A pesar de que Edward sufre de vértigo, sube por las escaleras de incendios de la casa donde Vivian vive tras llamar su atención desde la calle. Lleva un ramo de rosas en la mano y la va a rescatar de la torre donde vive, porque el cuento, por una vez, se ha hecho realidad.


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