martes, 14 de febrero de 2012

Un lejano amor


Me hace mucha gracia la ilusión con que Anita le compraba su regalo de San Valentín a su enamorado. A pesar de esa imagen rebelde que cultiva, algo que parece casi obligado cuando se es adolescente, en el fondo de su ser atesora un corazón enorme capaz de albergar los más tiernos sentimientos.

Miguel Ángel tiene también un corazón enorme, es apasionado y muy sentimental, pero su suerte en el amor es azarosa. Artemisa le atormenta, manipuladora, le hace creer que le interesa para luego desdeñarle, haciéndole llorar. Ella tiene la actitud de los que no se gustan o no se quieren a sí mismos, de los que no se valoran lo suficiente y creen que nunca van a estar a la altura de los demás. Mejor hacer daño antes de que me hagan daño. Sus tormentos en las terapias del Hospital a donde va con Miguel Ángel confirman su atribulada existencia. Él, que nunca hasta ahora había conocido el amor, se siente incapaz de reaccionar, anestesiado por un sentimiento nuevo que lo inunda, y se convierte en un juguete en manos de ella.

Ayer me acosté pensando que hoy era el Día de los Enamorados, así, con mayúsculas. Algo que en realidad debería celebrarse todos los días. Pensé que era algo muy romántico y absolutamente comercial, como tantos otros días conmemorativos que nos hemos inventado para estar siempre festejando algo. En fin, pensé que era una fruslería. Pero esta madrugada me desperté sobresaltada ahogada en un sollozo, y un torrente de lágrimas mojó mi almohada, algo que no me pasaba desde hacía mucho. Otra vez el llanto en la noche apenas sofocado para no molestar a los niños. Qué sino el mío más horroroso.

Me asusté de mí misma, pues no había tenido ninguna pesadilla. Cómo me había podido dormir con una idea que apenas flotaba en mi subconsciente y que ahora provocaba este efecto devastador. La ausencia del amor pasional, esa dicha que siempre me ha faltado, se abría paso hacia mi consciente con una fuerza destructora, como la lava de un volcán en plena erupción. Y en seguida volvió a mi mente la misma imagen de siempre, la de aquel primer amor adolescente, el único referente de mi vida, que ahora es un amigo más de Facebook en cuya foto se le puede ver convertido en sacerdote, y además espléndidamente ubicado en el lugar más encumbrado del mundo en el que puede verse un hombre con esa vocación.

Él siempre fue una persona muy especial, lo tenía todo, y sigue siendo igual a juzgar por las cosas que sobre él leo en Internet y por la forma como contestó a la carta que le mandé en su día saludándolo, después de tantos años. Encantador. A mí siempre me ha parecido que no es de este mundo. Ese amor platónico que sentimos ambos ha trascendido mis días, aunque ha llegado al momento actual como un raro y precioso insecto cristalizado en una gota de ámbar, perfectamente conservado pero muerto.

Y a veces creo que no he hecho otra cosa el resto de mi vida que buscarlo en otros hombres que he conocido después. Es la mala suerte de haber experimentado el amor por vez 1ª en alguien tan sublime, porque luego nadie está a la altura. Tan sólo en alguna ocasión he creído ver su dulce perfección en otro, pero en vano.

Con frecuencia me descubro atisbando a los hombres en el autobús o en el metro, esperando ver en ellos la forma como él me miraba y me sonreía, y siempre me encuentro con los mismos ojos, a veces curiosos, a veces bovinos, de tíos que parece que sólo están buscando una hembra a quien montar. Cuántos estarán casados o con pareja estable, aburridos de ellas. Qué asco me dan. En otros se percibe soledad, mucha soledad. Cuánta soledad hay en el mundo, no sabía que hubiera tanta. Están solos no porque no tengan a nadie sino porque no sienten ya amor. Los hay que no tienen pareja y creen que están perdiendo el tren de la vida, y sólo te quieren para engancharse a ese último vagón con el que poder llevar una existencia convencional, tener hijos. Que alguno pueda pensar que a mi edad puedo pasar por eso otra vez es lamentable, hace tiempo me abandonó la resistencia, física y psíquica.

No quisiera que me pasara lo que a mi abuela Pilar. Ella se quedó viuda joven con 3 hijos y jamás rehízo su vida con nadie. El amor que le había dado mi abuelo sirvió para llenar sus vacíos el resto de su existencia, y además solía decir que ningún hombre estaba a la altura de él. Pero estoy segura que debió sentir mucha soledad en muchas ocasiones.

A ella, como a mí, no le era fácil enamorarse, y no le valía cualquiera. Cuántos hay que se conforman con lo 1º que pasa, como hice yo en mi juventud, tan inexperta como era. De qué me sirve esta forma de ser mía, tan sentimental, apasionada y romántica. Querría no necesitar el amor de un hombre, querría no volver a recordar aquel lejano amor.

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