miércoles, 26 de septiembre de 2012

Tambor


Trajo mi hijo a casa antes de las vacaciones un pequeño conejito que había encontrado en uno de sus paseos campestres cerca de la finca que tiene uno de sus tíos. Me llamó por teléfono primero antes para ver si estaba de acuerdo, y yo le dije que no, pensando en que una cría debía estar con su madre y en que nunca había cuidado de ningún animal y no iba a saber cómo hacerlo.

Miguel Ángel hizo caso omiso de mi negativa, tal ha sido siempre su deseo de que tengamos alguna mascota. Llegó con una jaula enorme en la que el conejito parecía muy pequeño y perdido. Tambor, fue el nombre que le puso mi hija enseguida, recordando al personaje de Bambi. Algo contrariada por la nueva responsabilidad, decidí sanear un poco la jaula, limpiando bien el suelo, lleno de cartones sucios y alfalfa. Mi hijo me dijo que de eso se alimentaba, para mi sorpresa, pues siempre había creído que era el sustento del ganado.

La jaula, ya limpia, fue a parar a un rincón de la librería del salón. Al principio el animalito se escondía en un lado procurando pasar desapercibido, tanto era el miedo que tenía. Miguel Ángel quería jugar todo el rato con él, y lo sacaba para cogerlo en sus manos. El conejito se refugiaba en los huecos de sus brazos, se apretaba contra su cuerpo buscando calor y refugio y, cuando cogía más confianza, se aventuraba a pasearse por la cama de mi hijo, en la que él estaba medio tendido, hasta llegar a los bordes, donde miraba al abismo sin atreverse a dar el salto. Su pelo era gris claro y blanca su barriguita.

En Ana encontraba una mayor tranquilidad, pues era ponerlo en el hueco de sus manos y quedarse dormido. Recuerdo en una ocasión, tras un breve sueño, en que despertó y se estiró igual que lo hacía el Tambor de la película de Walt Disney, y luego se rascó con una de las patas traseras tal y como lo hacía también el personaje de dibujos animados. Me sorprendió hasta qué punto el dibujante había percibido la vida y el movimiento de estos animales, cuando yo creía que esos gestos eran de su invención para darle más dulzura y viveza a su creación. La verdad es que el recién llegado terminó de cautivar mi corazón al hacer eso.

Por la noche, metido en su jaula, permaneció silencioso y quieto hasta que clareó, en que empezó a agitarse dando golpes en las rejas: quería que lo sacaran de allí. Yo sufría oyéndolo, al pensar que es una crueldad tener allí un animal que hasta entonces había vivido con los suyos en completa libertad.

Como estaba lleno de unos minúsculos parásitos, pulgas me imagino, entre mi hija y yo decidimos bañarlo el 2º día, muy a su pesar, porque se debatía entre las manos de Ana mientras yo le aplicaba el jabón y le aclaraba con agua. Después le sequé con cuidado. Parecía el pobre una rata despeluchada. Uno de aquellos bichitos se me metió bajo la ropa y me picó de tal forma en la cintura que me sorprendió que algo tan pequeño pudiera hacer tanto daño. Me hice cruces de cómo Tambor podía resistir semejante ataque y por todo su cuerpo.

Tambor, ya sin jaula, pasó a ocupar la habitación de Ana, donde se refugiaba en los rincones más escondidos y se paseaba cuando no estábamos cerca. Se hizo sus necesidades aquí y allá, y le dejábamos trozos de zanahoria, lechuga y migas de pan para que se alimentara. Siendo tan pequeño imaginé que necesitaría leche. La zanahoria no la quiso casi, con lo que se me vino abajo la imagen típica de los conejos al estilo Bugs Bunny.

Mi hermana lo cogió un día entre sus manos, pero en muy poco tiempo había crecido bastante, y tuvo energía suficiente para dar un salto enorme y correr sobre la cama, ocultándose detrás de la almohada, donde se quedó quieto mirando de reojo. Yo esperaba a que se acercara a la comida, y aprovechaba para alargar la mano despacio, permitiéndome que le acariciara un poco. Su pelo era tan suave que me pareció el de un peluche. La única persona de la que no huyó cuando se acercó fue de mi cuñado, seguramente por la paz que transmite.

Por la noche, los dos primeros días, no se movía mucho, pero al 3º ya no pudo soportar más el silencio y la oscuridad, y daba grandes saltos hacia las paredes como queriendo escapar. Tenía miedo de que se hiciera daño. Ana no podía pegar ojo, y lo encerraba en la jaula, en el salón, donde se quedaba algo más tranquilo. Si al día siguiente tardábamos un poco en sacarlo, ya no se refugiaba en un rincón como hacía al principio sino que se colocaba junto a la portezuela mirándonos fijamente, y a veces se erguía poniéndose de patas contra las rejas. Pensé que los animales tienen más poco de irracionales de lo que los humanos solemos creer. Sentimientos, sensibilidad, necesidades, igual o más que nosotros.

Yo sufría pensando en que una casa no era el lugar más adecuado para un animalito acostumbrado a vivir en libertad. Me dolía que hubiera perdido a su familia, pues aunque hubiéramos querido devolverlo a su lugar de origen, ya no reconocerían su olor y lo rechazarían.

Al 5º día, y aprovechando el fin de semana, Miguel Ángel se lo volvió a llevar, metido en su jaula, a la finca de su tío. Lo recuerdo expectante mientras bajaba en el ascensor de casa, preguntándose sin duda a dónde lo llevarían esta vez. En la finca, el tío decidió adoptarlo como mascota, donde ahora se ha hecho grande y puede corretear de aquí para allá en un cobertizo que tienen. Allí recibe la atención de todos, y hasta las carantoñas del tío de mis hijos, al que nunca hubiera imaginado en esas tesituras. Como dice Miguel Ángel, “ahora está gordo y feliz”.

Mis hijos piensan que si hubiera seguido libre hubiera estado amenazado por muchos depredadores, y a lo mejor ni siquiera seguiría vivo. Yo creo que todos tenemos derecho a ser libres, animales incluídos, con todas las ventajas e inconvenientes que eso lleva consigo.

La imagen de Tambor, aún chiquitito, se ha quedado ya grabada en mi memoria de forma permanente, pues no le he vuelto a ver después, y constituye una evocación agridulce para mí, por la ternura que despertó en nosotros y por la angustia de no poderlo atender como necesitaba. Espero que su vida sea larga y pacífica, aunque no esté rodeado de sus semejantes. Ahora, cada vez que vea al Tambor de Disney me acordaré siempre de él.

2 comentarios:

Rafa dijo...

Que guapo tambor...

me alegro mucho de esa decisión, que ande libre por el campo, disfrutando de verdad.

saludos.

pilarrubio dijo...


Me alegra mucho de que te haya gustado la historia de este pequeño ser con el que tuvimos la suerte de compartir unos pocos días. Un saludo Rafa.

Pilar

 
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