No pensaba verlo, pero como me puse a hacer zapping y no había nada que me gustara, terminé viendo el festival de Eurovisión, después de muchos años sin echarle un ojo. Y no me defraudó. Tras episodios lamentables como aquella ocasión que nos representó Chikilikuatre, que con ese nombre ya echaba para atrás, mi interés por un certamen que en tiempos cautivaba la atención general y que después ha decaído en calidad, ha ido menguando en la misma proporción.
Sin embargo el otro día tuve una grata sorpresa. Cuando empecé a verlo ya habían cantado 7 participantes de los 26 que se presentaban. Me gustó mucho la puesta en escena, con esos juegos de luz y color. El público que estaba de pie rodeaba un escenario con formas serpenteantes, que permitía que algunos de los cantantes aprovecharan para acercarse a la gente.
Los asistentes tenían pulseras fosforescentes que cambiaban del rojo al azul cada cierto tiempo, y otros objetos luminosos en las manos que, en la oscuridad producían un efecto mágico. Las luminiscencias que caían del techo sobre el escenario, y varios atrezzos que aparecieron y desaparecieron con gran presteza, según lo requiriera la canción de turno, me parecieron muy creativos y originales. El conjunto era de un gusto extraordinario.
No así la puesta en escena de algunos de los concursantes. El representante de Rumanía me horrorizó, cantando con voz masculina hasta que al poco de empezar cambió el registro y pasó a poner voz de mujer chillona. Su atuendo negro destellante, con gran despliegue de gasas rojas que ocupaban buena parte del escenario, movidas por potentes ventiladores, me hizo pensar en un espectáculo para transexuales.
Los griegos no se quedaron atrás, con sus faldas pantalón y sus saltitos, mientras tocaban instrumentos de música tradicionales de su país. Menos mal que al resto de participantes no les dio por montar coreografías regionales.
El resto no estuvo nada mal. Holanda fue la más melódica, con una canción envolvente y melancólica interpretada por una sonriente cantante madurita de ademán suave que había compuesto las letras. Los demás participantes oscilaban entre los ritmos más festivaleros y la música dance y house más discotequera.
La representante de Alemania, una valquiria rubia con un vestido dorado, muy potente y con buena música y voz, fue apenas votada después, en un claro intento de boicotear a un país que ahora mismo no cuenta con las simpatías de casi nadie en Europa. Me pareció vergonzoso que se utilice un acontecimiento lúdico, donde de lo que se trata es de premiar el talento musical y pasar un buen rato, como arma política. En realidad es algo que viene pasando desde tiempo inmemorial, pero ahora es aún más patente. Dónde está la imparcialidad.
Que quedáramos nosotros en penúltimo lugar, consiguiendo mucho mejor puesto el horrible representante de Rumanía al que antes hice alusión, fue algo vergonzante e injusto. La cantante de El sueño de Morfeo es muy sosa, y lució un vestido ampuloso y amarillo chillón que no le favorecía nada, pero la canción que presentó y su voz no merecen ocupar un puesto tan bajo. Países cercanos que tradicionalmente nos votaban como Francia e Italia esta vez hicieron mutis por el foro, y la ausencia de Portugal en el certamen no ayudó precisamente a que consiguiéramos subir en el ránking.
Bonny Tyler en representación del Reino Unido estaba casi irreconocible, convertida en una señorona opulenta, lejos ya de su imagen de cuero negro y su voz desgarrada que tanto nos gustaba. Pocos son los que permanecen fieles a sí mismos con el paso de los años, y ella no es una excepción.
Me gusta que los telespectadores podamos votar ahora con SMS. Mi intención era votar a Irlanda, que fue la última que cantó, y que resultó ser también la última del ránking de votaciones. Se trataba de no votarnos a nosotros mismos, y además me gustaban más otras canciones que la nuestra.
Que ganara Dinamarca me pareció justo. Una chica tan joven y bella, con una puesta en escena tan sencilla y original, dos acompañantes vestidos de soldados antiguos, uno tocando el tambor y otro el tambor y una flauta dulce, la voz de ella tan bonita y una música tan especial, de esas que después se quedan en la memoria y no puedes dejar de tararear, eran ingredientes suficientes para que se alzara con el triunfo.
Jose Mª Iñigo como comentarista no me terminó de gustar. Al principio no reconocía su voz y me preguntaba quién sería ese narrador que hacía comentarios en un tono tan poco usual, como si estuviera hablando con un vecino y no en un programa que estaban viendo millones de personas. Quizá no consigue adaptarse a los nuevos tiempos, o ha perdido soltura tras muchos años sin trabajar en televisión.
La representante de Ucrania llegando al escenario en brazos de un gigante de 2,43 metros, uno de los hombres más altos del mundo según dijeron, me pareció una horterada típica de estos festivales, en los que se quiere a veces hacer alardes de imaginación para sorprender al público y lo que se consigue es mover a la risa.
El de Italia, que comentaban que era uno de los favoritos y muy popular en su país, me pareció muy convencional. Cantó como suelen hacerlo los italianos, y su peinado tan rococó recordó al que lucieron otros muchos cantantes del festival. Quizá el peluquero encargado de los estilismos capilares debería haber hecho un esfuerzo imaginativo. Además el italiano puso una cara muy rara, despectiva diría yo, cuando supo que España le había votado. Era un poco chulito y fantasma, algo también muy típico de su país.
Lo que me pareció que sobraba fue el despliegue de símbolos autóctonos para cerrar el festival, a medio camino entre el autobombo y el guiño humorístico: figurantes disfrazados de botella de leche, de vaca lechera, de chocolate, de pastora y no sé cuántas cosas más. Si se celebrara aquí en España tendríamos que sacar entonces al toro, la bailaora flamenca, la paella y la tortilla de patatas. Muy típica de festival la ocurrencia, pero en estas cosas tendría que verse una evolución que superara las moñeces del pasado.
Lo que me pareció que sobraba fue el despliegue de símbolos autóctonos para cerrar el festival, a medio camino entre el autobombo y el guiño humorístico: figurantes disfrazados de botella de leche, de vaca lechera, de chocolate, de pastora y no sé cuántas cosas más. Si se celebrara aquí en España tendríamos que sacar entonces al toro, la bailaora flamenca, la paella y la tortilla de patatas. Muy típica de festival la ocurrencia, pero en estas cosas tendría que verse una evolución que superara las moñeces del pasado.
Eurovisión dejó paso a la añoranza cuando concluyó la retransmisión con la imagen y la sintonía que ha usado siempre desde que comenzó a emitirse. Es también su seña de identidad. Fue, en fin, un acontecimiento que merecía la pena ser visto. Quizá no levante la expectación de hace décadas, pero es también por la multiplicación de canales y ofertas visuales que ha diversificado considerablemente las preferencias. No sé si acudiré a la cita del próximo año, puede que sí, renació mi interés, me pica la curiosidad.
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