No es fácil encontrar libros que merezcan la pena ser leídos, y cuando eso sucede constituye un inmenso placer. Últimamente he podido disfrutar de dos lecturas que recomiendo: El cumpleaños secreto de Kate Morton, y El testigo invisible de Carmen Posadas.
Por los títulos se diría que se tratan de relatos de misterio, pero no es así. En las obras de Kate Morton siempre hay algún ingrediente de ese tipo, pero están elaboradas de tal manera que cabe todo un mundo en ellas. De sus cuatro libros, los que más me han gustado fueron el 2º, El jardín olvidado, y este último. Su estilo es siempre elegante y al mismo tiempo cercano, su imaginación portentosa, la recreación de épocas y ambientes única, todo lo que cuenta es interesante, deseas seguir leyendo sin interrupción para ver qué es lo siguiente que va a pasar, y no quieres que se acabe nunca.
Con Carmen Posadas he tenido una grata sorpresa. Sus artículos solían parecerme empingorotados y huecos, llenos de paja y sin sustancia, con muchos circunloquios que terminaban por no decir gran cosa. Quizá, debido a su timidez declarada, no se sienta tan cómoda teniendo que dar su opinión sobre temas de actualidad, con la que los lectores no siempre estarán de acuerdo. En una novela tiene la posibilidad de dar rienda suelta a su fantasía, y la verdad es que escribe muy bien. Su prosa es ágil, talentosa, sensible.
Escogí el libro que ha publicado ahora, el único que he leído de ella, por su temática, la vida de los Romanov hasta su trágica muerte. Siempre me interesó esta historia, y se han escrito tantas cosas sobre ella que el relato de Carmen Posadas es un soplo de aire fresco en medio de tanta reiteración.
Para ponernos en situación se ha documentado exhaustivamente, transcribiendo textos de personas que convivieron con los zares y sus hijos. La figura del niño que pertenece a la servidumbre y que es ese testigo invisible que da título a la novela, le sirve a la escritora para componer una trama muy interesante que consigue subyugar casi desde el principio.
Salvo el drama de la descripción inicial del asesinato de la familia imperial rusa, el resto de la obra tiene concesiones frecuentes al humor y la ternura, pues contemplamos ese mundo a través de los ojos de un niño, su inocencia y su ingenuidad. De este modo se nos introduce en la cotidianeidad de los zares y sus hijos como si contempláramos viendo sin ser vistos, al igual que el protagonista de la novela, la intimidad de esas personas.
El tormento de las hijas de Nicolás II es inimaginable. Desconocía que tardaran tanto en morir debido a las joyas que habían escondido bajo sus ropas. El ensañamiento de que fueron objeto y la dificultad para acabar con sus vidas fue parejo al que emplearon con el odiado Rasputín.
Sólo podemos comprender la extrema crueldad de los homicidas en el contexto de un tiempo y unas circunstancias tan particulares como fueron las de la Rusia de aquel entonces. El eterno abismo existente entre la miseria del pueblo y la riqueza de la aristocracia es una cuenta pendiente que aún hoy en día está sin saldar en muchos lugares del mundo.
Parece ser que el zar tomó también algunas decisiones poco afortunadas, lo que en países tan vastos y complejos como aquel suele traducirse en baños de sangre. Además fue poco perspicaz al no ser capaz de conocer realmente a los que le rodeaban. De ser así habría previsto lo que se le venía encima.
Los Romanov han llamado siempre poderosamente la atención por la belleza de sus miembros y por la forma tan terrible en que fueron masacrados. Nos han quedado muchas fotos de unas jóvenes muy hermosas que nos miran desde la distancia de los años co
n esa inocencia que nunca llegaron a perder, pues la vida se truncó para ellas antes de que eso sucediera. Desayunando, paseando por los jardines de palacio, posando con el uniforme oficial, en todo momento aparecen con sus preciosos vestidos y peinados. Su hermano pequeño, tan frágil, también es muy bello. La zarina muestra siempre un gesto triste, y el zar un semblante relajado, feliz, familiar. Todos eran muy aficionados a la fotografía.
Como sucede con aquellos que mueren prematuramente, nos produce una inmensa pena ver el futuro que tenían por delante del que ya no podrían disfrutar. Y comprobamos, una vez más, cómo la envidia, la crueldad y la injusticia alcanza a todos por igual, sean ricos o pobres, nobles o plebeyos, bellos o poco agraciados.
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