Fue muy mágica la noche, al día siguiente de haber llegado, en que nos acercamos a Las Dalias, una zona en las afueras en la que se pone los lunes y martes un mercadillo nocturno que aprovecha el tirón que lo hippy tuvo hace décadas, aunque de aquello quede poco que se pueda considerar auténtico. Recorrimos los puestos de abalorios, ropa y objetos decorativos, algunos muy extravagantes, pero hacía mucho calor porque estaba todo montado bajo un espeso entramado de ramas y hojarasca de unos árboles que son típicos de allí, que no dejaban pasar el aire. Se notaba enseguida quién se ataviaba para parecer hippy y quién lo era de verdad. Yo le señalaba a Ana cuando alguien de los puestos lo era, normalmente mujeres y hombres de cierta edad que aún conservaban ese estilo de vida. Cuando ves a un-una hippy viejo te da la impresión de que es alguien que no ha sabido evolucionar, que se ha quedado detenido en el tiempo, que no ha querido adaptarse a la realidad actual, y que son gente marginal, casi vagabundos. Solemos asociar a la imagen del hippy con la juventud, el amor libre y todos esos tópicos, pero no es así. Ana, cuando le mostraba a alguno-a de ellos, se quedaba mirando muy atentamente y se la veía sentir admiración.
Me explayé comprando en uno de los puestos todo tipo de pulseras. Tenían cosas muy bonitas. En otro me compré una sortija, yo que soy de pocos adornos. Anita también se compró algunas, y un colgante. Nos sentamos en una barra circular en medio del mercadillo especializada en bebidas exóticas, y ella se pidió un mojito y yo una naranjada. El camarero lo hacía al momento, picaba el hielo, le añadía las hojas de menta y algunas cosas más. Había varios sitios de descanso, pareciéndome curiosa una zona, la más alejada de la salida, en la que te podías sentar en pufs y sobre alfombras para tomar te moruno, bajo una haima.
En un puesto Ana preguntó lo que valía una pulsera de plata, que era bastante gruesa. Allí se vendía al peso, y todo era muy caro, pero quiso preguntar por curiosidad.
Ya casi al final, había montado un guiñol para entretener a los niños que, sentados en torno al pequeño teatrillo, presenciaban unas historias de unos muñecos que no eran precisamente muy infantiles, pues el personaje femenino, muy hippy, movía las caderas muy sinuosa y el personaje masculino, también con unas pintas, decía cosas muy graciosas relacionadas con porros y alcohol.
También había puestos de abalorios cerca de la playa. Una tarde que estábamos por allí mirando, la dueña de uno de ellos se fijó en la psoriasis de las manos y brazos de Ana y nos dijo que a su cuñada le pasaba lo mismo, por el stress, y que lo mejor para eso era la arcilla verde. Nos indicó un herbolario cercano donde por lo visto vendían saquitos de 1 kg. por 3 €. En Ibiza la gente te aconseja espontáneamente, son muy abiertos y enrollados. No fue la única vez que nos indicaron lo mejor para tal o cual cosa. Anita estuvo un tiempo haciendo la mezcla del polvo con agua y untándosela por casi todo el cuerpo, porque lo tiene muy extendido, pero no tiene paciencia, no es constante, ella quiere ver resultados ya mismo, y al poco de regresar a Madrid la dejó de usar.
Uno de los días lo dedicamos a visitar Ibiza capital. El puerto es precioso, grande, con barcos de todas clases. Había unos yates de lujo de proporciones considerables, especialmente uno que decían que pertenecía a un jeque árabe. Los ferrys son de algunas de las compañías con las que yo trabajo, pues me dedico a las subvenciones al transporte marítimo.
Al llegar recorrimos un largo paseo lleno de apartamentos de lujo, con unos diseños increíbles que yo no había visto nunca. Era una gozada contemplar aquello. La playa que había al final, la de Talamanca, resultó ser muy mala. El agua era verdosa, opaca, caliente, y cuando llegaba a la cintura empezabas a pisar un suelo resbaladizo de algas, lo que produce un asco inmenso. Me recordó al agua de los pantanos, sólo que no estaba helada. A Anita no le gustó nada no ver el fondo, las aguas oscuras en las que no ves por donde vas ni lo que flota en ellas le dan miedo.
Mientras tomábamos el sol aparecieron dos fotógrafos que no dejaban de disparar a un mulato, más bien bajo, que debía ser famoso, aunque ignoro quién sería. Me imaginé, por la pinta y la situación, que era un futbolista. Posó con su mujer, una rubia platino aún más baja que él, con bikini sexy, que enseguida se marchó hacia la zona de tumbonas con el resto de su numerosa familia. Él, para seguir más el rollo, cogió a su hijo, un niño rubito de unos dos años, y lo alzó varias veces, con lo que los fotógrafos no perdían oportunidad de disparar sus cámaras sin cesar.
Una chica argentina vendía unos pañuelos muy grandes, que tenían estampados diferentes por un lado y por el otro, y que se podían atar de muchas maneras diferentes para convertirlos en faldas o vestidos. Durante la demostración se paseaba de aquí para allá ataviada con ellos como si estuviera en una pasarela, alzando los brazos cuando se paraba en un punto, como en un espectáculo circense. Era muy bajita, con la mitad de la cabeza rapada y la otra mitad con una media melena, moda que se lleva ahora. Tenía mucho desparpajo, y consiguió vender alguno, que no eran precisamente baratos, pues decía que estaban hechos con seda salvaje. Rubricaba su actuación mencionando la página web en la que se podía encontrar un video explicativo de las mil y una maneras de colocarse el pañuelo.
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