viernes, 11 de septiembre de 2015

Cynthia



Mercado de S. Miguel
Hace poco estaba yo sentada en un banco de la Plaza de Oriente tomándome un sandwich a la hora del desayuno y leyendo un libro, cuando se me acercó una chica de unos 21 años, bajita, pizpireta, muy risueña, con mochila y arrastrando una pequeña maleta de ruedas, y me preguntó cómo se llegaba a la Plaza Mayor. Le estuve dando algunas indicaciones, pero viendo que no se estaba enterando mucho, y como me sobraba tiempo, decidí acompañarla yo misma hasta allí.

La verdad es que es una sensación curiosa hacer de cicerone en tu propia ciudad, y da cierto apuro porque pienso que a lo mejor no voy a saber explicarle bien las curiosidades de cada lugar. A veces pienso en montarme en uno de esos autobuses turísticos de dos pisos para que me enseñen el lugar donde he nacido y vivo, no porque no lo conozca sino porque me gustaría saber más acerca de su historia. Así se lo dije a Cynthia, que fue como me dijo que se llamaba mi improvisada protegida.

Me contó que estaba tan morena porque había estado mes y medio de vacaciones en la playa, que era de Zaragoza pero que desde hacía tiempo vivía en Dublín. Le comenté que no se le notaba nada el acento maño, y ella me dijo que es que hacía mucho que vivía en el extranjero, pues antes de Irlanda había pasado unos años en Roma. Le dije que me parecía ser muy decidida si solía viajar sola, y le debí parecer una carca porque hoy en día es una cosa bastante corriente que una mujer viaje por su cuenta. Antes parecía que era casi obligatorio que te acompañara un hombre a modo de protección. De hecho he leído un reportaje hace unos días en el que varias mujeres lo hacían asiduamente, gente sin pareja ni hijos también es verdad, de entre treinta y tantos y casi 50 años, todas con profesiones que les permiten hacer viajes largos, con negocios propios en áreas punteras, pues tienen iniciativa también en lo laboral. Una de las entrevistadas decía que a veces se había sentido incómoda por el acoso sexual de los hombres en algunos países a los que había viajado, lo cual no le había impedido ir a los lugares más exóticos del mundo. Otra decía que la soledad a veces se hacía dura, sobre todo por no tener con quién compartir lo que estabas viviendo, pero en general todas parecían satisfechas con la experiencia y la repetían.

Plaza Mayor de Madrid
Cynthia era de esta clase de mujeres. Con su pelo liso y castaño en melena corta y su flequillo, me recordaba a Fiona, una chica con la que mi hijo salió un tiempo. Le pregunté si no la cansaba mucho cargar con la mochila y tener que tirar de la maleta, pero me dijo que estaba acostumbrada. Pensaba ver en Madrid a algunos amigos de aquí que había conocido en Dublín, pero todos parecían estar demasiado ocupados como para enseñarle la ciudad. Se había quedado un poco desencantada, pero ya había hecho un planning en su cabeza de los sitios que iba a ver antes de coger el avión para volver a Irlanda a última hora de la tarde.

Me dijo que Madrid lo había visitado un par de veces en tiempos del colegio y que la habían llevado a ver lo típico, el Congreso, el Senado, el Bernabéu... Le conté los inconvenientes de vivir al lado de un estadio de fútbol, pues a mí me toca el Atléthi. Se rió mucho con lo que le dije.

Según nos acercábamos le señalé el Mercado de S. Miguel y la Cava Alta. Me preguntó, ya en la Plaza Mayor, cuánto valía una cerveza en una de las terrazas. En Roma dijo que valía 5 €, y en Dublín más aún. La capital italiana es, según ella, tan grande como Madrid, lo que pasa es que en lo relativo al turismo está todo concentrado en el centro. Pensé qué es lo que le hacía cambiar de lugar de residencia, si el afán por conocer nuevos lugares o simplemente el aburrimiento. Parecía un espíritu inquieto, de los que no se conforman con cualquier cosa, de los que aborrecen la rutina.

Me preguntó también por S. Isidro, el patrón de la ciudad y le indiqué cómo se podía llegar desde allí, que está muy cerca, para conocerlo. También me inquirió acerca de La Latina y la Puerta de Toledo, que le habían debido decir que eran sitios típicos de aquí. Por la tarde pensaba acercarse al Retiro.

Quiso saber mi estado civil, lo que me pareció un poco chocante. Todo el mundo, supongo, pone sus propias etiquetas mentales a la gente según determinados patrones sociales, y ella se quería hacer una idea acerca de mí sólo con ese parámetro. Le conté, en plan jocoso, que tengo una amiga de la época del instituto que vivía en su tierra, Zaragoza, y que al llegar allí había encontrado trabajo en lo que le gustaba y un pedazo de maño con el que se casó y tiene a sus hijas. Le dije que a ver si me acercaba yo por allí y tenía la misma suerte, pero Cynthia  adoptó un gesto escéptico y dijo que ella no había conseguido encontrar el amor allí. Le conté que conocí su ciudad en el viaje de fin de curso del instituto, pero que estuve poco tiempo y me hubiera gustado verla mejor. Recordé la Basílica y a la Pilarica tan pequeña sobre su enorme pedestal. Ella me contó una tradición de allí, por la que la gente solía llevar unas cintas de muchos colores con la imagen de la Virgen para obtener su bendición. Ahí vi lo que le tiraba su tierra, daba igual el tiempo que hacía que vivía en el extranjero. Luego, en otras ocasiones, he estado en el Monasterio de Piedra dos veces y en Calatayud, en un balneario, pero nunca me he vuelto a acercar a la ciudad.


Sentí no poder seguir acompañándola más, pues tenía que volver al trabajo. Ella pareció que hubiera querido estar un rato más conmigo, porque incluso a los viajeros más intrépidos les gusta tener compañía de vez en cuando. Allí dejé a Cynthia, que siguió su ruta con su mochila, su maleta y su perenne sonrisa, y a la que ví a lo lejos, cuando ya me iba, acercarse a un artista que estaba junto a la estatua ecuestre de la Plaza Mayor, haciendo cabriolas y mimos, sorteando una bandada de palomas que iniciaban el vuelo.



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