Mercado de S. Miguel |
La verdad es que es una sensación curiosa hacer de cicerone en tu propia
ciudad, y da cierto apuro porque pienso que a lo mejor no voy a saber explicarle bien
las curiosidades de cada lugar. A veces pienso en montarme en uno de esos
autobuses turísticos de dos pisos para que me enseñen el lugar donde he nacido
y vivo, no porque no lo conozca sino porque me gustaría saber más acerca de su
historia. Así se lo dije a Cynthia, que fue como me dijo que se
llamaba mi improvisada protegida.
Me contó que estaba tan morena porque había estado mes y medio de
vacaciones en la playa, que era de Zaragoza pero que desde hacía tiempo vivía
en Dublín. Le comenté que no se le notaba nada el acento maño, y ella me dijo
que es que hacía mucho que vivía en el extranjero, pues antes de Irlanda había
pasado unos años en Roma. Le dije que me parecía ser muy decidida si solía
viajar sola, y le debí parecer una carca porque hoy en día es una cosa bastante
corriente que una mujer viaje por su cuenta. Antes parecía que era casi
obligatorio que te acompañara un hombre a modo de protección. De hecho he leído
un reportaje hace unos días en el que varias mujeres lo hacían asiduamente,
gente sin pareja ni hijos también es verdad, de entre treinta y tantos y casi
50 años, todas con profesiones que les permiten hacer viajes largos, con
negocios propios en áreas punteras, pues tienen iniciativa también en lo
laboral. Una de las entrevistadas decía que a veces se había sentido incómoda por el
acoso sexual de los hombres en algunos países a los que había viajado, lo cual
no le había impedido ir a los lugares más exóticos del mundo. Otra decía que la
soledad a veces se hacía dura, sobre todo por no tener con quién compartir lo
que estabas viviendo, pero en general todas parecían satisfechas con la
experiencia y la repetían.
Plaza Mayor de Madrid |
Me dijo que Madrid lo había visitado un par de veces en tiempos del
colegio y que la habían llevado a ver lo típico, el Congreso, el Senado, el
Bernabéu... Le conté los inconvenientes de vivir al lado de un estadio de
fútbol, pues a mí me toca el Atléthi. Se rió mucho con lo que le dije.
Según nos acercábamos le señalé el Mercado de S. Miguel y la Cava Alta.
Me preguntó, ya en la Plaza Mayor, cuánto valía una cerveza en una de las
terrazas. En Roma dijo que valía 5 €, y en Dublín más aún. La capital italiana
es, según ella, tan grande como Madrid, lo que pasa es que en lo relativo al
turismo está todo concentrado en el centro. Pensé qué es lo que le hacía
cambiar de lugar de residencia, si el afán por conocer nuevos lugares o
simplemente el aburrimiento. Parecía un espíritu inquieto, de los que no se
conforman con cualquier cosa, de los que aborrecen la rutina.
Me preguntó también por S. Isidro, el patrón de la ciudad y le indiqué
cómo se podía llegar desde allí, que está muy cerca, para conocerlo. También me
inquirió acerca de La Latina y la Puerta de Toledo, que le habían debido decir
que eran sitios típicos de aquí. Por la tarde pensaba acercarse al Retiro.
Quiso saber mi estado civil, lo que me pareció un poco chocante. Todo el
mundo, supongo, pone sus propias etiquetas mentales a la gente según
determinados patrones sociales, y ella se quería hacer una idea acerca de mí
sólo con ese parámetro. Le conté, en plan jocoso, que tengo una amiga de la
época del instituto que vivía en su tierra, Zaragoza, y que al llegar allí
había encontrado trabajo en lo que le gustaba y un pedazo de maño con el que se
casó y tiene a sus hijas. Le dije que a ver si me acercaba yo por allí y tenía
la misma suerte, pero Cynthia adoptó un
gesto escéptico y dijo que ella no había conseguido encontrar el amor allí. Le
conté que conocí su ciudad en el viaje de fin de curso del instituto, pero que
estuve poco tiempo y me hubiera gustado verla mejor. Recordé la Basílica y a la
Pilarica tan pequeña sobre su enorme pedestal. Ella me contó una tradición de allí, por la que
la gente solía llevar unas cintas de muchos colores con la imagen de la Virgen
para obtener su bendición. Ahí vi lo que le tiraba su tierra, daba igual el
tiempo que hacía que vivía en el extranjero. Luego, en otras ocasiones, he
estado en el Monasterio de Piedra dos veces y en Calatayud, en un balneario, pero nunca
me he vuelto a acercar a la ciudad.
Sentí no poder seguir acompañándola más, pues tenía que volver al
trabajo. Ella pareció que hubiera querido estar un rato más conmigo, porque
incluso a los viajeros más intrépidos les gusta tener compañía de vez en cuando.
Allí dejé a Cynthia, que siguió su ruta con su mochila, su maleta y su perenne
sonrisa, y a la que ví a lo lejos, cuando ya me iba, acercarse a un artista que
estaba junto a la estatua ecuestre de la Plaza Mayor, haciendo cabriolas y
mimos, sorteando una bandada de palomas que iniciaban el vuelo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario