Paseaba yo con mi hijo por la calle Arenal, un día que se vino a
desayunar conmigo en la pausa del trabajo, cuando topamos con un rodaje a la
altura de la calle Hileras, que tan gratos recuerdos nos trae a mi familia y a
mí por ser el lugar donde estaba Iruña, el restaurante donde
celebrábamos los festejos familiares, y que terminó cerrando hace unos pocos años por obras en el
edificio.
Ya de lejos vimos que la gente estaba parada mirando hacia un punto
concreto de la calle. Cuando llegamos nos hicimos a un lado. Un hombre daba
voces y hacía aspavientos, unas veces para hacer parar a la gente que pasaba,
otras para indicar que continuaran andando. El equipo se arracimaba en torno al
cámara, y cuando se hizo sonar la claqueta apareció corriendo un actor con la
cabeza rapada y gesto inquieto, se paró, miró a lo lejos y escapó por un lado
de la cámara, como si estuviera persiguiendo a alguien. Ya fuera del objetivo
le costó un poco detenerse, como si aún siguiera metido en su papel.
La cara del actor me era perfectamente conocida, pero no supe ubicarle. A
veces pasa que no recuerdas cosas sobre algo o alguien, nombre, lugar, época de
la vida en que lo has conocido, pero sí te queda el sentimiento o la sensación
que te ha producido. Este era el caso, porque a pesar de no recordar quién,
dónde y cuándo lo había visto, sentía buenas vibraciones al verlo, como de ser uno
de los pocos intérpretes españoles actuales que me gustan. Luego, pensando, caí
en la cuenta de que la última vez que lo había visto actuar fue en La
gran familia española, en la que interpretaba a un hombre con retraso
mental de una forma tan magistral que llegué a creer que realmente él era así. Luego
me he interesado por el resto de su trabajo, anterior. Buscando en
internet vi su nombre, Roberto Álamo, galardonado con varios premios, entre
ellos el Max de teatro.
Mi hijo y yo nos situamos en una esquina muy discreta frente al lugar donde se rodaba la escena, que
se iba a repetir. A nuestro lado un hombre
con un carro de los que se usa para llevar cajas de bebidas, se quitaba y se ponía nervioso
la gorra de visera esperando que comenzase de nuevo el rodaje. Era uno de los
extras, lo que no sabíamos era si lo acababan de reclutar de la calle o ya
venía contratado. Dos ciclistas esperaban cerca lo mismo que el de la visera, y
le dijeron a éste medio en broma que tuviera cuidado para no chocar todos. Me había
llamado la atención dos hombres negros altos y fornidos un poco más allá que lucían sus trajes
típicos africanos, lo que le daba una nota exótica al conjunto. Pensé que estaban allí mirando con la misma curiosidad que
nosotros, pero resultaron ser también extras.
En la esquina de la calle Hileras, por donde había salido corriendo
Roberto Álamo la 1ª vez, estaba él escuchando instrucciones, al mismo tiempo
que le maquillaban la calva y la cara y le rociaban con un spray para que
pareciera sudado. Lo mismo hicieron con sus axilas, que aparecían con grandes
manchas de humedad, como si hubiera estado corriendo sin parar. Tenía que dar
sensación de fatiga y esfuerzo. Al cabo de un rato se recolocó todo el mundo y
el actor volvió a repetir la escena, esta vez de manera más convincente, como si la anterior hubiese sido sólo una prueba. Su voz
resonaba, con la contundencia de la empleada en el teatro, en medio de la calle por encima del ruido de fondo.
Hablaba por el móvil de nuevo frente a la cámara, y volvía a mirar a lo lejos
como buscando a alguien con gesto consternado y de alarma. Corrió de nuevo
hasta perderse por un lado de la cámara. No es tan alto como parece en t.v.,
pero sí que tiene una complexión fuerte, anchas espaldas. El que daba las voces
para controlar a la gente se le acercó y, tras una breve intercambio de
palabras, el actor alzó una mano y la hizo chocar contra la otra, con un gesto
en la cara de gran determinación, como diciendo “¡Ya está!”.
Nosotros continuamos nuestro camino, pero al regresar vimos a la
comitiva de los extras, que iban en fila india de dos en dos hacia la plaza de Isabel II. La cámara y el resto de la parafernalia se había quedado entre la
calle Arenal y la calle Hileras, apartado a un lado todo junto a la fachada del
edificio, vigilado por unas mujeres que también formaban parte del equipo.
Pensé en lo poco que se necesita ahora para rodar una película, en comparación
con todo lo que hacía falta antaño, en los albores del cine. Pensé también que
el oficio de actor es bien extraño, sobre todo en lo que a las películas se
refiere, pues no logro comprender cómo puede gustarles tanto la gran pantalla,
cuando estás en plena inspiración interpretando un personaje y cada dos por
tres hay que cortar. Entiendo que el mayor goce, y también el mayor desafío,
es el teatro, donde no hay interrupciones y sólo te tienes que dejarte llevar.
He leído que la película lleva el trágico título de Que Dios nos
perdone, y es efectivamente de muchas persecuciones. Otra película de acción que
añadir a las muchas que hay en cartel, pero a buen seguro que si está
protagonizada por Roberto Álamo siempre tendrá algo interesante y especial que contar.
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