Hay dos fechas en el año en las que siempre se recuerda a Elvis Presley: en enero, cuando nació, y en agosto, que fue cuando murió. El mes pasado volvían a poner en televisión algunos momentos de sus actuaciones e infinidad de fotos que le hicieron en varias etapas de su vida. No creo que nunca una persona haya sido inmortalizada en tantas ocasiones por la cámara, y por muchas razones.
Y sin embargo a pesar del éxito su existencia, como le ha pasado a tantas otras estrellas, lejos de ser feliz y plena estuvo marcada por un sino extraño ya desde su nacimiento. Dicen que se gestó en el vientre de su madre con un hermano gemelo al que estranguló con su cordón umbilical. Me cuesta imaginar a dos hombres iguales que fueran como él.
Siempre estuvo muy unido a su madre, y su prematura muerte, cuando él estaba en la cumbre de su carrera, fue un golpe tremendo. En cuanto empezó a ganar dinero le faltó tiempo para comprarle una espléndida casa a sus padres. Elvis era un hombre muy familiar y entrañable.
Su ex mujer no habló bien de él cuando se separaron. Contaba las múltiples infidelidades de que fue objeto por parte del cantante, y del hecho de que la tuviera encerrada, junto con su hija, en la lujosa mansión que se compró siendo muy joven y que sería su casa hasta que él murió. Ella decía que era una jaula de oro. Algo que no le ha impedido administrar hasta el día de la fecha su cuantiosa fortuna, y cuidar con veneración y respeto de la casa y los objetos que hay en ella, tras convertirla en un museo visitado por miles de personas todos los años, lo mismo que el lugar donde yacen sus restos.
Jamás una persona despertó sentimientos tan contradictorios. Por un lado sus fans, que en sus conciertos organizaban auténticas batallas campales, presas de una histeria muy anterior a la que luego hiciera famosos a grupos como Los Beatles. Su voz tan profunda, la sensualidad de su cuerpo y su forma de bailar (nadie ha conseguido imitar el contoneo de sus caderas, con el toque preciso de sexualidad masculina para no parecer afeminado), la frescura de su cara, prototipo de la lozanía juvenil emergente de la sociedad americana de aquel entonces, todo ello hicieron de él una figura única con más imitadores que ninguna otra estrella de la música.
Mucho tuvo que trabajar Elvis para llegar a donde llegó. Lo peor era la censura. En más de una ocasión se las tuvo que ver con las autoridades, que se empeñaban en obligarle a seguir unos patrones de conducta “moral” en sus actuaciones. Como le prohibieron mover las caderas, encogía los hombros (fue siempre su forma de acentuar determinados compases de sus canciones, no se podía estar quieto en el escenario). Pero el efecto seguía siendo el mismo, y contra esto nada podían hacer los censores. Era muy difícil no dejarse llevar por el impulso rítmico de El rock de la cárcel o King Creole, mis favoritas. La acústica de sus canciones más movidas era magnífica, impactante. Compuso muchas de ellas, a medias con un colaborador, como la famosa Love me tender. Sabía tocar, además de la guitarra, el piano, y lo hacía muy bien.
Se cuenta que era un hombre insaciable en lo que al sexo se refiere: nada más fácil para una estrella de la música que escoger cada día a una chica diferente de entre las que estaban en las primeras filas en los conciertos, cuanto más jóvenes fueran mejor.
También se han dicho muchas cosas tremendas sobre la época en que entró en declive, cuando se vio reducido a actuar en los circuitos de Las Vegas, el lugar del desenfreno y la excentricidad. Cosas como que dormía con una pistola debajo de la almohada, o las ingentes cantidades de comida basura que ingería diariamente, en un afán por calmar su ansiedad y llenar su vacío. O los excesos con las drogas, que le llevaron a la tumba.
Incluso en esta etapa, cuando ya no era ni volvería a ser el mismo que fue, marcó estilo. Cierto que los 70 fueron una época de horterez estética en general, que él sublimó con unos atuendos increíbles, pero era Elvis, y todo lo que él hacía resultaba distinto, espectacular.
Con sus muchas cualidades y defectos, fue un ser humano que quemó sus cartuchos quizá demasiado rápido, como si la vida hubiera dejado de tener interés para él muy pronto, pero al que guardaremos eterno respeto y admiración.
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