martes, 19 de febrero de 2013

Para Úrsula


A finales del mes pasado falleció una de las pocas vecinas que tengo a la que guardaba un enorme aprecio. En diciembre estaba yo en la parada del autobús y la vi en la acera de en frente, cargada con bolsas, que iba hacia su casa despacio y tambaleante. Crucé rápida para ayudarla, y estuvimos charlando un rato, como solíamos hacer cada vez que nos encontrábamos, mientras caminábamos.

Úrsula me contó que en breve iba a ir al hospital para que le hiciesen una prueba o para operarse de algo, no recuerdo exactamente lo que me dijo. En varias ocasiones estuvo a punto de caerse, apoyada a duras penas en su bastón, que había comprado hacía poco. Recuerdo que le dejé las pesadas bolsas en el ascensor de su casa y, al despedirnos, tuve la sensación de que esa sería la última vez que la vería.

Hace 18 años y medio que conocía a Úrsula, cuando vine a vivir a mi casa. Por entonces todavía estaba su marido. Ambos fueron conmigo siempre muy afectuosos. Ella y yo solíamos charlar cuando íbamos a tender la ropa, pues la ventana de su cocina estaba en frente de la mía en el patio. Por entonces, aunque ya era mayor, aún se encontraba bien. Tenía algunos achaques de salud que solían incordiarla, pero lo llevaba con mucha dignidad, procuraba tener buen aspecto, llevaba ropa sencilla pero de vestir, iba a la peluquería con cierta frecuencia y tuvo siempre un aire de tranquila elegancia que provenía de su forma de ser y de su educación.

Me ayudaba a cambiar las cuerdas de tender siempre que se me rompían, lo cual ha sucedido con cierta frecuencia. Usaba un enorme cuchillo de cocina para cortar la cuerda que sobraba, y un mechero para quemar la punta y que no se deshilachara. Los días de lluvia ponía un gran plástico cubriendo mi ropa para que no se mojara, fijándolo a sus cuerdas, que estaban a los lados de las mías, con pinzas, lo cual era muy trabajoso. Me admiraba su fortaleza. A veces nos avisábamos por teléfono cuando empezaba a llover si veíamos la ropa de la otra tendida sin protección.

Me contaba cosas de su hijo cuando era pequeño, cuando se sentaba al lado de la puerta para que le sacara al parque a jugar, o cuando le abría los cajones y armarios de la cocina y le sacaba los cacharros. Decía que fue siempre un niño muy bueno y muy estudioso. No pudo tener más hijos por complicaciones en el parto. Antiguamente se hacían auténticas carnicerías con las parturientas.

En Navidad ella me pasaba atada a las cuerdas de tender una bolsa con dos cajas de lenguas de gato o cualquier otra delicia de chocolate para los niños, y yo le compraba bombones. Mis hijos se asomaban de vez en cuando para saludarla cuando tendíamos, y ella siempre se maravillaba de lo de prisa que crecían y lo guapos que eran.

Un día sacó orgullosa por la ventana una olla exprés de las que se cierran haciendo coincidir las asas. Hacía la comida en la mitad de tiempo que una olla exprés convencional. También tenía vitrocerámica. Hace 2 ó 3 años puso aire acondicionado. Siempre dije que para ser tan mayor era más moderna que yo. En otra ocasión me pasó un tipo de gamuza especial que ella empleaba y que ella aseguraba que limpiaba mejor que ninguna. Aún la conservo.

Tenía su casa como la patena. Su marido nos visitó un día para que le enseñáramos nuestra calefacción, pues no sabía qué modelo instalar, y le gustó tanto que terminó poniéndola él también. Cuando murió, Úrsula, aunque había sido el suyo un matrimonio tormentoso en los últimos años (se les oía discutir constantemente), necesitó aumentar la dosis de somníferos que habitualmente tomaba para poder dormir. La fuimos a ver a su casa para darle nuestras condolencias.

Ella sacó un día un retrato de él por la ventana de la cocina, mientras charlábamos en el patio como solíamos hacer. Estaba llorosa y deprimida. Lo cierto es que desde que ella se quedó viuda y yo me divorcié, ya no volvimos a ser las mismas ninguna de las dos. Úrsula acusó la soledad, aunque fue siempre muy independiente, y su salud y los años que no pasan en balde hizo que se resintiera. Todo en la vida pasa factura. Como además fue perdiendo audición, que nunca tuvo mucha, hacía difícil que pudiéramos charlar como solíamos.

Por las noches, como su habitación y la mía están pared con pared, la oía hablar en sueños con palabras entrecortadas e incomprensibles, y su respiración tan profunda, pesada e inquieta me preocupaban.

No sé lo que le pasó en realidad. Me imagino que saldría de su operación y, como realmente ya no podía valerse por sí misma sola, la llevarían a una residencia de ancianos. Pienso en su horror viéndose allí metida, entre extraños, a ella que no le gustaba estar en más sitio que en su casa. Seguro que no lo resistió. Su hijo llamó a mi ex marido para agradecer las amabilidades que habíamos tenido con ella a lo largo de estos años. En realidad era ella la que las tuvo con nosotros, no hay sitio suficiente aquí para describir todos los innumerables pequeños detalles con los que me obsequió, no siempre materiales. Es lo que se obtiene del trato con personas buenas, y especiales.

Cuando se quedó viuda su hijo nos pidió que la cuidáramos, si no era mucha molestia, echando una ojeada de vez en cuando a su ventana para ver si había movimiento. Sus visitas eran breves, es un hombre muy ocupado, y se adolecía de no poder atenderla mejor.

Cuando la conocí recuerdo que me sorprendió la semejanza que me parecía que tenía con mi abuela Pilar, el ademán con el brazo y la mano que acompañaba armoniosamente sus palabras, su manera de hablar cadenciosa e inteligente, su forma de reir. Eran personas con una elegancia innata, que está más allá de la simple apariencia externa.

Ignoro si tendré nuevos vecinos en breve o no. Por lo general cuando una vivienda se queda vacía tardan mucho en ocuparla. No soportaría gente ruidosa y maleducada, estoy acostumbrada a la exquisita educación que tenían Úrsula y su marido. Aún me cuesta mucho ver que por la noche no se iluminan sus ventanas, no me hago a la idea de que ya nunca más se asomará mientras tiendo la ropa para charlar un rato. La muerte es así de inexorable.

Si alguna vez no supe corresponder en su amistad, espero que me haya perdonado. Tengo la dicha por lo menos de haberla conocido y tratado durante unos cuantos años, que me han parecido pocos. Siempre la voy a llevar en mi corazón.

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