Parece que se han conjurado los hados meteorológicos para no ser adversos un día como hoy de los enamorados, en el que brilla el sol en una anticipada primavera.
No tenía intención de escribir sobre el amor precisamente por celebrarse en esta fecha, y porque si lo único que conmemora es el relativo a la pasión, a mí me abandonó hace tiempo. Otros tipos de amor llenan mi corazón, a mis hijos, mi familia, mis amigos, pero el de pareja sigue estando ausente de mi horizonte vital, y no por que lo desee así realmente.
Decidí hablar sobre ello contemplando una foto en blanco y negro esta mañana en un blog que sigo, en la que aparecía una pareja besándose en una estación de tren. Estas imágenes antiguas, en las que el color está ausente porque aún no se había inventado para la cámara, siempre son motivo de inspiración para mí y una fuente inagotable de nostalgia, tienen algo único del que carecen los pics actuales, mucho más perfectos y de gran definición, pero sin ese trasfondo, esa magia que emana de las de hace muchos años. Se puede decir que tenían alma.
Las despedidas en esos lugares siempre han tenido algo especial, el adiós tiene algo de tristeza y emoción contenida que se trasluce en las actitudes, en los cuerpos. Hay una precipitación, como una angustia, una desesperación por la inminente separación. Eran corrientes hace años las fotos de soldados que se iban al frente, como la que aludo, y en ellas parece que el dramatismo es aún mayor por la incertidumbre de saber si su protagonista volverá o no de la contienda. Hay algo heroico, sublime, en esas instantáneas, y una cierta desesperanza que nos es intrínseca a los seres humanos, pues el final de la vida es inevitablemente la muerte, sea en el campo de batalla del frente o en el de la existencia cotidiana.
El beso que más años lleva circulando por ahí, como enseña del amor pasión más romántico, es el que retrató en el París de los años 50 el fotógrafo Robert Doisneau, si bien fue un posado pagado y no una instantánea que reflejara al paso la vida en la capital, como puede parecer. También es cierto que la pareja que se besaba tuvo una relación bastante efímera, pero para nosotros ha quedado como el símbolo absoluto del amor, de la juventud eterna, de la esencia de la vida que fluye a través de esos labios unidos en un momento eterno de cálida emoción.
El beso de Klimt también se ha hecho famoso en los últimos años, al ser revalorada su obra y el autor a pesar de la distancia temporal que nos separa de ambos. Es un beso de amor extraño, por la postura, y porque todas las creaciones de este artista son sofisticadas y exuberantes, y no se suelen corresponder a los cánones estéticos más convencionales. Es un beso protector, lleno de ternura, en el que prima la virilidad del hombre sobre la feminidad y el recatamiento de la mujer, que se deja querer, abandonada al amor. Ella parece objeto de adoración, y él la figura poderosa que la cubre como una sombra.
En el cine, uno de los besos que más se recuerda es el de Clark Gable y Vivien Leigh en Lo que el viento se llevó. Las mujeres admiramos siempre la forma de “agarrar” que tenía este actor en las escenas de amor, había algo sumamente elegante, apasionado y masculino en esa forma de coger a su pareja, como si al abrazarla la cogiera sólo para sí y ya no la dejara escapar. Ese afán de posesión tan típico de los hombres de antes, y que mirado fríamente a mí me produce un agobio enorme, si lo sintiéramos nosotras en nuestras propias carnes, así en caliente, seguramente nos subyugaría por completo.
En estas cosas no hay que ser extremo, ni quedándose corto por lo escaso, como los “picos” que llaman ahora la gente joven, ni exagerando la nota por lo excesivo, como esos besos con lengua profunda y prospectora, con mucho intercambio de saliva.
El beso es ese momento de amor que, un día como hoy de los enamorados, despierta nuestras más profundas emociones, quizá dormidas por el devenir cotidiano, y que se convierte en objeto de admiración artística cuando se sabe dar en su justa medida. El amor, detrás de ese beso.
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