viernes, 14 de junio de 2013

Hoy caviar, manaña sardinas


Nunca pensé que se pudiera reir tanto leyendo las peripecias de un embajador y su familia en su periplo por el mundo. La madre de los autores del libro, Carmen y Gervasio Posadas, nos relata con fina ironía y ternura a través de un diario que escribió durante años buena parte de lo que les aconteció a ella, su marido y sus cuatro hijos.

Acostumbrados a su país de origen, Uruguay, en donde vivían en un gran chalet con jardín exótico, el cambio a Madrid, su primer destino, fue impactante pero no tanto como el que sufrieron en posteriores destinos. En nuestra ciudad, a finales de los 60 y en los 70, había una gran vida social, y la protagonista tenía mucho que hacer organizando comidas y asistiendo a fiestas. Alguien le comentó que no había sido acertado escoger un piso, por grande que fuera, en un bloque, para establecer su residencia oficial. Fueron unos cuantos los años que aquí vivieron, los suficientes como para que la mayor de las hijas, una de los autores del libro, a pesar de haber añorado tanto su tierra al principio, decidiera permanecer aquí tras su boda.

Su siguiente destino fue Moscú. La capital rusa, en los 70, no era la que es hoy. La carestía de alimentos hacía que la embajadora tuviera grandes dificultades para organizar sus ágapes. Es desternillante la forma como describe la vida en la sede de la embajada, un lugar que encontraron cochambroso y que consiguió remozar con la ayuda de un ejército de obreros reclutados a duras penas. Los micrófonos puestos por todas partes hacía que mantuvieran conversaciones en clave.

Su descripción de un acto oficial público de los mandatarios rusos es uno de los episodios más hilarantes y rocambolescos que he leído nunca, cuando el representante de Finlandia iba tan sólo con una gabardina para hacerse el valiente, a pesar de estar a muchos grados bajo cero, hasta que empezó a ponerse rojo y a faltarle la respiración, y se lo tuvieron que llevar con un infarto: el sistema de calefacción que llevaba oculto bajo tan ligera prenda le había fallado.

También el ambiente en el que se movía extraoficialmente era muy peculiar, pues hicieron amistad con artistas disidentes que organizaban reuniones en las casas de unos y otros, durante las cuales corría el vodka y se terminaban montando improvisadas representaciones muy teatrales en forma de grandes discursos llenos de idealismo y elocuencia. Por desgracia uno de ellos, que llegó a ser muy amigo de la embajadora, moriría abrasado en su taller cuando la policía lo incendió creyendo que no había nadie dentro. Eran muy perseguidos.

Un viaje que hizo a Japón en aquel tiempo tampoco se queda atrás, cuando describía horrorizada un mercado lleno de animales exóticos muertos que ella nunca se hubiera atrevido a comer, hasta que llegaron a un restaurante, bastante caro, y descubrió que lo que estaba degustando con delectación era serpiente. A pesar de todo no quería volver a la grisura y el frío de Moscú. Carmen, la autora, se casó allí por el rito católico en una iglesia ortodoxa, todo muy original, y hasta tuvo que depositar su ramo de novia ante la estatua de Lenin, según la costumbre.

Es digna de mención la vez en que una de sus hijas se puso mala con apendicitis y tuvieron que salir corriendo del hospital donde ya estaban a punto de operarla, viendo las pésimas condiciones en que tenían a los enfermos, dejándolos a todos con un palmo de narices, y poniendo rumbo a Ginebra donde la intervinieron. O después de aquello, cuando se fueron madre e hija a un restaurante a celebrar que todo salió bien y a la embajadora no se le ocurre otra cosa que imitar lo que veía al resto de comensales, tirar el plato a una pista central tras una actuación musical, con tan mala fortuna que le dio al maitre en el cogote y se organizó una buena, ella echándole la culpa a la hija para disimular, y ésta muerta de risa hasta el punto de que se le terminan saltando los puntos de la operación, y los dos, maitre e hija, acaban en urgencias.

El siguiente y último destino fue Londres. Es increíble lo que puede suceder en Buckingham Palace durante una recepción oficial: la música de fondo a base de canciones de la película Mary Poppins, el nº interminable de pasos que hay que memorizar por lo complicado del protocolo allí, las sonrisas de Lady Di para todo el mundo menos para su padre, al que no perdonó que se hubiera vuelto a casar, los comentarios tan desafortunados del príncipe Carlos a las hijas de la embajadora llamándolas devoradoras de carne al saber que eran de Uruguay, todos los miembros de la familia real inglesa seguidos de varios ayudantes que eran clónicos entre sí y con la persona a la que sirvieran. En fin, todo muy original. Igual que no están bien vistas entre los ingleses las muestras de afecto, todo circunspección, para muchas cosas sin embargo son muy infantiles, e incluso excéntricos diría yo.

Lo mejor fue la presentación oficial de los embajadores al llegar al país. Al ir a hacer la reverencia a la reina, a la embajadora se le enganchó el largo colgante que llevaba, recuerdo de su madre, con la falda del vestido, por lo que éste se levantó dejando las enaguas al aire sin que ella se percatara. Sólo cuando vio las expresiones de su marido, la comitiva y la propia reina fue consciente del ridículo que estaba haciendo, aunque la amable reacción de ésta quitándole importancia hizo que las reticencias que tenía respecto a ella casi desaparecieran. Pensó para contentarse que menos mal que se había puesto enaguas y así no enseñó la “bombacha”, que es como en su país se debe decir bragas.

Pero el colmo de todo lo que le podía suceder a esta mujer tuvo lugar cuando se casó una de las hijas, y ésta se olvidó de contratar a los camareros para el banquete, a pesar de ser la única misión que tenía asignada la novia. Al enterarse, ya con todos los invitados en el cocktail de llegada y los contrayentes desaparecidos por varias horas haciéndose fotos por ahí, cayó en fase depresiva tirada en un sillón con varios vasos de whisky encima para digerir el momento, hasta que llegó Miguel Bosé, que está metido en todos los saraos, y organizó a los comensales para que hicieran las veces de camareros. Invitados ochenteros de varias partes del mundo, muy original una vez más.

También fue inolvidable la invitación que unos aristócratas ingleses les hicieron a su mansión en el campo. Eran un matrimonio muy curioso que se había propuesto casar al primogénito de sus hijos, el único que aún no tenía novia y que era muy poco agraciado en todos los sentidos, con una de las hijas de ellos. Sucedieron cosas rocambolescas durante aquel encuentro, aunque lo que más me divirtió fue la descripción de la gélida campiña y ellos tomando un gazpacho helado preparado por sus anfitriones.

Y lo más extraño de todo, un matrimonio que se encargaba de atenderles en casa, que eran muy raros y las pocas palabras que decían se referían a la 1ª mujer de Onassis, a la que sirvieron y con quien la comparaban. Hasta que un día vió que uno de ellos le hacía fotos a la autora del libro desde el jardín, y al subir a sus habitaciones para interrogarles se los encontró disfrados, a él de folclórica y a ella como un hombre pero sin nada por abajo, con una música flamenca de fondo. Servir a latinos les había inspirado algo español.

De vuelta a Uruguay el embajador pasó un tiempo “haciendo pasillos”, que es como llaman allí a no tener un destino concreto, y poco más le fue encomendado hasta que se jubiló. Los autores del libro siempre pensaron que fue poca cosa para un diplomático de raza como él.

Intercaladas entre unas historias y otras la embajadora escribe recetas de cocina de todos los lugares por los que pasó. La comida fue siempre importante para ella, una buena mesa podía facilitar acuerdos y relaciones entre países.

Aunque resulta un poco cursi en algunos de sus comentarios, en realidad resulta una mujer encantadora, enamorada de su marido al que sigue por el mundo entero, amantísima madre, jovial amiga. El libro en realidad está escrito por ella, aunque dos de sus hijos tengan la autoría, pues sólo se limitan a apostillar o ampliar lo que dice su progenitora.

Un libro curioso, entretenido, estupendo para pasar un buen rato y ver la vida en ciertos países y a algunos personajes famosos con otros ojos, los de una embajadora entregada a su misión que lo mismo se puede permitir el lujo de poner caviar en sus recepciones, que debe conformarse con poner sardinas (es un decir) cuando no da el presupuesto para más. Es, al fin y al cabo, una mujer con un enorme sentido del humor, con una mezcla de responsabilidad y despiste, dinámica, siempre dispuesta a todo, que se divierte observando los contrastes y las paradojas del ser humano, incluyéndose a sí misma. Es, lo que yo suelo decir de mí misma, muy gansa.

Aunque la autora señala que sólo se han incluído los pasajes más desenfadados, pues como en cualquier vida o profesión hubo luces y sombras, y de lo que se trataba era de hacer pasar un buen rato, desde luego nadie podrá decir que tuvo nunca cabida el aburrimiento.

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