Iba yo en el autobús hace unos días cuando un nutrido grupo de turistas subió a la altura de un hotel que hace poco han inaugurado en mi barrio. Por su aspecto pensé que serían chinos o japoneses, pero cuando hablaron lo hicieron en un español con suave acento sudamericano.
Eran todo matrimonios sexagenarios o más. Las mujeres iban impecablemente peinadas con un estilo muy parecido, cortes modernos, alisados perfectos e inamovibles (asiáticos, cómo no), maquillajes que resaltaban sus facciones orientales, bellas a pesar de la edad.
Una de ellas se sentó a mi lado y no tardó en entablar conversación conmigo. Me contó que eran un grupo de 38 personas procedentes de Perú, donde tienen un club con el que practican deporte, organizan comidas y cenas y, últimamente, viajan. Habían estado antes en Italia y Suiza. La 1ª les pareció muy sucia (no sé dónde se meterían, porque nada dijo de las maravillosas obras de arte), y la 2ª muy cara: una botella de agua que aquí te cuesta 2 € allí son 13.
Parecía encantada con nuestro país. Dijo que en España somos muy acogedores y amables. Comentó que habían estado antes en Barcelona y Toledo, y que esa misma noche cogían el avión de regreso a Perú, donde les esperaba el crudo invierno, que no les apetecía nada. Daba la impresión de que no quería que se acabara la tournée, pues lo estaban pasando muy bien.
Le comenté que al entrar había pensado que venían de China o Japón, pero que al decir que eran de Perú recordé que había allí mucha gente descendiente de emigrantes japoneses. Me vino a la cabeza la deleznable figura de Fujimori, que fue presidente de aquella nación. Hasta su elección no supe que existía una colonia nipona allí. Me chocaba ver a un hombre con rasgos orientales gobernando un país sudamericano. Pero enseguida se vio que estaba muy integrado, porque no tardó en adoptar la costumbre de los líderes latinoamericanos de abundar en la corrupción, aunque aquí últimamente tampoco nosotros nos quedamos atrás.
Ella me comentó que habían ido todo el tiempo con una guía, pero que ésta ya se había despedido y que ese era el día libre que les había dejado, el último en España, en el que podían hacer lo que quisieran, sin planificación. Dio a entender que por eso estaban tan eufóricos, como niños a los que dejan solos para que jueguen a su antojo, pero también esto originaba una cierta confusión a la hora de decidir la mejor ruta a seguir para ir a tal o cual lugar. Nada como la aventura, y la improvisación.
Mi interlocutora me señaló con la cabeza a uno de los miembros de su grupo, sentado allí cerca, que era el único que no hablaba ni reía. Parecía estar en stand by, y ser muy mayor. Todo lo observaba con esa imperturbable indiferencia con que miran los ancianos orientales. Ella me dijo que tenía 84 años, y que seguía el ritmo de todos como uno más, sin quejarse nunca ni mostrar cansancio. Pensé que me encantaría poder llegar a esa edad y en esas condiciones, aunque me temo que a los que no nos acompaña una buena genética nos lo tendremos que currar.
La gente que nos visita se suele fijar en cosas que a los que ya estamos aquí nos pasan desapercibidas, por la costumbre, lo mismo que nos pasa a nosotros cuando viajamos fuera. Así ella me dijo que le llamaba la atención que el autobús basculara cada vez que se abrían las puertas. Le comenté que era para facilitar la bajada de los pasajeros, y que no siempre el conductor tenía a bien accionarlo. Ella manifestó sorprendida que creía que lo hacía automáticamente el mecanismo de apertura de puertas. Como hacía calor abrí una ventana, y ella me dijo que creía que era costumbre no abrirlas, pues aunque hiciera calor siempre iban cerradas y nadie las abría. Cómo explicarle que aquí, por alguna extraña razón, a nadie le gusta abrir ventanas por mucho calor que haga o por muy mal que huela.
Se dirigían todos a La Almudena, y la señalaban emocionados cuando pasamos cerca con el autobús. Al llegar a la plaza de Puerta Cerrada le señalé una calle al final de la cual la encontrarían sin tener que subir cuestas, pero por lo visto alguien les había dicho que era mejor ir a la Puerta del Sol, destino final de nuestro trayecto. Uno de los miembros del grupo, que estaba de pie en la puerta, parecía enfadado porque se quería bajar en cuanto avistó la catedral, pero nadie le secundó.
Cada vez que había que tomar una decisión se ponían a hablar todos a la vez, y siempre algunos de ellos rogaban que se bajara la voz en cuanto se elevaba el tono. En España hay muchos sitios públicos, como los hospitales, en los que han tenido que poner carteles para avisar de que se mantenga un tono de voz moderado en todo momento. Me fijo en estos visitantes extranjeros, cuya educación contrasta tanto con nuestros modales.
Me despedí de mi interlocutora, pues me bajaba una parada antes del final, deseándoles que lo pasaran muy bien el tiempo que les quedaba de estar por aquí. Me simpatizaron mucho estos turistas, parecían un grupo de chiquillos curiosos deseosos de conocer y aprender cosas nuevas. A pesar de sus edades se comportaban con el mismo entusiasmo e ilusión con que normalmente lo hacemos cuando somos más jóvenes. Está muy bien eso de formar parte de un grupo en el que se comparten gustos, y tiene todo el mundo la misma educación. Me dan ganas de irme a Perú, con ellos.
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