Leer el clásico de Oscar Wilde, “El retrato de Dorian Gray”, me ha hecho pensar sobre ciertos aspectos que parecen estar de rabiosa actualidad aún hoy en día. El culto a la belleza, por ejemplo. Aquí se habla tanto de la belleza estética como del alma, que en el caso del protagonista no van a la par.
Dorian Gray es retratado por un amigo pintor que ha caído rendido ante su indiscutible perfección física, pero por un vehemente deseo del retratado, es el cuadro el que sufre los cambios que el paso del tiempo y las mudanzas del espíritu dejan en su persona y no él, que permanece eternamente joven y hermoso. La sola idea del deterioro del cuerpo por el transcurso de los años o por la entrega a todo tipo de excesos es insufrible para Dorian, que ha depositado sus anhelos en la propia vanidad, en lo superficial, en las apariencias.
Tras el primer pecado cometido, la crueldad contra una mujer que lo quiere y que provocará el suicidio de ésta, el retrato del protagonista empieza a cambiar, y en lo sucesivo cada acto impío que lleve a cabo irá deformando en el cuadro la belleza inicial de su rostro y su figura, hasta que termine convirtiéndose en una especie de sombra siniestra de sí mismo y sólo quede un leve rastro de perfección estética que haga reconocible al modelo original.
Aquel primer delito moral fue el detonante de los que vinieron después. Oscar Wilde parece un tanto inexorable en este sentido, es como si sus personajes se vieran influidos por poderosas fuerzas externas que los empujan en una determinada y terrible dirección, incapaces de eludir un destino infernal ni de rectificar sobre la marcha, aún sabiendo lo que les espera. Pero a Dorian Gray sólo le obsesiona su retrato, las mutaciones que va sufriendo, lo tiene oculto en un lugar remoto de su casa y de vez en cuando lo mira con morbosa curiosidad, para ver cómo se va degradando. Y es que Dorian abandona su inicial inocencia para terminar convirtiéndose en un auténtico psicópata, pues por un lado se lamenta de las infamias cometidas pero por otro lado se recrea en ellas, su propia maldad le arrastra y le anega en sus negras aguas, y cuantas más crueldades realiza, más culpable se siente y al mismo tiempo más placer encuentra en ello. El protagonista vive con despreocupación, pues es él el que permanece inmutable y es el retrato el que acusa el desgaste físico y emocional que a él le correspondería.
El culto a la belleza externa parece haber alcanzado también hoy en día extremos rayanos en la locura, llegando a deformar la propia naturaleza con intervenciones de estética que no pueden ser más antiestéticas, en un afán de recuperar la lozanía que sólo en la juventud se tiene o para “arreglar” aquello que pensamos que la madre Naturaleza nos ha otorgado imperfectamente.
Pero hay otra clase de belleza a la que sólo se llega precisamente por el transcurso de los años, que tiene que ver con el estado del alma y ciertos rasgos físicos adquiridos en la madurez, que son en su conjunto atractivos y sugerentes, y pueden tener más contundencia que la simple perfección física de la primera edad, aún carente de resonancias anímicas y un poco hueca.
La belleza no se reduce al tamaño del pecho o de los labios, ni la eliminación de las arrugas de la cara o del exceso de grasa corporal. Tampoco en lo que hacen los hombres, con tanta musculación en los gimnasios o tantos tratamientos para devolver el pelo al lugar que ocupaba en la cabeza. Es todo artificial. Los gestos, la forma de hablar, de moverse, de comportarse, de relacionarse con los demás, constituyen un conjunto que nos aporta belleza y que no sucumbe al paso del tiempo, antes al contrario, nos define y nos acompaña siempre. Y rodearse de cosas bonitas, de cuadros bellos, de libros bellos, de personas que son bellas sobre todo por dentro, en fin, de todo aquello que nos guste, contribuye a que esa belleza no se pierda.
Esto es lo que me ha hecho pensar el libro de Oscar Wilde. No en vano su punto de vista sobre casi todas las cosas, tan renovador en su época, supuso un soplo de aire fresco en la encorsetada sociedad que le tocó vivir y un ejercicio de librepensamiento a seguir aún en nuestros días. La belleza fue su fuente de inspiración. El sentido de la estética cambia con el paso del tiempo, no hay un único punto de vista inmutable, pero aún así qué diría si pudiera ver ahora en lo que se ha convertido.
Dorian Gray es retratado por un amigo pintor que ha caído rendido ante su indiscutible perfección física, pero por un vehemente deseo del retratado, es el cuadro el que sufre los cambios que el paso del tiempo y las mudanzas del espíritu dejan en su persona y no él, que permanece eternamente joven y hermoso. La sola idea del deterioro del cuerpo por el transcurso de los años o por la entrega a todo tipo de excesos es insufrible para Dorian, que ha depositado sus anhelos en la propia vanidad, en lo superficial, en las apariencias.
Tras el primer pecado cometido, la crueldad contra una mujer que lo quiere y que provocará el suicidio de ésta, el retrato del protagonista empieza a cambiar, y en lo sucesivo cada acto impío que lleve a cabo irá deformando en el cuadro la belleza inicial de su rostro y su figura, hasta que termine convirtiéndose en una especie de sombra siniestra de sí mismo y sólo quede un leve rastro de perfección estética que haga reconocible al modelo original.
Aquel primer delito moral fue el detonante de los que vinieron después. Oscar Wilde parece un tanto inexorable en este sentido, es como si sus personajes se vieran influidos por poderosas fuerzas externas que los empujan en una determinada y terrible dirección, incapaces de eludir un destino infernal ni de rectificar sobre la marcha, aún sabiendo lo que les espera. Pero a Dorian Gray sólo le obsesiona su retrato, las mutaciones que va sufriendo, lo tiene oculto en un lugar remoto de su casa y de vez en cuando lo mira con morbosa curiosidad, para ver cómo se va degradando. Y es que Dorian abandona su inicial inocencia para terminar convirtiéndose en un auténtico psicópata, pues por un lado se lamenta de las infamias cometidas pero por otro lado se recrea en ellas, su propia maldad le arrastra y le anega en sus negras aguas, y cuantas más crueldades realiza, más culpable se siente y al mismo tiempo más placer encuentra en ello. El protagonista vive con despreocupación, pues es él el que permanece inmutable y es el retrato el que acusa el desgaste físico y emocional que a él le correspondería.
El culto a la belleza externa parece haber alcanzado también hoy en día extremos rayanos en la locura, llegando a deformar la propia naturaleza con intervenciones de estética que no pueden ser más antiestéticas, en un afán de recuperar la lozanía que sólo en la juventud se tiene o para “arreglar” aquello que pensamos que la madre Naturaleza nos ha otorgado imperfectamente.
Pero hay otra clase de belleza a la que sólo se llega precisamente por el transcurso de los años, que tiene que ver con el estado del alma y ciertos rasgos físicos adquiridos en la madurez, que son en su conjunto atractivos y sugerentes, y pueden tener más contundencia que la simple perfección física de la primera edad, aún carente de resonancias anímicas y un poco hueca.
La belleza no se reduce al tamaño del pecho o de los labios, ni la eliminación de las arrugas de la cara o del exceso de grasa corporal. Tampoco en lo que hacen los hombres, con tanta musculación en los gimnasios o tantos tratamientos para devolver el pelo al lugar que ocupaba en la cabeza. Es todo artificial. Los gestos, la forma de hablar, de moverse, de comportarse, de relacionarse con los demás, constituyen un conjunto que nos aporta belleza y que no sucumbe al paso del tiempo, antes al contrario, nos define y nos acompaña siempre. Y rodearse de cosas bonitas, de cuadros bellos, de libros bellos, de personas que son bellas sobre todo por dentro, en fin, de todo aquello que nos guste, contribuye a que esa belleza no se pierda.
Esto es lo que me ha hecho pensar el libro de Oscar Wilde. No en vano su punto de vista sobre casi todas las cosas, tan renovador en su época, supuso un soplo de aire fresco en la encorsetada sociedad que le tocó vivir y un ejercicio de librepensamiento a seguir aún en nuestros días. La belleza fue su fuente de inspiración. El sentido de la estética cambia con el paso del tiempo, no hay un único punto de vista inmutable, pero aún así qué diría si pudiera ver ahora en lo que se ha convertido.