Quién no ha copiado alguna vez en algún examen. Yo lo hice en alguna ocasión durante la época del instituto, en matemáticas cuando no tenía nada claro si iba a ser capaz de recordar tal o cual fórmula. Siempre lo hice llevada por la desesperación, por la falta de confianza en mis posibilidades, más que por no estudiar y querer pasar el trago sin tener que esforzarme.
Pero los hay que lo hacen por sistema. Son gente que se engaña a sí misma queriendo pasar deshonestamente una prueba que en realidad no se plantea para dificultar la vida, sino para dar la oportunidad de demostrar que se ha aprendido, que es lo que se supone que tenemos que hacer en esos sitios. Siempre he pensado que es más la molestia que se toman haciendo esas interminables chuletas que aprendiéndose la lección. La calificación obtenida con engaños nunca es cierta, no podría ser nunca la prueba fehaciente de la aptitud de nadie, y así se convierte uno en un eterno ignorante.
Creo que fue a algún profesor al que le oí decir que copiar era sobre todo una competencia desleal respecto a los demás compañeros. Se supone que lo justo es que nos examinemos en igualdad de condiciones. Es como el que hace trampa en cualquier campeonato, podrá ganar el primer premio pero en su conciencia siempre sabrá que no lo merecía, que era otra persona la que tenía que habérselo llevado. Es a nuestra propia conciencia a la que tenemos que satisfacer.
Recuerdo que la gente se metía papelitos en las mangas del jersey o los enrollaba dentro de la carcasa de los bolígrafos. Yo, las pocas veces que lo hice, era de las de chuleta escrita en la palma de la mano. Un poco chusco quizá.
Pero la cosa cambió cuando llegué a la facultad. Las enormes dimensiones de los espacios universitarios iban parejas a las enormes dimensiones que llegó a alcanzar mi sentido de la ética, que se volvió muy laxa. Recuerdo que hubo una asignatura en la que nos enseñaban a manejar un artilugio feo y extraño, el tipómetro, de la época antediluviana ya entonces, para confeccionar columnas periodísticas. Era un ejercicio artesano y rudimentario, con muchas medidas aquí y allá, todas incomprensibles para mí. Lo peor era la certeza que yo tenía de la inutilidad de todo aquello, y cuando algo me parece inútil mi desinterés es siempre creciente. Yo aquello no sabía ni por dónde cogerlo, y fue un compañero que se sentaba detrás de mí el que me “sopló” el examen. Creo que nunca se lo agradecí bastante.
Y qué decir de aquella vez en que coincidí con mi hermana en clase por una asignatura que me debió quedar pendiente, el primer año. Sólo mediaba un pasillo entre nosotras, sentadas en la última fila, con más de doscientas personas delante, sin vigilancia. Qué peligro teníamos. Dejamos caer como al descuido nuestros examenes en el suelo del pasillo y nos los intercambiamos para completar lo que una sabía y la otra había dejado de poner. Como en una coreografía.
Pero lo mejor fue en aquella asignatura que tenía un libro gordísimo, válido para tres cursos. Casi todos lo teníamos abierto durante el examen encima de la mesa, y anda que era pequeño. Nos aprovechábamos de la profesora que impartía la asignatura, que era bastante insoportable, estaba como una carraca y no se enteraba de nada. La asignatura en sí tampoco aportaba gran cosa a nuestros conocimientos, los temas estaban llenos de paja, eran insustanciales.
Cuando oigo hablar ahora de pequeñas videocámaras para que otros vean tu examen y te lo vayan diciendo a través de pinganillos estratégicamente colocados en los oídos, no dejo de alucinar. Hasta los móviles con sus cámaras sirven para que luego te pasen las respuestas con mensajes. Las tecnologías se sofistican con el paso del tiempo en beneficio de la picardía general. Se trata de pasar el trago con el menor esfuerzo posible.
El que haya copiado alguna vez sabe la descarga de adrenalina que supone hacer uso de una chuleta y ver cómo se aproxima el profesor. El arte del disimulo no está al alcance de todos y hay que tener mucha sangre fría, o mucha cara dura, según se mire. Sabes que como te pillen te la cargas, además del descrédito y la vergüenza que se pasa delante de toda la clase. Hubiera preferido que me tragara la tierra antes de que me pasara eso a mí. Los chicos de hoy en día no creo que lo fueran a pasar tan mal si los pillaran in fraganti, tienen una actitud frente al oprobio distinta de la que teníamos hace años.
En fin, buena gana de pasar un mal rato, aunque haya gente que parece que se divierta haciendo este tipo de cosas. Lo de tomar el pelo al profesor y creerse más listo que nadie (mira esos pobres tontos que estudian cuando lo pueden hacer más fácil copiando), es lo que da sentido a estas prácticas, pero le hacen un flaco favor a las neuronas.
Alguna vez hay que probarlo, como todo lo que está prohibido, pero lo menos posible.
Pero los hay que lo hacen por sistema. Son gente que se engaña a sí misma queriendo pasar deshonestamente una prueba que en realidad no se plantea para dificultar la vida, sino para dar la oportunidad de demostrar que se ha aprendido, que es lo que se supone que tenemos que hacer en esos sitios. Siempre he pensado que es más la molestia que se toman haciendo esas interminables chuletas que aprendiéndose la lección. La calificación obtenida con engaños nunca es cierta, no podría ser nunca la prueba fehaciente de la aptitud de nadie, y así se convierte uno en un eterno ignorante.
Creo que fue a algún profesor al que le oí decir que copiar era sobre todo una competencia desleal respecto a los demás compañeros. Se supone que lo justo es que nos examinemos en igualdad de condiciones. Es como el que hace trampa en cualquier campeonato, podrá ganar el primer premio pero en su conciencia siempre sabrá que no lo merecía, que era otra persona la que tenía que habérselo llevado. Es a nuestra propia conciencia a la que tenemos que satisfacer.
Recuerdo que la gente se metía papelitos en las mangas del jersey o los enrollaba dentro de la carcasa de los bolígrafos. Yo, las pocas veces que lo hice, era de las de chuleta escrita en la palma de la mano. Un poco chusco quizá.
Pero la cosa cambió cuando llegué a la facultad. Las enormes dimensiones de los espacios universitarios iban parejas a las enormes dimensiones que llegó a alcanzar mi sentido de la ética, que se volvió muy laxa. Recuerdo que hubo una asignatura en la que nos enseñaban a manejar un artilugio feo y extraño, el tipómetro, de la época antediluviana ya entonces, para confeccionar columnas periodísticas. Era un ejercicio artesano y rudimentario, con muchas medidas aquí y allá, todas incomprensibles para mí. Lo peor era la certeza que yo tenía de la inutilidad de todo aquello, y cuando algo me parece inútil mi desinterés es siempre creciente. Yo aquello no sabía ni por dónde cogerlo, y fue un compañero que se sentaba detrás de mí el que me “sopló” el examen. Creo que nunca se lo agradecí bastante.
Y qué decir de aquella vez en que coincidí con mi hermana en clase por una asignatura que me debió quedar pendiente, el primer año. Sólo mediaba un pasillo entre nosotras, sentadas en la última fila, con más de doscientas personas delante, sin vigilancia. Qué peligro teníamos. Dejamos caer como al descuido nuestros examenes en el suelo del pasillo y nos los intercambiamos para completar lo que una sabía y la otra había dejado de poner. Como en una coreografía.
Pero lo mejor fue en aquella asignatura que tenía un libro gordísimo, válido para tres cursos. Casi todos lo teníamos abierto durante el examen encima de la mesa, y anda que era pequeño. Nos aprovechábamos de la profesora que impartía la asignatura, que era bastante insoportable, estaba como una carraca y no se enteraba de nada. La asignatura en sí tampoco aportaba gran cosa a nuestros conocimientos, los temas estaban llenos de paja, eran insustanciales.
Cuando oigo hablar ahora de pequeñas videocámaras para que otros vean tu examen y te lo vayan diciendo a través de pinganillos estratégicamente colocados en los oídos, no dejo de alucinar. Hasta los móviles con sus cámaras sirven para que luego te pasen las respuestas con mensajes. Las tecnologías se sofistican con el paso del tiempo en beneficio de la picardía general. Se trata de pasar el trago con el menor esfuerzo posible.
El que haya copiado alguna vez sabe la descarga de adrenalina que supone hacer uso de una chuleta y ver cómo se aproxima el profesor. El arte del disimulo no está al alcance de todos y hay que tener mucha sangre fría, o mucha cara dura, según se mire. Sabes que como te pillen te la cargas, además del descrédito y la vergüenza que se pasa delante de toda la clase. Hubiera preferido que me tragara la tierra antes de que me pasara eso a mí. Los chicos de hoy en día no creo que lo fueran a pasar tan mal si los pillaran in fraganti, tienen una actitud frente al oprobio distinta de la que teníamos hace años.
En fin, buena gana de pasar un mal rato, aunque haya gente que parece que se divierta haciendo este tipo de cosas. Lo de tomar el pelo al profesor y creerse más listo que nadie (mira esos pobres tontos que estudian cuando lo pueden hacer más fácil copiando), es lo que da sentido a estas prácticas, pero le hacen un flaco favor a las neuronas.
Alguna vez hay que probarlo, como todo lo que está prohibido, pero lo menos posible.