Hacía treinta años que no había vuelto a escribir sobre Félix Rodríguez de la Fuente, cuando estando en el último año del colegio le dediqué un pequeño artículo que gustó mucho y estuvo un tiempo expuesto en el tablón de corcho que teníamos en clase, a propósito de su repentino fallecimiento. Ahora que se cumplen tres décadas de su desaparición, sigue vivo en el recuerdo de todos y sus obras continúan instruyéndonos y haciéndonos apreciar la riqueza y belleza de nuestra fauna.
He leído que le llamaban “la memoria de tantas infancias”. Y bien cierto es. Sus programas televisivos alcanzaban cotas de audiencia como pocos. En una época en que el material de grabación era pesado y costoso de transportar y no existían los adelantos técnicos que tenemos hoy en día, él consiguió hacer reportajes sobre los animales que pueblan nuestra geografía que fueron únicos y que nada tienen que envidiar a los que actualmente hace el Nathional Geografic o Discovery.
“El sembrador de la conciencia ecológica”, se le dio en llamar. Félix, un hombre sencillo cuya principal pasión era internarse en bosques y montañas y observar el comportamiento animal, cursó estudios de estomatología para complacer a su padre, pero pronto no tardó en orientar su actividad profesional hacia otros derroteros. Empezó con la cetrería, y con esta ocupación fue invitado a participar en un programa de televisión, apareciendo en los estudios con una ave rapaz sobre su guante de cuero.
Su particular forma de hablar, de escribir los guiones, resaltando tal o cual peculiaridad del animal que apareciera en cada escena que rodaba, hacía muy ameno el recorrido vital que nos quería contar, acercándonos a las costumbres de especies animales que, aún pudiendo ver en cualquier paseo que hiciéramos por el campo o el monte, nos resultaban ignotas. Usaba un lenguaje sencillo, cercano, y al mismo tiempo profundo y con tintes poéticos. Él era el primero que disfrutaba con el espectáculo que la Vida ofrece.
Pequeños y grandes silencios acompañaban a las imágenes, que a veces valían más que mil palabras, dejándonos solos por unos momentos frente a la singularidad que el curso de la Naturaleza desarrollaba ante nuestros ojos. Cuántas horas, días de trabajo para captar el momento crucial de tal o cual vicisitud en la vida de los animales libres.
Recuerdo especialmente al águila culebrera zampándose a trompicones una serpiente de gran longitud. Parecía que se iba a asfixiar en cualquier momento por el esfuerzo. O la cabra que, quieta sobre el risco de un escarpado monte, era atrapada por las garras de un águila enorme e izada y llevada volando hacia no se sabe qué lugar donde tendría su nido.
Cada episodio comenzaba con una música trepidante, casi selvática, que te llenaba de una fuerza que está latente en todos los que estamos vivos y que él despertaba, y que te preparaba para las salvajes imágenes (entendida salvajes como desarrolladas en libertad, sin intervención humana), que vendrían a continuación. Mientras se escuchaba la sintonía, se sucedían vertiginosamente pequeños trozos de documentales que Félix había hecho, y recuerdo que me impresionaba especialmente un momento en el que aparecía él sujetando una enorme anaconda por el cuello y ésta se abalanzaba hacia su cara con sus fauces abiertas, consiguiendo por poco detener el impulso animal desviándolo a escasos centímetros de su objetivo, con unos reflejos extraordinarios.
Félix Rodríguez de la Fuente se hizo famoso sobre todo porque cambió la imagen que teníamos del lobo como animal sanguinario y peligroso. Son memorables las escenas en las que se retratan sus costumbres, su forma de relacionarse, no muy distintas de la del resto de los animales. Él también aparecía junto a ellos, ante la estupefacción general, procurando ganarse su confianza. Los animales en general, si no se sienten amenzanados ni con hambre, no tienen por qué ser una amenaza. En una ocasión, junto con sus colaboradores, rescató a dos crías de lobo que estaban a punto de morir de hambre y de frío. Sobre la marcha, fue descubriendo cómo había que cuidarlas: al principio intentaba darles el biberón de leche, sin conseguir que abrieran la boca. Cuando comenzó a limpiarlas con una esponja impregnada en agua tibia, notó cómo les abandonaba el miedo y se iban relajando, emitiendo pequeños gruñidos de placer. Entonces, como ya tenían dientes, se le ocurrió que quizá preferirían la carne. No la quisieron. Recordó que las lobas la ingieren primero y cuando llegan a su madriguera la devuelven y la mastican para dársela a sus crías. Un compañero empezó a escupir sobre la carne que les habían traído y sí se la comieron. Supo que la saliva humana y la del lobo eran muy parecidas.
Su hija pequeña, que dirige la fundación que lleva su nombre, encargada de conservar y promocionar su legado, afirmaba hace poco que “sus programas eran una experiencia familiar”. Todos nos reuníamos en torno a la televisión para dejarnos llevar por la fuerza de las imágenes y las historias que relataba. Félix Rodríguez de la Fuente nos transmitía su pasión por la Naturaleza, nos desvelaba sus secretos, los ponía al alcance de todos. Decía que nada está aquí por casualidad.
He leído que le llamaban “la memoria de tantas infancias”. Y bien cierto es. Sus programas televisivos alcanzaban cotas de audiencia como pocos. En una época en que el material de grabación era pesado y costoso de transportar y no existían los adelantos técnicos que tenemos hoy en día, él consiguió hacer reportajes sobre los animales que pueblan nuestra geografía que fueron únicos y que nada tienen que envidiar a los que actualmente hace el Nathional Geografic o Discovery.
“El sembrador de la conciencia ecológica”, se le dio en llamar. Félix, un hombre sencillo cuya principal pasión era internarse en bosques y montañas y observar el comportamiento animal, cursó estudios de estomatología para complacer a su padre, pero pronto no tardó en orientar su actividad profesional hacia otros derroteros. Empezó con la cetrería, y con esta ocupación fue invitado a participar en un programa de televisión, apareciendo en los estudios con una ave rapaz sobre su guante de cuero.
Su particular forma de hablar, de escribir los guiones, resaltando tal o cual peculiaridad del animal que apareciera en cada escena que rodaba, hacía muy ameno el recorrido vital que nos quería contar, acercándonos a las costumbres de especies animales que, aún pudiendo ver en cualquier paseo que hiciéramos por el campo o el monte, nos resultaban ignotas. Usaba un lenguaje sencillo, cercano, y al mismo tiempo profundo y con tintes poéticos. Él era el primero que disfrutaba con el espectáculo que la Vida ofrece.
Pequeños y grandes silencios acompañaban a las imágenes, que a veces valían más que mil palabras, dejándonos solos por unos momentos frente a la singularidad que el curso de la Naturaleza desarrollaba ante nuestros ojos. Cuántas horas, días de trabajo para captar el momento crucial de tal o cual vicisitud en la vida de los animales libres.
Recuerdo especialmente al águila culebrera zampándose a trompicones una serpiente de gran longitud. Parecía que se iba a asfixiar en cualquier momento por el esfuerzo. O la cabra que, quieta sobre el risco de un escarpado monte, era atrapada por las garras de un águila enorme e izada y llevada volando hacia no se sabe qué lugar donde tendría su nido.
Cada episodio comenzaba con una música trepidante, casi selvática, que te llenaba de una fuerza que está latente en todos los que estamos vivos y que él despertaba, y que te preparaba para las salvajes imágenes (entendida salvajes como desarrolladas en libertad, sin intervención humana), que vendrían a continuación. Mientras se escuchaba la sintonía, se sucedían vertiginosamente pequeños trozos de documentales que Félix había hecho, y recuerdo que me impresionaba especialmente un momento en el que aparecía él sujetando una enorme anaconda por el cuello y ésta se abalanzaba hacia su cara con sus fauces abiertas, consiguiendo por poco detener el impulso animal desviándolo a escasos centímetros de su objetivo, con unos reflejos extraordinarios.
Félix Rodríguez de la Fuente se hizo famoso sobre todo porque cambió la imagen que teníamos del lobo como animal sanguinario y peligroso. Son memorables las escenas en las que se retratan sus costumbres, su forma de relacionarse, no muy distintas de la del resto de los animales. Él también aparecía junto a ellos, ante la estupefacción general, procurando ganarse su confianza. Los animales en general, si no se sienten amenzanados ni con hambre, no tienen por qué ser una amenaza. En una ocasión, junto con sus colaboradores, rescató a dos crías de lobo que estaban a punto de morir de hambre y de frío. Sobre la marcha, fue descubriendo cómo había que cuidarlas: al principio intentaba darles el biberón de leche, sin conseguir que abrieran la boca. Cuando comenzó a limpiarlas con una esponja impregnada en agua tibia, notó cómo les abandonaba el miedo y se iban relajando, emitiendo pequeños gruñidos de placer. Entonces, como ya tenían dientes, se le ocurrió que quizá preferirían la carne. No la quisieron. Recordó que las lobas la ingieren primero y cuando llegan a su madriguera la devuelven y la mastican para dársela a sus crías. Un compañero empezó a escupir sobre la carne que les habían traído y sí se la comieron. Supo que la saliva humana y la del lobo eran muy parecidas.
Su hija pequeña, que dirige la fundación que lleva su nombre, encargada de conservar y promocionar su legado, afirmaba hace poco que “sus programas eran una experiencia familiar”. Todos nos reuníamos en torno a la televisión para dejarnos llevar por la fuerza de las imágenes y las historias que relataba. Félix Rodríguez de la Fuente nos transmitía su pasión por la Naturaleza, nos desvelaba sus secretos, los ponía al alcance de todos. Decía que nada está aquí por casualidad.
Aún no nos hemos recuperado del shock que supuso su repentina, inesperada, prematura y absurda muerte en un accidente el día de su 52 cumpleaños, mientras trabajaba. Él, que fue terriblemente humano, vivió en armonía con el mundo y la Naturaleza hasta el final, como deberíamos vivir todos.