domingo, 28 de marzo de 2010

Los chicos del coro



No es la primera vez que compruebo, tanto en la realidad como en la ficción, que la música se convierte en la tabla de salvación para unas almas perdidas en los abismos de la desesperanza, el abandono y la incomprensión.

En “Los chicos del coro” vemos cómo un grupo de niños, internados en un horrible colegio por diversos motivos (unos porque son huérfanos, otros porque sus padres no pueden hacerse cargo de ellos, otros porque son “difíciles”), son pasto de la desidia y la desobediencia sistemática hasta que aparece un nuevo supervisor del centro que, no sabiendo cómo inculcarles un poco de disciplina sin usar la violencia, se convertirá en el improvisado director de un coro compuesto por las voces menos educadas que hallarse pueda.

De qué otro modo se puede mantener ocupados a los niños cuando no hay clase, de qué forma se puede cultivar una afición artística en ellos que eleve sus miserables existencias a un nivel tan sublime que ni el mismo profesor hubiera imaginado jamás. Ya las primeras pruebas de voz que les hace son un tanto desalentadoras, y cuando los pone a cantar todos juntos el conjunto resulta todo menos armónico. Pero con ensayos constantes, aprovechando los ratos libres entre clase y clase, o el momento anterior a irse a acostar a última hora del día, junto a sus camas, sus voces se van educando y su entusiasmo crece al verse capaces de crear algo bello que sólo les pertenece a ellos.

El profesor, que se considera un compositor fracasado, encuentra en esta nueva experiencia una vía para dar salida a su inspiración musical, pues todo lo que cantan lo escribe especialmente para ellos, y también es una ocasión para demostrar su acierto como pedagogo, pues no es fácil hallar un motivo de satisfacción común a todos que además le de sentido a la vida.

El hallazgo de una voz maravillosa que destacará como solista en el coro se produce en la figura de un muchacho bellísimo cuyo comportamiento es especialmente conflictivo, y del que se llegará a ganar no sólo su confianza sino un afecto que durará para siempre.

A cada uno le da un papel en esta función según su tono de voz, y al que no sabe cantar, como el más pequeño de ellos, le hará su ayudante, o como uno de los más grandes, que carece de oído para la música y desafina sin piedad, que hará que sujete las partituras mientras él dirige. Nadie se queda al margen, todos ponen su granito de arena para que el resultado sea el mejor.

Pero lo que hace tan especial esta suma de circunstancias es la gran humanidad del profesor: nunca antes se había preocupado nadie por aquellos niños más allá de lo académico. Los malos comportamientos se castigaban duramente, y la tolerancia, el diálogo y la comprensión brillaban por su ausencia. Este hombre, que es la bondad en persona, se siente incapaz de impartir disciplina de una forma tan severa e implacable. Intenta primero entender las razones de la mala conducta, pide explicaciones, y en la mayoría de las ocasiones se conforma con reconvenirles de palabra. Pero cuando esto no sea suficiente, encontrará que el peor castigo que se les puede infringir a estos niños es apartarles del coro, aunque sea temporalmente, porque significará para ellos casi como si los apartaran de la vida misma.

Cuando sea cesado en su puesto, los niños, a los que se les ha prohibido despedirse de él, lanzarán a su paso por debajo de una ventana mensajes escritos en papel deseándole lo mejor (él reconoce al momento la caligrafía de unos y otros), una lluvia de afecto cayendo sobre su persona y unas manitas asomadas agitándose para decirle adiós. El más pequeño le seguirá, sin que él se de cuenta, hasta donde tiene que coger el autocar que le llevará a su nueva vida, y aunque intenta disuadirle, al final se queda con el niño.

Para un hombre que no tuvo nunca hijos, aquellos eran como si fueran suyos.

Hubo un profesor, que tuvo mi hija en dos cursos de primaria, que me recordó a este hombre, por su bondad, su dedicación, su gusto por la música, y su generosidad. Cuán pocos son los que se dedican a esta profesión porque sienten una verdadera vocación. Cuánta falta haría que hubiera más docentes como éstos, y más en los tiempos que corren.

Magnífico el niño que interpreta al solista (mi hija está fascinada por él), increíbles todos cada uno en su papel y, sobre todo, la música, absolutamente maravillosa.


 
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