Cuando se menciona a Liz Taylor me vienen a la cabeza unos ojos perfectos color violeta, un pelo brillante azabache y una piel de nácar. Cuerpo y personalidad, una combinación increíble en una mujer de complexión menuda pero de gigantescas dimensiones humanas y artísticas.
La podíamos ver siendo una niña interpretar películas destinadas al público infantil y juvenil. Ya entonces era muy vivaz, la vida se asomaba a sus ojos con toda su fuerza. Pero ella no fue la típica niña prodigio destinada a encasillarse en un papel y a acabar sus días de gloria en cuanto llegara a la edad adulta. Liz Taylor traspasó todas las fronteras brillantemente, y fue más allá.
En su juventud destacó con diferencia por delante de otras estrellas de su generación por los papeles, a veces controvertidos, que interpretó. Ella se atrevía con todo, y en los rodajes se hizo famosa la forma tan especial como trataba a todo el mundo y como creaba un ambiente cálido y acogedor, limando diferencias cuando las había entre los compañeros.
Es magnífica su actuación en films como “La gata sobre el tejado de zinc”, donde aparecía casi todo el tiempo en combinación, de satén blanco. O en “El árbol de la vida”, con Monty Clift, magnífico y atormentado actor, del que sería su mejor amiga hasta el día de su muerte. Fue ésta una época en la que hizo cine de aventuras y grandes dramas de Tennesse Williams.
En su madurez asistimos al surgimiento de una Elizabeth Taylor rotunda y sugestiva, igualmente entusiasta en todo lo que hacía, pero con una fuerza dramática nueva. Pone los pelos de punta verla en “¿Quién teme a Virginia Wolf?”, en la que sostiene una crudísima batalla dialéctica con otro gran actor, el que fuera su marido en dos ocasiones, Richard Burton. La película exhibe sin piedad la relación de amor-odio que vivió realmente con él, pues fueron dos seres con una fuerte personalidad que tan pronto se amaban y deseaban ciegamente como se destruían sin poderlo evitar.
En esta época se sometió en numerosas ocasiones a operaciones de cirugía estética, llegando a rodar una película con una de ellas, en directo, mientras la estaban interviniendo para rejuvenecer su rostro.
También publicó un libro sobre cómo mantener la línea, el otro gran problema con el que siempre luchó, en el que incluía recetas ideadas por ella misma.
Pero con lo que nos quedamos de Liz Taylor es, sobre todo, con su forma de interpretar, su manera de mirar, tan profunda, tan penetrante y tan inquietante a veces, su estilo al moverse, tan felino, el mohín de su boca cuando expresaba sorpresa, desdén o temor, su sonrisa luminosa, la expresión de su cuerpo cuando quería aparecer seductora o sentía la pasión del amor, o cuando se dejaba invadir por la desesperación. Era impresionante.
Con los años Liz Taylor fue espaciando sus apariciones cinematográficas. Ella nunca gozó de buena salud, y los múltiples achaques que venía arrastrando desde su niñez se le acumularon en la vejez. A parte de sus constantes problemas de espalda, que no dejaban de atormentarla desde que sufrió una aparatosa caída mientras montaba a caballo, pasó ya siendo mayor por un tumor cerebral del que, como en el resto de sus dolencias, se recuperó milagrosamente. Pero nunca se le notó, sufría sus dolores en solitario, nunca quiso despertar compasión ni ser una carga para nadie. Su carácter y su gran personalidad la hicieron superar todos los obstáculos con un optimismo y un amor a la vida sin precedentes.
Ahora la vemos en su silla de ruedas, asistiendo a fiestas y a conmemoraciones vestida como siempre con sus mejores galas, cubierta por espectaculares abrigos de piel y con joyas de valor incalculable. Ni la edad ni las enfermedades han conseguido cambiar su forma de vivir, sigue disfrutando de las cosas como siempre lo ha hecho.
Su fortuna es tan grande como el número de maridos que ha coleccionado, pues para ella el matrimonio era, más que nada, una forma de sellar el amor. Nadie le ha regalado nunca nada, todo lo que tiene se lo ha ganado con muchos años de esfuerzo y trabajo. Además posee una gran familia, entre hijos propios y adoptados, a la que ha procurado mantener al margen de la curiosidad pública siempre que le ha sido posible.
Contra todo pronóstico, Elizabeth Taylor ha sobrevivido a todo, a problemas de salud, a escándalos amorosos (nunca le importó lo que pensaran los demás, hacía las cosas con el corazón), al paso inexorable de los años, y ahora la tenemos en las portadas de las revistas, luciendo como siempre la mejor de sus sonrisas, con su toque de coquetería femenina que nunca la ha abandonado, y desde allí nos saluda y hace un guiño a la vida, de la que parece seguir esperándolo todo.
Es y será siempre un animal escénico, dulce o salvaje según la ocasión. Me quedo con el final de aquel monólogo suyo en “De repente, el último verano”, recitado tendida de medio lado en una cama, los ojos lánguidos, medio cerrados porque le está haciendo efecto una inyección que le acaban de poner: “Todos somos niños en un gran jardín de infancia, intentando deletrear la palabra DIOS con letras equivocadas”.
La podíamos ver siendo una niña interpretar películas destinadas al público infantil y juvenil. Ya entonces era muy vivaz, la vida se asomaba a sus ojos con toda su fuerza. Pero ella no fue la típica niña prodigio destinada a encasillarse en un papel y a acabar sus días de gloria en cuanto llegara a la edad adulta. Liz Taylor traspasó todas las fronteras brillantemente, y fue más allá.
En su juventud destacó con diferencia por delante de otras estrellas de su generación por los papeles, a veces controvertidos, que interpretó. Ella se atrevía con todo, y en los rodajes se hizo famosa la forma tan especial como trataba a todo el mundo y como creaba un ambiente cálido y acogedor, limando diferencias cuando las había entre los compañeros.
Es magnífica su actuación en films como “La gata sobre el tejado de zinc”, donde aparecía casi todo el tiempo en combinación, de satén blanco. O en “El árbol de la vida”, con Monty Clift, magnífico y atormentado actor, del que sería su mejor amiga hasta el día de su muerte. Fue ésta una época en la que hizo cine de aventuras y grandes dramas de Tennesse Williams.
En su madurez asistimos al surgimiento de una Elizabeth Taylor rotunda y sugestiva, igualmente entusiasta en todo lo que hacía, pero con una fuerza dramática nueva. Pone los pelos de punta verla en “¿Quién teme a Virginia Wolf?”, en la que sostiene una crudísima batalla dialéctica con otro gran actor, el que fuera su marido en dos ocasiones, Richard Burton. La película exhibe sin piedad la relación de amor-odio que vivió realmente con él, pues fueron dos seres con una fuerte personalidad que tan pronto se amaban y deseaban ciegamente como se destruían sin poderlo evitar.
En esta época se sometió en numerosas ocasiones a operaciones de cirugía estética, llegando a rodar una película con una de ellas, en directo, mientras la estaban interviniendo para rejuvenecer su rostro.
También publicó un libro sobre cómo mantener la línea, el otro gran problema con el que siempre luchó, en el que incluía recetas ideadas por ella misma.
Pero con lo que nos quedamos de Liz Taylor es, sobre todo, con su forma de interpretar, su manera de mirar, tan profunda, tan penetrante y tan inquietante a veces, su estilo al moverse, tan felino, el mohín de su boca cuando expresaba sorpresa, desdén o temor, su sonrisa luminosa, la expresión de su cuerpo cuando quería aparecer seductora o sentía la pasión del amor, o cuando se dejaba invadir por la desesperación. Era impresionante.
Con los años Liz Taylor fue espaciando sus apariciones cinematográficas. Ella nunca gozó de buena salud, y los múltiples achaques que venía arrastrando desde su niñez se le acumularon en la vejez. A parte de sus constantes problemas de espalda, que no dejaban de atormentarla desde que sufrió una aparatosa caída mientras montaba a caballo, pasó ya siendo mayor por un tumor cerebral del que, como en el resto de sus dolencias, se recuperó milagrosamente. Pero nunca se le notó, sufría sus dolores en solitario, nunca quiso despertar compasión ni ser una carga para nadie. Su carácter y su gran personalidad la hicieron superar todos los obstáculos con un optimismo y un amor a la vida sin precedentes.
Ahora la vemos en su silla de ruedas, asistiendo a fiestas y a conmemoraciones vestida como siempre con sus mejores galas, cubierta por espectaculares abrigos de piel y con joyas de valor incalculable. Ni la edad ni las enfermedades han conseguido cambiar su forma de vivir, sigue disfrutando de las cosas como siempre lo ha hecho.
Su fortuna es tan grande como el número de maridos que ha coleccionado, pues para ella el matrimonio era, más que nada, una forma de sellar el amor. Nadie le ha regalado nunca nada, todo lo que tiene se lo ha ganado con muchos años de esfuerzo y trabajo. Además posee una gran familia, entre hijos propios y adoptados, a la que ha procurado mantener al margen de la curiosidad pública siempre que le ha sido posible.
Contra todo pronóstico, Elizabeth Taylor ha sobrevivido a todo, a problemas de salud, a escándalos amorosos (nunca le importó lo que pensaran los demás, hacía las cosas con el corazón), al paso inexorable de los años, y ahora la tenemos en las portadas de las revistas, luciendo como siempre la mejor de sus sonrisas, con su toque de coquetería femenina que nunca la ha abandonado, y desde allí nos saluda y hace un guiño a la vida, de la que parece seguir esperándolo todo.
Es y será siempre un animal escénico, dulce o salvaje según la ocasión. Me quedo con el final de aquel monólogo suyo en “De repente, el último verano”, recitado tendida de medio lado en una cama, los ojos lánguidos, medio cerrados porque le está haciendo efecto una inyección que le acaban de poner: “Todos somos niños en un gran jardín de infancia, intentando deletrear la palabra DIOS con letras equivocadas”.