Cuántos ideales van asociados a la palabra libertad. Como símbolo en sí mismo es algo bonito, pero como realidad es algo que cuesta mucho conseguir.
La libertad nunca se alcanza de forma absoluta, nunca es plena. Arañamos unas pequeñas cotas que nos hacen tener la ilusión de que la hemos conquistado, pero no es así. Desde el mismo momento que nacemos nos vemos condicionados por una serie de circunstancias que nos impiden ser completamente libres.
La educación que nos imparten mientras somos niños, que nos llevará por unos determinados derroteros y no por otros, la familia que nos ha tocado en suerte, el barrio en el que vivimos, el colegio al que nos llevan, el trabajo en el que estamos…., en fin, todo contribuye a que nuestra capacidad de elegir libremente y de no vivir influidos por determinadas normas o formas de pensar sea prácticamente imposible de llevar a la práctica.
Después de ver “Cadena perpetua”, una estupenda película sobre el tema carcelario, todas estas ideas sobre la libertad parece que cobran especial relevancia, sobre todo porque uno de los protagonistas es condenado injustamente. Pasarse décadas encerrado en un sitio y por algo que además no has hecho lo encuentro tan aberrante que no lo puedo concebir. Cuando consiga escapar tendrá que arrastrarse a través de unas canalizaciones de aguas fecales durante varios kilómetros hasta que logre alejarse lo suficiente de la prisión. La escena en la que alza los brazos abiertos al cielo y se ríe, en mitad de una noche lluviosa, cuando por fin lo consigue, es inefable.
Es curioso cómo en la realidad a veces pasa algo parecido. Con frecuencia nos lleva toda una vida conseguir ese ideal de libertad, pero en el camino nos vemos obligados a arrastrarnos por un río de mierda hasta que logramos lo deseado. Cuánta miseria hay que tragar en ocasiones, cuántas situaciones de indefensión frente a la prepotencia ajena.
Lo que me encantó en esta película fue cuando el compañero del protagonista, al que cada ciertos años una comisión llamaba para hacerle unas preguntas y decidir si ya podía salir de la cárcel o debía continuar, se encara con esa especie de tribunal inquisidor la última vez que lo ven, después de cuarenta años en presidio. Siempre contestaba con mucha corrección, diciendo lo que pensaba que ellos querían oir. La última vez no. “¿Cree usted que está ya rehabilitado?”, le preguntan una vez más. “Para serle sincero no tengo ni idea de lo que significa eso”, contesta. “Es sólo una palabra inventada para que gente como usted pueda llevar corbata y se siente ahí donde está ahora. ¿Qué quieren saber en realidad?. ¿Si lamento lo que hice?. No pasa un solo día sin que no lo lamente. Pero no por el hecho de estar aquí metido ni por nada de lo que ustedes piensen, sino por lo que fui y ya no soy, por aquel chiquillo inconsciente que era al que tantas cosas diría y que ya no va a volver”. “Pero entonces ¿no cree que esté rehabilitado?”, le vuelven a preguntar. “¿Rehabilitado?”, contesta. “Rehabilitado es sólo una palabra de mierda, así que rellene sus formularios y no me haga perder más el tiempo. Porque si le digo la verdad, me tiene sin cuidado”. Fue entonces cuando consiguió que le dejaron en libertad. A veces ser absolutamente sincero, aunque pueda resultar muy crudo lo que tengas que decir, es lo mejor. No hay nada peor que vivir con miedo, o preocupado por lo que los demás puedan pensar de nosotros.
Cada uno tenemos en nuestra vida nuestra propia percepción de lo que es la falta de libertad. Mientras estuve casada, el matrimonio fue para mí una prisión. En el trabajo, el horario fijo y el tener que estar metida en un sitio unas determinadas horas es para mí como la cárcel. Como el edificio en el que estoy es hermético mi sensación claustrofóbica es mayor. Cualquier cosa que sea verse obligado a un encierro, del tipo que sea, y a una rutina, mata la libertad.
Para ser libres de veras habría que nacer sin nada que nos condicione: sin código genético, sin un determinado entorno familiar, sin una ubicación espacial y temporal concreta… Quizá seríamos como somas, sin identidad, sin información previa almacenada en nuestro subconsciente y en nuestros cromosomas, sólo con iniciativa personal para emprender cosas nuevas y así comenzar nuestro propio camino sin ninguna interferencia externa.
Mucho de lo que somos lo aprendemos por imitación y condicionados por nuestros genes, pero si no hay ejemplos a seguir ni genes heredados, si la existencia es una página en blanco en la que nadie ha escrito nunca antes nada ¿cómo funcionaríamos?. Sería ésta una libertad tan enorme que a lo mejor nos aplastaría, no sabríamos qué hacer con ella, ni por dónde empezar, nos sumiría en el desconcierto, nos vendría grande. O puede que no.
Aunque la libertad conseguida no sea completa, nos conformamos porque es lo más parecido que tenemos a ese ideal. Para mí es un derecho sagrado, como el derecho a la vida, algo fundamental.
La libertad puede que sea simplemente no tener prejuicios, ni ideas preconcebidas, ni temor. Puede ser dejar volar la imaginación, poder volar como los pájaros.
La libertad nunca se alcanza de forma absoluta, nunca es plena. Arañamos unas pequeñas cotas que nos hacen tener la ilusión de que la hemos conquistado, pero no es así. Desde el mismo momento que nacemos nos vemos condicionados por una serie de circunstancias que nos impiden ser completamente libres.
La educación que nos imparten mientras somos niños, que nos llevará por unos determinados derroteros y no por otros, la familia que nos ha tocado en suerte, el barrio en el que vivimos, el colegio al que nos llevan, el trabajo en el que estamos…., en fin, todo contribuye a que nuestra capacidad de elegir libremente y de no vivir influidos por determinadas normas o formas de pensar sea prácticamente imposible de llevar a la práctica.
Después de ver “Cadena perpetua”, una estupenda película sobre el tema carcelario, todas estas ideas sobre la libertad parece que cobran especial relevancia, sobre todo porque uno de los protagonistas es condenado injustamente. Pasarse décadas encerrado en un sitio y por algo que además no has hecho lo encuentro tan aberrante que no lo puedo concebir. Cuando consiga escapar tendrá que arrastrarse a través de unas canalizaciones de aguas fecales durante varios kilómetros hasta que logre alejarse lo suficiente de la prisión. La escena en la que alza los brazos abiertos al cielo y se ríe, en mitad de una noche lluviosa, cuando por fin lo consigue, es inefable.
Es curioso cómo en la realidad a veces pasa algo parecido. Con frecuencia nos lleva toda una vida conseguir ese ideal de libertad, pero en el camino nos vemos obligados a arrastrarnos por un río de mierda hasta que logramos lo deseado. Cuánta miseria hay que tragar en ocasiones, cuántas situaciones de indefensión frente a la prepotencia ajena.
Lo que me encantó en esta película fue cuando el compañero del protagonista, al que cada ciertos años una comisión llamaba para hacerle unas preguntas y decidir si ya podía salir de la cárcel o debía continuar, se encara con esa especie de tribunal inquisidor la última vez que lo ven, después de cuarenta años en presidio. Siempre contestaba con mucha corrección, diciendo lo que pensaba que ellos querían oir. La última vez no. “¿Cree usted que está ya rehabilitado?”, le preguntan una vez más. “Para serle sincero no tengo ni idea de lo que significa eso”, contesta. “Es sólo una palabra inventada para que gente como usted pueda llevar corbata y se siente ahí donde está ahora. ¿Qué quieren saber en realidad?. ¿Si lamento lo que hice?. No pasa un solo día sin que no lo lamente. Pero no por el hecho de estar aquí metido ni por nada de lo que ustedes piensen, sino por lo que fui y ya no soy, por aquel chiquillo inconsciente que era al que tantas cosas diría y que ya no va a volver”. “Pero entonces ¿no cree que esté rehabilitado?”, le vuelven a preguntar. “¿Rehabilitado?”, contesta. “Rehabilitado es sólo una palabra de mierda, así que rellene sus formularios y no me haga perder más el tiempo. Porque si le digo la verdad, me tiene sin cuidado”. Fue entonces cuando consiguió que le dejaron en libertad. A veces ser absolutamente sincero, aunque pueda resultar muy crudo lo que tengas que decir, es lo mejor. No hay nada peor que vivir con miedo, o preocupado por lo que los demás puedan pensar de nosotros.
Cada uno tenemos en nuestra vida nuestra propia percepción de lo que es la falta de libertad. Mientras estuve casada, el matrimonio fue para mí una prisión. En el trabajo, el horario fijo y el tener que estar metida en un sitio unas determinadas horas es para mí como la cárcel. Como el edificio en el que estoy es hermético mi sensación claustrofóbica es mayor. Cualquier cosa que sea verse obligado a un encierro, del tipo que sea, y a una rutina, mata la libertad.
Para ser libres de veras habría que nacer sin nada que nos condicione: sin código genético, sin un determinado entorno familiar, sin una ubicación espacial y temporal concreta… Quizá seríamos como somas, sin identidad, sin información previa almacenada en nuestro subconsciente y en nuestros cromosomas, sólo con iniciativa personal para emprender cosas nuevas y así comenzar nuestro propio camino sin ninguna interferencia externa.
Mucho de lo que somos lo aprendemos por imitación y condicionados por nuestros genes, pero si no hay ejemplos a seguir ni genes heredados, si la existencia es una página en blanco en la que nadie ha escrito nunca antes nada ¿cómo funcionaríamos?. Sería ésta una libertad tan enorme que a lo mejor nos aplastaría, no sabríamos qué hacer con ella, ni por dónde empezar, nos sumiría en el desconcierto, nos vendría grande. O puede que no.
Aunque la libertad conseguida no sea completa, nos conformamos porque es lo más parecido que tenemos a ese ideal. Para mí es un derecho sagrado, como el derecho a la vida, algo fundamental.
La libertad puede que sea simplemente no tener prejuicios, ni ideas preconcebidas, ni temor. Puede ser dejar volar la imaginación, poder volar como los pájaros.