Me gusta ver de vez en cuando (no siempre, porque puede resultar un poco agobiante y angustioso), ese programa de televisión, “Super Nanny”, en el que la presentadora, licenciada en Psicología, se mete en la casa de una familia con problemas para educar a sus hijos. Aún hoy que mis hijos son ya mayores, hay cosas que se siguen repitiendo de cuando eran más pequeños, y es útil prestar atención a la forma como esta mujer resuelve situaciones difíciles.
Cuando has visto unos cuantos programas, te das cuenta que los esquemas de comportamiento suelen ser más o menos los mismos, los conflictos son reiterativos, y la desesperación de los progenitores es la misma también. Qué fácil parece seguir las directrices que Super Nanny sugiere a los mayores, con qué habilidad se hace una idea de conjunto de la situación y cómo la domina. Su forma de impartir disciplina me recuerda un poco a la de ese otro programa que enseña a amaestrar perros, y no es broma.
Ella es inflexible, y no le resulta difícil porque su implicación emocional respecto a los niños es nula. Es una extraña metida en un hogar que analiza fría y objetivamente todo lo que en él sucede. Cuando se trata de tus propios hijos la cosa no es tan sencilla, ellos saben cuáles son tus puntos débiles, por dónde te pueden convencer, qué es lo que te conmueve. Por eso no puedes muchas veces administrar justicia doméstica con el rigor debido, siempre encuentras atenuantes a todas las faltas y una tolerancia sin límites, en un intento de quitarle importancia a la costumbre general de los niños de sacar los pies del tiesto para comprobar dónde están sus límites y hasta dónde pueden llegar. Y porque no tienes ganas de discutir ni de parecer siempre un sargento.
A veces pienso que los niños en realidad carecen de restricciones personales, hacen de su capa un sayo y si les dejas nada se les pone por delante.
Super Nanny acompaña a los padres en su desenvolvimiento cotidiano, y cuando ha visto cómo funciona la familia en cuestión, coge a los padres aparte y les dice cómo tienen que actuar, haciéndoles ver los errores que cometen y la manera de resolverlos. Los progenitores se sientan frente a ella, muy atentos a las explicaciones, como si los niños fueran ellos y estuvieran aprendiendo la lección. La cara de la presentadora da miedo a veces, por la forma como se dirige a ellos, igual que si fuera una autómata, con los ojos muy abiertos y saltones, la mirada fija, muy seria.
Mientras interactúa la familia, ella va corrigiendo a los padres sobre la marcha. Lo más curioso es que pone en evidencia a los niños delante de ellos, como si no le importara que la escuchen, y ellos nunca se enfrentan a ella ni le ponen objeciones, sólo protestan ante sus progenitores. Yo nunca fui rebelde de niña, pero creo que si una extraña se metiera en mi casa y me cortara todos los rollos a lo mejor no me atrevería a decirle nada a ella, pero a mis padres sí. “¿Qué hace esa señora aquí?. ¿Quién es ella para mandar nada?”, diría seguramente. A lo mejor sí lo dicen pero no lo ponen en el programa.
Luego deja a los padres solos y ve sus progresos con imágenes grabadas en su ausencia. Hace una relación de las cosas que hay que mejorar y se vuelve a sentar con los padres para terminar de puntualizar las nuevas normas que les ha enseñado. “No debes decirle idiota o imbécil a tu hijo, utiliza otro tipo de vocabulario con él, porque sino te va a responder como tú le trates”, le dijo en una ocasión a una madre, que acto seguido rompió a llorar, consternada, porque encima que intentaba hacerlo lo mejor posible se tenía que sentir culpable por perder los estribos. Si se mira fríamente es cruel, los niños no lograrán nunca comprender hasta qué punto socavan nuestra integridad como personas cuando nos desobedecen o se portan mal, nunca entenderán lo denigrante que puede llegar a ser. O quizá el error esté en tomar el asunto tan en serio, como una afrenta o una provocación. Deberíamos poder estar por encima de todas esas cosas.
A mí me ha pasado a veces, mis hijos me han hecho llorar como una cría, impotente porque no era capaz de hacerme con las situaciones. Es un llanto infantil, sin más objeto que el propio desahogo y el ridículo total. A ellos, muy pequeños entonces, no se les podía pedir explicaciones ni responsabilidades por las humillaciones infringidas. Siempre me acordaba de aquella profesora que tuvo mi hija en sus primeros años de colegio que, con sólo una mirada, conseguía lo que nadie con palabras.
Super Nanny tiene razón, hay que dar órdenes cortas y precisas, como en el programa de amaestramiento de animales. “Sit”, y se sientan. “Aquí”, y vienen. “No”, y se quedan quietos. “Ya”, y hacen lo que se les manda. La clave está en los monosílabos, y en la forma de decirlos, con decisión y contundencia, sin miramientos, que sino luego son ellos los que ejercen su dominio absoluto y despiadado sobre nosotros. La culpa es nuestra, por no saber dónde está nuestro lugar.
Recuerdo un capítulo que vi hace tiempo en el que un padre que era muy blando y más bueno que el pan, se ponía malo cada vez que tenía que regañar a su hija, única. Todo va en carácter. La niña siempre recurría a él para todo, sabedora que conseguiría lo que se le antojara con casi nunca resistencia. Si el pobre hombre no lloró fue por vergüenza, porque estaban las cámaras de televisión delante y grabándolo todo.
Super Nanny siempre sale triunfante, con esa cara de muñeca diabólica a la que nada se le resiste. A veces amenazo a mis hijos con traerla a casa si se portan mal, aunque su edad no sea la de los niños que salen en su programa. Y me hacen caso.
Cuando has visto unos cuantos programas, te das cuenta que los esquemas de comportamiento suelen ser más o menos los mismos, los conflictos son reiterativos, y la desesperación de los progenitores es la misma también. Qué fácil parece seguir las directrices que Super Nanny sugiere a los mayores, con qué habilidad se hace una idea de conjunto de la situación y cómo la domina. Su forma de impartir disciplina me recuerda un poco a la de ese otro programa que enseña a amaestrar perros, y no es broma.
Ella es inflexible, y no le resulta difícil porque su implicación emocional respecto a los niños es nula. Es una extraña metida en un hogar que analiza fría y objetivamente todo lo que en él sucede. Cuando se trata de tus propios hijos la cosa no es tan sencilla, ellos saben cuáles son tus puntos débiles, por dónde te pueden convencer, qué es lo que te conmueve. Por eso no puedes muchas veces administrar justicia doméstica con el rigor debido, siempre encuentras atenuantes a todas las faltas y una tolerancia sin límites, en un intento de quitarle importancia a la costumbre general de los niños de sacar los pies del tiesto para comprobar dónde están sus límites y hasta dónde pueden llegar. Y porque no tienes ganas de discutir ni de parecer siempre un sargento.
A veces pienso que los niños en realidad carecen de restricciones personales, hacen de su capa un sayo y si les dejas nada se les pone por delante.
Super Nanny acompaña a los padres en su desenvolvimiento cotidiano, y cuando ha visto cómo funciona la familia en cuestión, coge a los padres aparte y les dice cómo tienen que actuar, haciéndoles ver los errores que cometen y la manera de resolverlos. Los progenitores se sientan frente a ella, muy atentos a las explicaciones, como si los niños fueran ellos y estuvieran aprendiendo la lección. La cara de la presentadora da miedo a veces, por la forma como se dirige a ellos, igual que si fuera una autómata, con los ojos muy abiertos y saltones, la mirada fija, muy seria.
Mientras interactúa la familia, ella va corrigiendo a los padres sobre la marcha. Lo más curioso es que pone en evidencia a los niños delante de ellos, como si no le importara que la escuchen, y ellos nunca se enfrentan a ella ni le ponen objeciones, sólo protestan ante sus progenitores. Yo nunca fui rebelde de niña, pero creo que si una extraña se metiera en mi casa y me cortara todos los rollos a lo mejor no me atrevería a decirle nada a ella, pero a mis padres sí. “¿Qué hace esa señora aquí?. ¿Quién es ella para mandar nada?”, diría seguramente. A lo mejor sí lo dicen pero no lo ponen en el programa.
Luego deja a los padres solos y ve sus progresos con imágenes grabadas en su ausencia. Hace una relación de las cosas que hay que mejorar y se vuelve a sentar con los padres para terminar de puntualizar las nuevas normas que les ha enseñado. “No debes decirle idiota o imbécil a tu hijo, utiliza otro tipo de vocabulario con él, porque sino te va a responder como tú le trates”, le dijo en una ocasión a una madre, que acto seguido rompió a llorar, consternada, porque encima que intentaba hacerlo lo mejor posible se tenía que sentir culpable por perder los estribos. Si se mira fríamente es cruel, los niños no lograrán nunca comprender hasta qué punto socavan nuestra integridad como personas cuando nos desobedecen o se portan mal, nunca entenderán lo denigrante que puede llegar a ser. O quizá el error esté en tomar el asunto tan en serio, como una afrenta o una provocación. Deberíamos poder estar por encima de todas esas cosas.
A mí me ha pasado a veces, mis hijos me han hecho llorar como una cría, impotente porque no era capaz de hacerme con las situaciones. Es un llanto infantil, sin más objeto que el propio desahogo y el ridículo total. A ellos, muy pequeños entonces, no se les podía pedir explicaciones ni responsabilidades por las humillaciones infringidas. Siempre me acordaba de aquella profesora que tuvo mi hija en sus primeros años de colegio que, con sólo una mirada, conseguía lo que nadie con palabras.
Super Nanny tiene razón, hay que dar órdenes cortas y precisas, como en el programa de amaestramiento de animales. “Sit”, y se sientan. “Aquí”, y vienen. “No”, y se quedan quietos. “Ya”, y hacen lo que se les manda. La clave está en los monosílabos, y en la forma de decirlos, con decisión y contundencia, sin miramientos, que sino luego son ellos los que ejercen su dominio absoluto y despiadado sobre nosotros. La culpa es nuestra, por no saber dónde está nuestro lugar.
Recuerdo un capítulo que vi hace tiempo en el que un padre que era muy blando y más bueno que el pan, se ponía malo cada vez que tenía que regañar a su hija, única. Todo va en carácter. La niña siempre recurría a él para todo, sabedora que conseguiría lo que se le antojara con casi nunca resistencia. Si el pobre hombre no lloró fue por vergüenza, porque estaban las cámaras de televisión delante y grabándolo todo.
Super Nanny siempre sale triunfante, con esa cara de muñeca diabólica a la que nada se le resiste. A veces amenazo a mis hijos con traerla a casa si se portan mal, aunque su edad no sea la de los niños que salen en su programa. Y me hacen caso.