Hace poco he visto un reportaje sobre Barack Obama en el que se hablaba de algunos detalles de su vida que ya conocía por un correo electrónico que me mandaron hace tiempo. Ya hablé sobre él cuando fue elegido presidente.
Es bien cierto que su historia familiar es todo menos convencional: hijo de un economista africano que gustaba de vestir las ropas tradicionales de su país y que no tardó mucho en abandonarles a él y a su madre para retornar a sus orígenes.
También sabía que su madre se había vuelto a casar, esta vez con un hombre indonesio, con el que tuvo una hija, y que no tardaron en separarse también.
La biografía personal de Barack Obama es una mezcla multirracial muy poco común, y aunque él creció siendo un niño sin padre, gordito, en una escuela de blancos, nunca perdió la sonrisa pese a sentirse diferente. Incluso ahora sigue llamando la atención por su singularidad. Tanto por su personalidad y su forma de hablar, como por su idealismo y determinación, no recuerdo haber visto nunca antes a un presidente americano que fuera como él, y parece además tener fuertes convicciones porque no ha variado su rumbo desde que comenzó su mandato.
Cuando se está dirigiendo al público es curiosa su manera de comportarse, la forma como recibe los aplausos tan serio muchas veces, tan concentrado, con la mirada perdida en un punto indeterminado o abstraída en los papeles que tenga delante. Pero cuando saca a relucir su blanca y enorme sonrisa es un placer.
Su familia es su principal punto de apoyo, y especialmente su esposa. Cuando él le pidió una cita y ella se negó porque era su jefa (resultaba poco profesional mezclar trabajo y amor), amenazó con renunciar a su puesto y marcharse. Se preguntaba qué hombre tan alto, delgado y peculiar era aquel, con esa extraña procedencia, pero al mismo tiempo le resultaba terriblemente interesante. Ella dice estar muy orgullosa del punto al que su marido ha conseguido llegar en la vida, pero le duele verle siempre tan ensimismado y tan preocupado. El peso del poder y la responsabilidad puede ser muy abrumador. Hay que hacer honor a la palabra dada, cumplir con todas las promesas hechas en su pugna por la carrera presidencial.
Pero han sacado ventaja en una cosa desde que es presidente: antes su mujer e hijas casi no le veían, pues trabajaba en un despacho alejado de su hogar y en una actividad que también le ocupaba la mayor parte de su tiempo. Su esposa llegó a plantear la existencia de una crisis como pareja que, de no hallarle solución, podía acabar con su matrimonio. Ahora, como el trabajo y la casa están en el mismo sitio, pueden estar más tiempo juntos, a la hora del desayuno por ejemplo, aunque pueda parecer una tontería. Realmente constituyen la familia más convencional que se haya visto nunca en la Casa Blanca, han procurado que sus costumbres no cambiaran con los nuevos acontecimientos, e incluso se llevaron a vivir a la abuela materna para restarle frialdad oficial a su nueva residencia.
Sigue el presidente deslumbrándonos con su verbo magnánimo salpicado de ribetes poéticos, en unos discursos que se nos hacen cortos por largos que puedan ser, y en los que despliega como siempre ha hecho su enorme capacidad para tocar los corazones y las mentes de los que le escuchan con figuras alegóricas y adjetivos contundentes que apelan al mismísimo epicentro del idealismo humano. Dicen que en lo que lleva de mandato hasta ahora se ha perdido en retoricismos y ha relegado las cuestiones prácticas, mucha palabra y poca acción. La concesión del Premio Nobel de la Paz no ha modificado mucho esta opinión, y para desacreditarle y burlarse de él usan subterfugios tan peregrinos como hacer cambalaches con su nombre, o afirmar que no es lo suficientemente negro (los de su raza no empezaron a apoyarle hasta que no vieron que lo hacían los blancos), ni lo suficientemente blanco (el racismo era inevitable, en un país que se ha nutrido en el pasado con el sudor y la sangre de los esclavos africanos).
El hecho de no pertenecer a ninguna saga política ni a una familia acomodada parecía convertirle en un advenedizo. Incluso el no ser 100% americano por tener ancestros de otro continente era como si le restara valía como candidato, y más por el hecho de que él cambió su nombre, Barry, por el de Barack, y así poder conservar y mostrar a todos sus orígenes.
Para colmo, se ha dicho que nunca hubiera ganado las elecciones si se hubieran presentado candidatos blancos y jóvenes, como solía ser habitual. Una mujer y un anciano no eran serios competidores. Que la gente le haya preferido a él no le ha impedido reclutar a su rival femenina durante la carrera electoral para su causa.
Los prejuicios y la pobreza mental es lo que tiene. Cuándo se ha visto un presidente americano que no de algún tipo de escándalo, ya sea político, financiero o sexual. Casi parece que les molesta su rectitud moral. Aún no se han enterado en aquellos lares de la suerte inmensa que es poder contar con alguien como él para regir sus destinos, no se lo merecen. Ya quisiéramos en otros lugares poder decir lo mismo.
También sabía que su madre se había vuelto a casar, esta vez con un hombre indonesio, con el que tuvo una hija, y que no tardaron en separarse también.
La biografía personal de Barack Obama es una mezcla multirracial muy poco común, y aunque él creció siendo un niño sin padre, gordito, en una escuela de blancos, nunca perdió la sonrisa pese a sentirse diferente. Incluso ahora sigue llamando la atención por su singularidad. Tanto por su personalidad y su forma de hablar, como por su idealismo y determinación, no recuerdo haber visto nunca antes a un presidente americano que fuera como él, y parece además tener fuertes convicciones porque no ha variado su rumbo desde que comenzó su mandato.
Cuando se está dirigiendo al público es curiosa su manera de comportarse, la forma como recibe los aplausos tan serio muchas veces, tan concentrado, con la mirada perdida en un punto indeterminado o abstraída en los papeles que tenga delante. Pero cuando saca a relucir su blanca y enorme sonrisa es un placer.
Su familia es su principal punto de apoyo, y especialmente su esposa. Cuando él le pidió una cita y ella se negó porque era su jefa (resultaba poco profesional mezclar trabajo y amor), amenazó con renunciar a su puesto y marcharse. Se preguntaba qué hombre tan alto, delgado y peculiar era aquel, con esa extraña procedencia, pero al mismo tiempo le resultaba terriblemente interesante. Ella dice estar muy orgullosa del punto al que su marido ha conseguido llegar en la vida, pero le duele verle siempre tan ensimismado y tan preocupado. El peso del poder y la responsabilidad puede ser muy abrumador. Hay que hacer honor a la palabra dada, cumplir con todas las promesas hechas en su pugna por la carrera presidencial.
Pero han sacado ventaja en una cosa desde que es presidente: antes su mujer e hijas casi no le veían, pues trabajaba en un despacho alejado de su hogar y en una actividad que también le ocupaba la mayor parte de su tiempo. Su esposa llegó a plantear la existencia de una crisis como pareja que, de no hallarle solución, podía acabar con su matrimonio. Ahora, como el trabajo y la casa están en el mismo sitio, pueden estar más tiempo juntos, a la hora del desayuno por ejemplo, aunque pueda parecer una tontería. Realmente constituyen la familia más convencional que se haya visto nunca en la Casa Blanca, han procurado que sus costumbres no cambiaran con los nuevos acontecimientos, e incluso se llevaron a vivir a la abuela materna para restarle frialdad oficial a su nueva residencia.
Sigue el presidente deslumbrándonos con su verbo magnánimo salpicado de ribetes poéticos, en unos discursos que se nos hacen cortos por largos que puedan ser, y en los que despliega como siempre ha hecho su enorme capacidad para tocar los corazones y las mentes de los que le escuchan con figuras alegóricas y adjetivos contundentes que apelan al mismísimo epicentro del idealismo humano. Dicen que en lo que lleva de mandato hasta ahora se ha perdido en retoricismos y ha relegado las cuestiones prácticas, mucha palabra y poca acción. La concesión del Premio Nobel de la Paz no ha modificado mucho esta opinión, y para desacreditarle y burlarse de él usan subterfugios tan peregrinos como hacer cambalaches con su nombre, o afirmar que no es lo suficientemente negro (los de su raza no empezaron a apoyarle hasta que no vieron que lo hacían los blancos), ni lo suficientemente blanco (el racismo era inevitable, en un país que se ha nutrido en el pasado con el sudor y la sangre de los esclavos africanos).
El hecho de no pertenecer a ninguna saga política ni a una familia acomodada parecía convertirle en un advenedizo. Incluso el no ser 100% americano por tener ancestros de otro continente era como si le restara valía como candidato, y más por el hecho de que él cambió su nombre, Barry, por el de Barack, y así poder conservar y mostrar a todos sus orígenes.
Para colmo, se ha dicho que nunca hubiera ganado las elecciones si se hubieran presentado candidatos blancos y jóvenes, como solía ser habitual. Una mujer y un anciano no eran serios competidores. Que la gente le haya preferido a él no le ha impedido reclutar a su rival femenina durante la carrera electoral para su causa.
Los prejuicios y la pobreza mental es lo que tiene. Cuándo se ha visto un presidente americano que no de algún tipo de escándalo, ya sea político, financiero o sexual. Casi parece que les molesta su rectitud moral. Aún no se han enterado en aquellos lares de la suerte inmensa que es poder contar con alguien como él para regir sus destinos, no se lo merecen. Ya quisiéramos en otros lugares poder decir lo mismo.