jueves, 15 de abril de 2010

Evocaciones




A veces vienen a la memoria, sin motivo aparente, escenas del pasado que se nos han quedado grabadas por alguna razón y que son como un collage de imágenes que, juntas, constituyen las piezas de ese gran puzzle que es nuestra vida. Mis evocaciones son variadas e intempestivas, surgen la mayor parte de las ocasiones sin que yo las llame, y corresponden a todas las épocas de mi pretérita existencia. Expongo algunas.

- La imagen de mi abuela Pilar y de mi tía Carmen despidiéndonos asomadas a la barandilla, a través del hueco de la escalera, los días de invierno, mientras bajábamos las escaleras de su casa, después de haber estado de visita. Siempre nos decían desde arriba: “Abrigaros bien que hace frío”. Si no lo decían era como si nos retrasáramos un poco en nuestro descenso hasta que lo decían, y después nos reíamos todos por esta curiosa costumbre.



- La gente que va en el autobús con cepillos y cubos de fregar, en las líneas de transporte público que van al cementerio de La Almudena. Para limpiar las tumbas de sus seres queridos.



- Un hombre muy gordo, vagabundo, que cayó primero de rodillas y después de bruces sobre el suelo mientras vomitaba y se hacía sus necesidades, junto a la estación de Atocha.



- Una niña de unos tres años que en Salzburgo, durante mi viaje de luna de miel, en brazos de su madre, sentada en el asiento justo delante de mí del autobús en el que íbamos. Giraba la cabeza para mirarme y llevaba en una mano una figura de papel pegada a un palo fino. Se lo cogí suavemente y me escondía detrás del juguete para luego volver a aparecer. A ella le encantó, nos reímos mucho las dos. Era un encanto.



- La melodía de un hombre que tocaba el arpa e interpretaba el tema central de “Titanic” mientras yo ascendía con mis hijos la gran escalinata que conduce al Sacre Couer, en nuestra estancia en París. El momento no podía ser más sublime.



- Dos policías de asalto protegiéndose detrás de sus escudos transparentes de los objetos que les arrojaban un grupo de hinchas, en la parte de atrás de mi casa, un día de partido. Intentan no retroceder, pero es imposible, ellos son muchos más, y se nota que tienen miedo. El desprotegimiento de los que nos protegen.



- El abrazo de mi abuela Luisa en el dormitorio del apartamento que ocupábamos en las vacaciones. Era la primera vez que veraneaba con nosotros y estaba muy contenta. Y yo también.



- Mis primas mellizas, las más pequeñas de la familia, que nacieron sin haberlas buscado sus padres. Eran preciosas, tan rubias y con la piel tan blanca, tendidas juntas sobre una cama en su casa. Si lloraban se ponían muy rojas. Me parecían tan delicadas que pensaba que cualquier contratiempo podría hacerlas daño, y eso me inquietaba.



- La primera vez que hablamos mi mejor amiga del colegio y yo, cuando le recogí del suelo el sacapuntas que se le había caído, estando en el primer curso.



- La primera vez que nos citamos el compañero de la facultad con el que salí, el primer hombre de los únicos dos con los que he salido en mi vida. Estuvimos hablando tanto mientras paseábamos que, habiendo quedado en la puerta de El Corte Inglés de Sol, nos plantamos sin darnos cuenta en la plaza de toros de Las Ventas. La primera sorprendida fui yo: nunca anduve tanto sin cansarme tan poco, nunca se me había pasado el tiempo tan deprisa, casi sin sentir.



- La primera vez que vi a mi mejor amiga, Mª José, cuando entró en la oficina de personal de uno de los sitios en los que he trabajado, el día que tomaba posesión de su nuevo puesto. Con el tiempo me diría que se creyó que aquel despacho no era tal si no un almacén, por lo destartalado que le pareció.



- Al nacer mis hijos, estando en el paritorio, cuando por fin salieron de mí. Qué impresión, cuánta emoción, qué hecho tan simple, básico y salvaje para una ocasión tan importante.



- Las veces que mi ex marido me decía cosas bonitas, preciosas, que casi no me parecía que las hubiera pensado él, siempre cuando estábamos de vacaciones en la playa, nunca en ningún otro momento.



- Un niño del colegio, cuando estaba en párvulos, Juan, que era un poco extraño, parecía un robot cuando hablaba, y comía el donut que le ponía su madre muy serio, con las piernas muy abiertas para que las migas no le cayeran sobre el pantalón. Como no le daba a nadie un poco de su desayuno aunque le pidieran, se metían con él cantando en tono de burla: “Juanito banana, se mea en la cama”. A mí me daba apuro por él pero él ni se inmutaba.
 
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