jueves, 1 de abril de 2010

En esto del amor


En esto del amor, como en todo lo demás en la vida, cada uno se toma el asunto como mejor le parece, y es bien cierto que aunque las experiencias y los sentimientos son comunes para casi todos los mortales, cada cual los interioriza y los expresa de manera diferente.
Y así es que el otro día, cuando llegué a casa después del trabajo y me encontré una rosa metida en un vaso con agua en la cocina, supe que a mi hija le había salido un pretendiente, enamorado o rendido admirador, no sabría cómo decirlo, entre sus compañeros de clase del instituto. Por más que la inquirí sobre el asunto, pues nunca antes ningún chico había dado tales muestras de romanticismo con ella y me comía la curiosidad, Ana no le daba más importancia al asunto y no quería hablar mucho del tema.
Ese día, después del recreo, se había encontrado dos pétalos de rosa colocados dentro de la funda transparente con la que protege su agenda. Cuando la abrió, había dentro un pequeño papel doblado que decía "Para Ana" con un mensaje escrito: “Querida Ana: no te puedo decir quién soy, sólo te digo que te amo y que desde el primer día que te vi me enamoré profundamente de ti. Te dejo esta rosa, aunque no es nada comparado con tu belleza. Firmado: Anónimo”.
Cuando miró en su mochila, había una preciosa rosa de esas que tienen olor, no como la mayoría de las que venden ahora, que no huelen a nada y casi parecen de plástico.
Ana me dijo que en realidad sí sabía de quién se trataba. Se llama Rubén, y me enseñó su foto en el Tuenti con otros amigos, porque están en la misma pandilla. Un chico bien parecido por cierto, con pinta de ser dulce y educado, aunque dicen que no hay que fiarse de las apariencias.
Pero lo curioso para mí del caso era la escasa trascendencia que le daba Ana al asunto. No todos los días surgen admiradores que te declaran su amor y menos de una manera tan romántica. O a lo mejor a ella sí, porque ayer, cuando abrió su Tuenti, tenía un mensaje de otro chico que había escrito un letrero con letras grandes en las que se podía leer “Te amo” y dibujaba al lado un gran corazón. “El pesado éste”, dijo cuando lo vio, esbozando una media sonrisa. “Dios mío”, pensé, “tengo en casa una castigadora, una femme fatal”.
Por lo visto Rubén hace tiempo que le tira los tejos, y a ella dice que le gustaba al principio, pero ahora ya no. Sentí lástima por él, porque me lo imaginé rechazado, ignorado por Ana, y me pareció que sufriría por ello, pues los males de amores son muy malos. Pero ella pasaba por encima de todas estas consideraciones como quien aparta una mosca que revolotea alrededor y no para de molestar.
A lo mejor exagero y el muchacho no se lo toma tan a mal. Los hombres parece que hacen un mundo de las cosas del amor y luego sienten mucho menos de lo que quieren aparentar. Quizá mi hija, con sus doce años, sabe más de la vida y de estas cosas que yo, que no me he terminado nunca de caer del guindo. Parece llevar este tipo de situaciones con mucha seguridad, sabiendo siempre lo que quiere, con personalidad, no dejándose llevar por el primer lánguido aspirante a novio que le salga al paso.
Sin embargo Ana se siente halagada, y cuando salen a relucir estos pormenores, pone unos ojillos y una sonrisa especiales. En el fondo le gusta despertar pasiones, que la quieran, la admiren o incluso diría yo la deseen, pero es pudorosa a la hora de mostrar sus emociones. Puede que se explaye sólo con sus amigas, con las que compartirá formas de pensar y sentir que conmigo no tiene.
Yo a la edad de Ana ya me había enamorado dos veces: una de un primo mío, que era guapísimo, cuando tenía yo ocho años más o menos, y otra de un compañero de clase que se llamaba precisamente Rubén, un exótico cubano muy guapo también que llegó al colegio cuando yo tenía diez años, si no recuerdo mal, y al que nunca hice mucho caso hasta que un día me llamó y al mirarle tenía esa cara de pazguato que se le pone a los hombres cuando se supone que les gustas mucho o están enamorados de ti. Recuerdo que me sentí un poco confundida y algo sonrojada.
Pero nunca me regalaron nada, ni me escribieron mensajes. Fueron los míos amores platónicos, muy blancos y muy tiernos, sin deseos carnales de por medio, al menos por mi parte. Yo los idealizaba, me parecían los más perfectos, los más divertidos, los más especiales. Mi profunda timidez no daba para más, pero aunque nunca llegamos a nada para mí fueron importantes por mi sentimentalismo y mi romanticismo innatos, que me han impedido tener un sentido práctico de la vida y poder disfrutar más de según qué cosas.
Para mí los sentimientos ajenos fueron siempre muy importantes, y me sentía dichosa y afortunada por despertar esos anhelos y por que despertaran también en mí. Cualquier otra cosa habría sido una crueldad, y sigo pensando lo mismo.
Ana tiene su propio criterio y se ha descubierto como una rompecorazones a la que, con un poco de suerte, será difícil que ningún hombre pueda hacer sufrir.
En esto del amor, como en casi todo lo demás en la vida, siempre somos yo y mis circunstancias.
 
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