lunes, 19 de abril de 2010

Mohamed Ali


Hay personas que, por alguna razón, es difícil que sus vidas sigan el ritmo habitual del resto de la gente, seres que nunca podrán pasar desapercibidos y que se convierten en un símbolo para muchos. Este es el caso de Mohamed Alí.
Poco se puede decir que no se haya dicho ya sobre él. Su conversión a la religión musulmana, el cambio de su nombre, su forma de hablar y de pelear en el ring…
Pero hace poco vi un reportaje en el que muchos de los mejores boxeadores que se enfrentaron con él daban su visión personal del controvertido gigante del cuadrilátero. Es increíble cómo recordaban minuto a minuto todo lo acontecido en combates que habían tenido lugar hacía décadas, cuando le asestaron tal golpe, cómo les respondió, lo que pasó de principio a fin en cada asalto. Un deporte como éste, defenestrado por la mayoría por la violencia que implica y el triste final de muchos de los que lo han practicado, es sin embargo un espectáculo único por la crudeza de su desarrollo y la entrega física y psíquica que lleva consigo.
Todos aquellos antiguos boxeadores, todos de raza negra menos uno, rememoraban con el gesto de sus puños y con palabras, lo que habían sentido mientras se enfrentaban a Mohamed Alí. Casi todos habían perdido, después de un duro combate, pero el hecho de luchar con él les había ofrecido la oportunidad de lucirse y de darse a conocer. Todos salían de la pobreza y muchos de la delincuencia hasta que decidieron dedicarse al boxeo. Conseguir hacerse un nombre en un mundo como ese requería dar muchos golpes y recibirlos. Había uno que casi no se le entendía lo que decía por las secuelas que le habían quedado después de años de combates, pero su mente funcionaba perfectamente a la hora de hablar de Mohamed Alí, era casi poesía.
Hablaban de la elegancia de Mohamed Ali, de la rapidez de sus movimientos para ser un hombre que medía 1,90 y pesaba tanto. Mencionaron su técnica de “rope a dope”, que consistía en apoyarse en las cuerdas y dejarse golpear hasta cansar al contrincante, momento en el que lanzaba su contraataque. Y sobre todo, la limpieza de su forma de boxear, pues cuando el oponente cae al suelo normalmente se le suele rematar con un gancho final, y él no lo hacía.
Pasaron algunas escenas de la vida de Mohamed Ali, en las que se le ve hablando en público, muy deprisa, casi sin expresión en el rostro, y lo hacía bien. Tenía mucho que decir y quería decirlo alto y claro. Primero abogando por la raza negra, siempre perseguida y defenestrada. Luego con la causa musulmana, y después oponiéndose a la guerra de Vietnam, a todas las guerras en general, a la que no quiso ir cuando fue reclutado, lo que le valió estar más de tres años sin poder boxear. Se le tachó de extremista, de exaltado, pero consiguió para los suyos que se sintieran orgullosos de ser negros.
Antes de los combates, cuando él y el contrincante de turno aparecían conjuntamente para hablar a la prensa, solía amenazar al otro y hasta insultarlo. Hacía versos burlescos y mostraba muñecos, como un pequeño mono de goma, con lo que pretendía ponerlo en ridículo. Los otros casi no respondían, molestos y un tanto acobardados por lo que el nombre de Mohamed Ali suponía. Eran bravuconadas, formas de dar más espectáculo, de crear más emoción.
Cuando estos viejos boxeadores hablaban de él, lo hacían con respeto y admiración, porque todos habían conseguido algo enfrentándose al más grande, y porque se habían identificado con su forma de actuar y todo en lo que creía. “Yo le tenía rabia porque encima era guapo”, dijo uno de ellos, bromeando.
Al final, todos se emocionaron al pensar en la situación actual de Mohamed Ali, perdido en los abismos del Parkinson. “Él no se merecía eso”, dijo uno de ellos, “ahora podría vivir como lo hacemos nosotros, disfrutando de lo que conseguimos”. El único boxeador blanco de todos los que hablaron sobre él afirmó haber estado presente cuando se le diagnosticó por primera vez la enfermedad. El médico dijo que era consecuencia de su profesión, que había recibido demasiados golpes en la nuca, zona en la que se generan las sustancias necesarias para que el sistema nervioso funcione bien.
Mohamed Ali sigue recibiendo el reconocimiento del público por sus hazañas pugilísticas y su labor de denuncia social. Controvertido en sus declaraciones, valeroso tanto en el ring como fuera de él, siempre creyó que su preeminencia pública debía servir para alentar causas que él consideraba buenas. Bajo ese barniz de hombre duro y combativo que exhibía, se escondía en realidad la figura de una persona tierna que necesitaba ser querido y admirado por los demás. Y así ha sido.
 
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