jueves, 18 de abril de 2013

Monólogos de cine (II): Algunos hombres buenos


Siempre me han gustado las películas en las que aparecen juicios. Es tan interesante escuchar, no tanto la exposición de hechos del abogado de la acusación, como el alegato del abogado de la defensa. Esa guerra dialéctica, esa exposición apasionada de razonamientos y ese manejo de las palabras para lograr convencer, son lo que hacen que parezca viva una maquinaria tan soporífera como es la de la justicia.

En España el jurado popular ha tenido escaso éxito. No es lo mismo la ficción, en la que somos meros espectadores, que tener que decidir en la vida real sobre el destino de otra persona. Es curioso que en el cine me parezca que tiene una función social y lo encuentre hasta loable (qué valor para enfrentarse cara a cara a un asesino y emitir un juicio), y sin embargo en nuestra realidad cotidiana me parezca algo siniestro, pues cómo se puede poner la vida de alguien en manos de personas inexpertas en cuestiones legales, fácilmente influenciables. Su imparcialidad es cuestionable. Y el cargo de conciencia que queda si te das cuenta que has cometido un error, eso es insoportable.

Nadie está lo suficientemente libre de culpa como para ser juez y condenador de nadie. Aunque a la mayoría de nosotros nos encanta opinar sobre asuntos ajenos, es muy distinto eso a tener que sopesar la información que los abogados (uno bueno entre 100) quieran darnos.

El juicio más original e hilarante que recuerdo en el cine es el que se recreó en La costilla de Adán, pero uno de los que más me impresionó fue el de Algunos hombres buenos, cuando Jack Nicholson, en el papel de un alto mando del Ejército americano, descubre casi al final toda la trama en un arrebato de ira a duras penas contenido, ante las palabras de un joven e inexperto abogado militar que le acusa de homicidio.

“Yo desayuno a 1000 metros de 15000 soldados cubanos entrenados para matarme y no voy a consentir que ninguna boquita de Harvard con su amariconado uniforme blanco venga a decirme como tengo que defender a mi país, ¿está claro?”.

A la pregunta de si ordenó un código rojo, por el que perdió la vida uno de sus hombres, él responde en una explosión de ira que así fue, y continúa, creyendo estar en posesión de la verdad absoluta, convencido de haber hecho lo mejor y creyéndose impune:

“Hijo, vivimos en un mundo que tiene muros, y esos muros deben ser protegidos por hombres con armas. ¿Y quién va a hacerlo? ¿Tú? ¿Tú, teniente Weinburg? Yo asumo una responsabilidad más grande de la que puedas imaginar. Lloras por Santiago y desprecias a los marines. Puedes permitirte ese lujo. Tienes el lujo de no saber lo que yo sé: que la muerte de Santiago, aunque trágica, probablemente salvó vidas. Y mi existencia, aunque grotesca e incomprensible para tí, salva vidas. Tú no quieres la verdad porque en tu interior, en lugares de los que no hablas en las fiestas, me quieres en ese muro, me necesitas en ese muro. Utilizamos palabras como honor, código, lealtad. Utilizamos esas palabras como la columna vertebral de una vida dedicada a defender algo. Tú las utilizas como una frase hecha. No tengo ni el tiempo ni las ganas de dar explicaciones a un hombre que se levanta y se va a dormir bajo el manto de libertad que yo le garantizo, y que luego cuestiona la manera en que yo le protejo. En tu lugar, me limitaría a darme las gracias y seguir tu camino. Si no, te sugiero que tomes un arma y ocupes un puesto de vigilancia. En cualquier caso, me importa un carajo lo que creas a lo que tienes derecho”.

Magistral Nicholson en el papel. Él suele encarnar con frecuencia personajes extremos, duros, seres al límite que guardan una violencia a duras penas contenida, que se dejan arrastrar por sus bajas pasiones hasta rozar la locura.

Aquí encarna a un hombre con delirios de grandeza, un auténtico déspota que se cree elegido para alguna misión especial, un patriotismo mal entendido en cuyo nombre no duda en eliminar a quien considere un obstáculo, por el bien de esa misión. Es una apisonadora, una máquina alimentada por su propia soberbia, creador de su propia justicia, la que toma por su mano, ciego a cualquier otro razonamiento, que se salta a la torera las normas preestablecidas.

Sin embargo su monólogo tiene algo en su exposición devastadora que atrae como un imán, la poderosa atracción magnética que produce una convicción y una personalidad tan fuertes y arrolladoras. Así debe ser un líder, aunque en este caso se llegue demasiado lejos, al trastocarse los valores morales y llegar a un lamentable final.

Un monólogo este memorable, que ha pasado a los anales del cine.


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