Albert Casals es una fuente constante de admiración y de inspiración, para mí y creo que para todos. Hace tiempo que lo conocí cuando lo entrevistaban en televisión, siendo aún un adolescente, y me impresionó profundamente. Ahora, con unos añitos más, continúa su recorrido por el mundo entero, ya hecho un hombre, en su silla de ruedas, con un look nuevo, el pelo teñido de azul, y su simpatía de siempre.
Casi todos, cuando viajamos, hacemos miles de planes, los lugares en los que nos alojaremos, los transportes que tomaremos, las rutas que queremos seguir, el dinero de que disponemos, el equipaje... Pero Albert es tan libre que no necesita nada de eso, pese a que su invalidez pudiera hacer pensar que incluso necesita más cosas que la mayoría de la gente. Duerme a la intemperie, apenas lleva dinero encima, y por equipaje usa tan solo una bolsa con algo de ropa y unas herramientas para el mantenimiento de su silla.
Ha escrito un libro para contarnos sus experiencias. Seguro que terminaré comprándomelo, porque me pica la curiosidad por saber cómo conseguía subsistir con 20 € en el bolsillo y un montón de kilómetros por delante. Dice que ha hecho muchos amigos, que la gente es más solidaria de lo que se pueda pensar dados los tiempos que corren. Ha tenido ayuda casi siempre que la ha necesitado, y muchas veces sin apenas pedirla.
Y no es porque despierte piedad en los demás. Si hay algo que Albert no nos inspira precisamente es lástima. Antes al contrario, en una persona que no conoce fronteras, al que nada se le pone por delante, un espíritu libre, la prueba viviente de que los obstáculos que creemos encontrar en la vida están sólo en nuestra cabeza.
Pienso en que si yo fuera la madre de Albert me hubiera resultado casi imposible permitir que con 15 años saliera a recorrer el mundo, no sólo por su minusvalía física, sino por su edad. Aunque hubiera sido un chico sano, me parecería que es demasiado joven y estaría expuesto a muchos peligros. Y no me considero una madre sobreprotectora en realidad.
Sólo sus padres sabrán lo que les pasó por la mente cuando su hijo les propuso esa escapada en solitario, ellos son los que mejor le conocen y saben de lo que es capaz, lo que necesita y hasta dónde puede llegar. En este sentido, Albert es un joven muy afortunado, porque tuvo quien confiara en él plenamente, quien le respaldara, quien pusiera la mano en el fuego por él, amor incondicional. Se tragaron su preocupación y sus miedos y le dieron alas para que, como deberían hacer todos los progenitores, puediera llevar una vida plena a pesar de que su invalidez hacía presagiar lo contrario.
Parece que actualmente tiene novia. Por qué no, es una persona encantadora, su manera de ser ha sido fundamental para poder superarse a sí mismo. Se ha enfrentado a los clichés, a los prejuicios de los demás, que presuponen, al ver una silla de ruedas, que detrás hay alguien que no se puede valer y que es una carga para los que le rodean. Cuán equivocados están los que así piensan.
Su caso me trae a la memoria el de una chica que pasaba el verano en la playa en los mismos apartamentos en los que yo veraneaba hace muchos años. Ella estaba acompañada por sus padres y un hermano menor. Debía tener por entonces unos 13 ó 14 años. Eran franceses. La muchacha tenía un problema locomotor que hacía que caminara a trompicones con las piernas torcidas hacia adentro. Apenas tenía fuerza para sostenerse, y tanto cuando llegaba a la playa como cuando se marchaba, se sentaba en el bordillo del paseo marítimo, con mucha lentitud, y poco a poco, apoyándose como podía en sus débiles manos y brazos, se iba irguiendo hasta ponerse de pie o se agachaba despacio hasta sentarse, según lo que necesitara hacer. Su padre siempre estaba cerca de ella, por si tenía que ayudarla. Pero nunca lo hizo, se limitaba a observarla con un gesto muy serio, y algunas veces incluso la regañaba si tardaba demasiado o no lo hacía bien.
Me parecía muy cruel la actitud de ese hombre, aunque imaginaba que no quería facilitarle las cosas para que no se relajara demasiado y fuera perdiendo movilidad. La tendencia natural que todos tenemos es tomar el camino más fácil, hacer la menor cantidad de esfuerzos posible, y la mayoría de las veces, ante situaciones personales duras, a dejarnos llevar por el victimismo. No hay nada peor.
Yo nunca sería capaz de un comportamiento como el del padre de esta chica, aunque lo hiciera por su bien. Ninguna piedad. No sé hasta qué punto tanta dureza sería buena para ella, si no se endurecería ella también. Para quién puede ser bueno eso. Además de disciplina también hace falta un abrazo, unas palabras de aliento, amor.
Y así, me viene también a la memoria una película (cómo no), Intocable, en la que un hombre paralítico contrata los servicios de un inmigrante negro para que le cuide. Cuando alguno de sus allegados le pone al corriente de los antecedentes penales del cuidador y del ambiente tan difícil en el que se ha criado, contesta que es precisamente eso lo que necesita, pues no muestra compasión hacia su problema y le trata como trataría a alguien que no estuviera en una silla de ruedas. Ninguna piedad de nuevo.
Nos preguntamos dónde tenemos realmente las minusvalías las personas, si en el cuerpo o en la mente. En ésta última sin lugar a dudas.
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