Con el conflicto que ha habido en el estreno de El lobo de Wall Street, en el que los cines Kinépolis y Cinesa se han negado a distribuir la película por las duras condiciones económicas que exigía Universal Pictures, no puedo por menos que añorar la época dorada del cine en nuestro país.
Cómo no rememorar aquellas dobles sesiones por precios módicos, con su descanso en mitad de la película para ir al bar a tomarte algo o a fumar. El espectador no era un robot que se sentaba en el patio de butacas a tragarse de un tirón lo que le pusieran, no era un consumidor pasivo, sino que podía entrar y salir, conversar con otras personas, había un flujo de gente que no molestaba por la educación que existía.
Cada estreno era un acontecimiento social, la sesión de cine suponía una ocasión única para disfrutar con las nuevas propuestas, inagotable fábrica de sueños. No existía la piratería de Internet, ni reproductores de video y DVD, y a nadie se le ocurría llevarse una cámara a la sala para reproducir lo que saliese en pantalla.
Las películas duraban meses y meses en cartel, y nunca dejaban de tener público. Los cines, con la suntuosidad que caracterizaba la decoración de antaño, eran salones elegantes con enormes arañas de cristal y grandes cortinas burdeos sobre las pantallas a modo de telón, dispuestas a ser descorridas en cuanto empezase el espectáculo. No se comía como se hace ahora, incluso estaba mal visto: el placer de lo que se estaba viendo era suficiente.
Aquellos cines han desaparecido en su mayoría. Recuerdo uno de la Gran Vía que proyectaba mucho cine infantil y películas de aventuras, que en la última reforma le habían puesto un techo en la sala que imitaba un firmamento estrellado. Era maravilloso relajar la vista mirando aquel techo mientras esperabas que comenzara la sesión.
Cómo se les ocurre a los de Hollywood imponer unas condiciones draconianas a un país como el nuestro en el que tan difícilmente está sobreviviendo la industria del cine. La subida de precios, el recorte de personal, el gasto en promociones y publicidad, y el creciente descenso en la calidad de las películas son factores que terminarán acabando con el 7º Arte.
Esos escasos 3 € y algo que valen las entradas los miércoles en determinadas salas apenas es una medida de urgencia para intentar hacer que el negocio resurja. La gente es tan particular que en esos días sí hay colas. Como oía en el programa de Iñaki Gabilondo en televisión, cuando entrevistaba al director de cine Jose Luis Cuerda, en un encuentro de fútbol reciente, el Osasuna contra no sé quién, el billete más barato había costado 113 €, y sí hay colas para entrar, para luego estar al fin y al cabo a la intemperie, haga frío o calor. En cualquier otro partido no baja de 65 €. Por qué nos quejamos entonces del precio de la entrada de cine o de teatro.
Después del reciente y arrollador éxito de Lo imposible, récord absoluto de taquilla en nuestro cine, es muy difícil que ningún otro film, autóctono o extranjero, pueda alcanzar ese nivel. Su director está ahora trabajando en EE.UU., como el resto de la gente cualificada de otros sectores, que se terminan marchando fuera para poder desarrollar sus talentos. No es sólo que haya dinero, sino una política cultural que fomente la creatividad y la calidad. En aquellos momentos, cuando esta película arrasó, nadie pareció preocuparse por el precio de la entrada, y volvimos por un tiempo a la época dorada del cine. Y es que, cuando algo merece la pena, todo lo demás no importa.
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