Cayó ayer como una bomba la noticia de la abdicación del Rey, después de haber dicho él en más de una ocasión que nunca haría tal cosa, que quería morir con las botas puestas.
Todos tenemos derecho a cambiar de opinión, si las circunstancias nos empujan a ello. Nunca estuve de acuerdo con que hay que permanecer en un cargo contra viento y marea, siendo un espectáculo público de decrepitud y deterioro progresivo, como fue el caso del Papa Juan Pablo II. Cuesta hacer cambios, uno se acostumbra a aquello que ha sido tu forma de vida durante mucho tiempo, aquello para lo que te han preparado desde la juventud. En el caso de un rey no hay mucha posibilidad de elección, te toca y ya está.
El tema de la abdicación ya lleva tiempo coleando, y sobre él traté en un post anterior con motivo de la entrevista que le hizo Jesús Hermida al Rey, tan criticada por lo institucional que resultó, en un intento de la monarquía de mejorar su imagen. Cuando se habla de abdicación y de coronación nos sigue sonando a algo extraño, todavía nos sorprenden los ritos de la Corona a pesar del tiempo que hace que está instaurada, nos llenan de curiosidad y en cierto modo nos sobrecogen, todo ese fasto, esas costumbres transmitidas a lo largo de los siglos. Pasar el cetro de una generación a otra es como hacer un inciso en la Historia.
Pusieron ayer un reportaje en televisión en el que se cruzaban entrevistas y momentos de la vida del Rey y de su hijo. Se podía ver al príncipe Felipe dando su primer discurso siendo un niño. Se puede decir que hemos crecido juntos los de mi generación, pues somos más o menos de la misma edad. Lo recuerdo perfectamente a lo largo de décadas. De niño era un encanto, tan serio y responsable pese a su corta edad. A una tía mía, ya fallecida, le encantaba, siempre hablaba de él.
Las revistas de papel couché nos han tenido al tanto de la trayectoria del príncipe desde que nació. Su paso por la universidad, su formación militar, sus relaciones sentimentales. Nada escapa al ojo crítico de la sociedad, que desde su nacimiento sabía a lo que estaba destinado. Es distinto a su padre, es Borbón sólo a medias. Ellos se quieren mucho y se llevan bien, el hijo es respetuoso con las debilidades de su progenitor, no le juzga, no lo critica, lo acepta como es, apesadumbrado sobre todo por su madre, y se enfurece cuando públicamente se le ha hecho escarnio. Recuerdo su mirada casi asesina cuando en los desfiles de Pascua se oyen gritos insultándolo, algo que se repite en los últimos años como un disco rayado. Que afrenten a tu padre delante de ti es muy duro, porque además no se trata sólo de su persona sino de toda una institución que es puesta en tela de juicio.
Tiernas las imágenes que aparecieron en el reportaje al que aludía, padre e hijo juntos, sonrientes, contentos y afectuosos desde la niñez del príncipe hasta hoy. Al final se trata de una familia más, con sus virtudes y miserias. La Corona es un trabajo como otro cualquiera, si se puede decir así, una ocupación que te lleva a representar a tu nación allá donde vayas, pero no te reviste de ningún halo de grandeza ni te hace especial a pesar del boato que lo rodea y sus particulares características.
La monarquía española parece que ha tenido que demostrar siempre su utilidad, su razón de existir. En cualquier otro país donde haya un rey o una reina nadie los cuestiona, se los acepta y se les exige que cumplan con su deber, como se hace con cualquier otra institución pública. No veo que en Inglaterra se le falte al respeto a la Corona como se hace aquí, y eso que la monarquía inglesa ha hecho correr ríos de tinta con sus escándalos. En Suecia tampoco ha sucedido, donde además está abolida la ley sálica, haciendo gala de un progresismo que aquí no tenemos, al menos de momento, hasta que le toque reinar a la primogénita del príncipe.
Mis hijos se sorprendían de la cantidad de chistes y burlas que circulan por Internet acerca del Rey. Este es un país de feria y pandereta, bufonesco. El vulgo, igual que en siglos pasados, se fija en lo que quiere, en lo malo casi siempre, y se olvida de lo bueno. Es ahí cuando ruedan cabezas, en medio de la risotada general. La plebe siempre está sedienta de sangre, y el que esté puesto en la picota es lo de menos, el caso es satisfacer la mezquindad, la envidia, el hastío.
Creo que el nuevo Rey va a devolver la dignidad a la monarquía, y que su conducta será intachable. Hay ocupaciones que te obligan a seguir unas normas que impiden que te comportes como el resto del mundo. El militar, el religioso y el monarca tienen una obligación moral, un deber de decoro, un estricto código de conducta cuya ruptura implica casi una traición, a sí mismos y a los demás.
Ahora que se dice que la juventud ya no tiene un sentido de lo ético, que todo da igual, viene el príncipe a rebatirlo. Antes al contrario, en el caso de nuestra monarquía han sido sus antecesores, pese a haber vivido épocas de moral estricta, los que no han sabido comportarse. Se acabaron los vicios, los secretos, el oscurantismo. Ahora toca transparencia y honestidad. Tendremos ocasión de asistir a un acontecimiento histórico que pocas veces tiene lugar, una coronación real. Qué será de la institución en el futuro es una incógnita. El tiempo, como se suele decir, pone a cada uno en su lugar.
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